martes, 14 de octubre de 2008

La insoportable verdad acerca de las vacaciones







UNA LISTA DE LAS COSAS QUE ODIO EN VACACIONES

Cualquier argento de ley, que se precie de ello, ha adherido con su playera presencia a las estadísticas que lo incluyen como veraneante de las costas bonaerenses y/o brasileras (dependiendo del valor del real o de la sacudida a la que eternamente nos tienen acostumbrados los comerciantes de la costa atlántica a la hora de actualizar los precios de carpas, hoteles, restaurantes, etc.).
Me encanta la playa, me fascina el mar, adoro Mar del Plata, Pinamar, Buzios, Río, Gesell y San Bernardo; lo que me fastidia soberanamente es la serie de detallecitos que enumero a continuación y de los que fui testigo/víctima en forma personal:

La gente.


Ya sé, yo pertenezco a la misma masa informe de carne con neuronas que deambula como zombies calcinados, con la entrepierna paspada y la boca partida por el sol asesino de las dos de la tarde; en la peatonal de cualquier destino playero en pleno mes de enero. Pero los odio. Los odio a todos. Y me odio por estar ahí metida, en un grito de dolor porque la tira del corpiño me estalla una a una, todas las ampollas regalo del Dios Febo. Odio chocarme con carnes acaloradas como yo, que miran sin ver, con los ojos inyectados y la mirada perdida en esa pizzería que tiene una fila de dos cuadras (pero un terrible descuento si te pedís los dos metros de pizza con fainá). Odio los chicos que me embadurnan con la bola de nieve de azúcar, descontrolados en lo más alto de un pico de hiperglucemia, gritando como marranos ante la mirada indiferente de padres a los que todo les chupa un soberano huevo. Odio a esos padres, que los dejan pisotearte en un café y correr alrededor de tu mesa evitando que puedas llevarte un par de rabas a la boca porque te golpean la silla cada vez que atinás a levantar el tenedor. Odio a los adolescentes, que se movilizan en masa, con olor a pescado porque hace seis días que solo se bañan en el mar y tienen el pelo duro como un león marino putrefacto.
Odio a los vendedores de los locales y los mozos de los restaurantes que te despachan como si tuvieras lepra porque les interesa el número, obviamente, y una vez que te destaparon la Coca te tienen de rehén en la mesa hasta que el culo te pide un habeas corpus.

La gula y la desidia del veraneante.


Odio que se desesperen por llegar más rápido al mostrador para pedir un helado descuajeringando media docena de jubiladas que quedan partidas en el camino. Odio que sean capaces de matarse frente a sus hijos por una mesa en una panchería, al punto de batirse a un duelo de palos de sombrillas para terminar sentados uno arriba del otro en una silla anunciando a los cuatro vientos “yo de aquí no me muevo”. Odio a los que piden una cucharada más de papas fritas o de puré para llegar al kilo en la rotisería (aunque nadie tenga hambre y termine en la basura).
Odio a los que en el hotel o el appart, aplican la filosofía “enshenate la panza en el desayuno que es gratis” y son capaces de comer hasta vomitar para ver si duran hasta la tarde sin gastar. Odio a los que en los hoteles se llenan el plato de panes, facturas y fiambres, dejando la mesa del desayuno desvastada a los que se levantan más tarde; para luego dejar todo a medio mordisquear o sin tocar porque no les dio el cuero para seguir fagocitando.
Odio los que se pelean porque la cena le llegó antes al de la mesa de al lado y le hacen una escena al pobre mozo que transpira como esquimal en baño turco y está a punto de expirar de pura hipertensión. Odio a los que esperan parados al lado de una mesa para asegurársela, apoyando el culo encima de los comensales que aún no han terminado su postre. Odio a los que parados esperando su turno para comer no pueden concentrarse en la charla con su pareja o su familia porque la mirada se va detrás de cada fuente de canelones que les pasa por al lado. Odio a los que deambulan clavándose un pancho que pierde mostaza mientras caminan, a los que llevan el pochocho acaramelado pegado como adornos del arbolito navideño, a los que sorben el fondo del cucurucho haciendo ruiditos y a los que el waffle les pierde enchastrando todo a su paso. Odio los padres que condonan el comportamiento de su prole que toca absolutamente todos los botones del ascensor automático del hotel inhabilitándolo por dos horas. O a aquellos que dejan que los críos corran vociferando a las siete de la mañana por los pasillos de las habitaciones despertando a todo el mundo. Habría que encerrarlos a todos y largarlos cuando cumplan cuarenta. O aprendan a leer y escribir en ruso, polaco y chino mandarín. Odio a los chicos que barrenan las holas y te apuntan directo a las rodillas o a las tetas. Les encajaría las tablitas hasta la quilla en el recto, y luego los enterraría hasta el cuello con mi palita de plástico Duravit. Odio los chicos que lloran, gimotean y piden helados, barquillos, monedas para el metegol, chupetines y sacarse una foto con el bañero. Algunos bañeros me caen bien, pero eso es tema de otra columna. Sorry, me fui al carajo.

Los ventajeros.


Odio a aquellos seres con vocación de vigilante que sienten la compulsión de ponerse el despertador para ir a la pileta a las 8 en punto para reservar las mejores reposeras apoyando una toalla en cada una (aunque al final del día no hayan utilizado siquiera una). Odio a los que se afanan los toallones compulsivamente. Y los jabones. Y las gorras de baño. Y las pantuflas. Y los adornos florales. Y los saleros. Y las servilletas de papel a dos manos para no gastar en Kleenex. Y a los que se meten la factura del desayuno en la mochila para hacerse la meriendita en la playa sin gastar un manguito extra. Odio a los que llegan primeros a la carpa y cambian todas las sillas de la propia por las mejores de las carpas vecinas, aunque después usen tan solo dos. Odio a los de la carpa vecina, que poco a poco te van corriendo de tu propio espacio porque alquilaron una sola carpa pero todos los días van quince adultos, veintidós chicos, trece adolescentes, cuatro abuelos, tres bebés en cochecito y el mastín napolitano. Odio a los que no dejan propina o a los que dejan que sus hijos le afanen las propinas a los mozos. Odio los que pagan con cien al cocacolero que pasará a cobrarles después, sabiendo de antemano que es el último día de vacaciones y le hicieron diez mangos. Odio a los que invocan a algún conocido “a que no sabés quien soy?”, para pasar antes en un boliche o restaurante. Odio a los que se arrastran por llevarse el sombrerito de la promo de alguna empresa de telefonía móvil o sobornan al promotor por otra sillita u otro frisbee que después terminará archivado en el garaje de la casa (porque hay media docena por cada verano desde hace quince años).

Los fashionistas del verano.


Odio a los que se queman hasta mimetizarse con etíopes, a fuerza de embadurnarse durante años con aceite de coco y fritarse como merluzas hasta quedar marchitos como un papiro egipcio. Odio a los que se ponen todo lo que reza la lista “los must del verano” de la revista “Gente”. Odio a las mujeres que se uniforman del mismo color, o con los mismos aros o el mismo broche con el girasol amarillo rabioso que se usa esa temporada. Odio el flúo. Odio la gente que se pinta la boca de blanco (parecen réplicas de Al Jolson pero sin talento para el canto), existiendo el mismo producto incoloro. Odio a los que antes renegaban de los que tomaban mate en la playa y ahora son fanáticos de la primera hora. Odio a los que se hacen amigos del carpero para que todo el mundo se entere que ellos pertenecen a la elitesca población que habita año a año esa playa. Man, lo top es veranear en Bali o las Islas Fiji…pero a vos el cuero no te diooooo!. Odio a los que hacen que leen el best seller de la temporada pasando por intelectuales cuando en realidad relojean culos a lo pavote atrincherados detrás del libro que siempre está en la misma página (y a veces patas para arriba si su dueño ha perdido el norte, súbitamente, gracias a la quinceañera con bikini de hilo dental que practica capoeira frente a sus narices). Odio a la gente que no se ubica en su lugar en la cadena alimenticia. A las mujeres de cincuenta que pretenden competir con las novias de sus hijos usando triangulitos con Tweety bordado en el corpiño aunque tengan el culo celulítico, derrumbado y las tetas rozándoles las rodillas. Y a los hombres de cuarenta y largos que se calzan la zunga, que se pierde enroscada debajo de la panza cervecera. Odio a las mujeres que no se meten al mar aunque se estén desintegrando, por miedo a perder una de sus valiosas extensiones capilares o conservar su impecable brushing así hagan 48° a la sombra. Odio a los tipos que padecen el típico brote deportivo estival que comienza en diciembre y termina en febrero. Los que salen a correr haciendo flexiones por la playa y se anotan en cuanto torneo de tennis o picadito proponga el balneario (hasta que se lo llevan en ambulancia porque el cuore pidió asilo político en otro cuerpo hasta que aparezca el vago que supo achancharlo todo el invierno). Odio a los que usan ropa con el logo de una marca. Y remeras de Cancún en Mar del Plata.

Los pesados y los sucios


Odio a los que frenan el tráfico para sacar una foto (cuyo preparativo dura unos veinte minutos porque la camarita digital que se acaban de comprar sólo la entiende el ponja que la diseñó). Odio a los que filman el barco en el horizonte, la gaviota que pasa volando, el cangrejo muerto que trajo la marea y el número completo de las focas de Mundo Marino (que en su puta vida van a volver a ver porque ya era un embole en vivo y en directo). Odio a los mugrientos que hacen pocitos en la arena para vaciar la yerba, el pañalcito del bebé, los restos de fiambre podrido y los carozos de ciruela. Odio a los que se cambian el traje de baño con la toalla enroscada en la cintura y luego sacuden el que se sacaron (que está hecho milanesa) llenando de arena a todos los que tienen alrededor. Odio a los que te piden que les cuides la mochila y desaparecen dos horas dejándote de seña congelada en la orilla. Odio a los que se ofenden cuando les pisas el castillito de arena sin querer, como si la marea no fuera a tragarse todo en menos de una hora. Odio a los que hablan a los gritos y cuentan sus anécdotas en un alarido, invitándote a participar con una miradita cómplice (como si nos conociéramos todos de toda la vida porque hace dos días que estamos en el mismo pasillo del balneario). Odio a los que predicen el tiempo y al día siguiente aparecen con una sonrisa ancha en la jeta porque profetizaron la sudestada con todo éxito. Odio los que meten panza. Odio los que ayunan todo el día porque están en vacaciones y a los que se comen la vida porque están de vacaciones. Odio las kilométricas filas de autos en las rutas y las avenidas de las ciudades balnearias. Odio tener que esperar dos horas para comer un helado. Odio tener que anotarme para sentarme a comer, con suerte, tres horas después. Odio los stands y las promotoras que entorpecen el tránsito y ensucian la calle con sus folletos. Odio las aglomeraciones. Odio el hit musical del verano que escucharé con asco hasta que me estallen los capilares del bulbo raquídeo. Odio mirar la playa por la tele. Odio la tele en verano. Odio los micros que van a la costa y tardan doce horas en hacer un viaje de cuatro. Odio los pendejos que se marean y vomitan en los micros.




Odio el verano. Odio odiar el verano. Porque el verano me gusta, y no veo la hora de salir de vacaciones…

3 comentarios:

Unknown dijo...

JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA!!!
HIJADEPU.... más de una vez, casi escupo el jugo que estoy tomando!!!

yo ODIO el verano y ODIO ir a veranear. Pinamar me da urticaria!!!

Anónimo dijo...

JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA...debería pagarte por hacerme reir.Consigues sacarme una carcajada cada vez que escribes algo .

Me gusta el verano,la luz , el mar,...pero reconozco que me gustaría mucho más si tuviese la oportunidad de disfrutarlo alejada de las masificaciones y del calor insoportable .
Hoy por hoy...y debe ser que estoy mayor...mi estación favorita es el otoño

Cele dijo...

Odio las playas con mucha gente, eso de que tirarte al sol y estar suplicando que ninguno te pise o se te siente en la cara me pone de muy mal humor.
Prefiero un lugar tranqui, donde pueda estirar las piernas sin golpear a alguien... o irme al agua con la seguridad de que cuando vuelva, no tengo a 50 sentados sobre mi toalla!