domingo, 19 de septiembre de 2010

MIS QUINCE DÍAS KAFKIANOS

Dedicado a Ana, quien tradujo mi alegoría cinematográfica “almodovariana” a una mucho más gráfica y literaria: “kafkiana”


No sé ni por dónde comenzar, así que lo haré por el final. 
Estoy sentada en mi bunker escribiendo, sintiéndome un insecto; acabo de despedir a mi madre y a mi abuela que vinieron de visita el fin de semana.
Para quienes no hayan leído entradas anteriores, mi abuela tiene Alzheimer;  mi madre es lisa y llanamente un dolor de huevos número quince en una escala de uno a cinco.
He juntado material para escribir quince tomos de una novela de terror, pero esa sucesión de hechos está tan mezclada en mis neuronas que voy a tratar de escribir los episodios en el orden en que los vaya encontrando debajo de la duramadre.

Capítulo 1

Mi madre me llama por teléfono.  Le explico que estoy trabajando, me suena el interno y unas tres personas me miran esperando una respuesta que, se supone, yo debería darles si no estuviera hablando con ella.  Como mi interlocutora es el tren bala a la hora de escupir palabras a pesar de su apnea post sesenta años ininterrumpidos de cigarritos (tres paquetes por día para ser más exactos), no me queda otra que cortarle.
La culpa me asalta, la imagino con los ojos vidriosos y el tubo en la oreja escuchando el “tu-tu-tu-tu”.  Me hago un rato libre y salgo a llamarla a la calle.
-Hola, qué pasa? (yo)
-Nada, nada, “snif” (ella)
-Estás llorando? (yo)
-Nooo, qué va “snif” y un sonido similar a succionar mocos de un vaso con un sorbete de colores (ella)
-Bueno, algo te pasa… (yo, con es estómago hecho una pelota de basquet)
-Si.  Es que quiero saber cómo puedo matar a tu abuela y que parezca un accidente (ella, con vocecita de Lobo de Caperucita)
-Podrías hacer la “gran almohada”, lo ví en varias pelis, el asesino siempre queda libre (yo, hablando seriamente)
-O también puedo pegarle con algo en la cabeza (ella)
-Buscate un abogado aunque no creo que puedas pagarlo (yo)
-La odio (ella)
-Te odio (yo a ella)
-Yo también (ella a mí)
-Me voy a trabajar, me quedo mucho más tranquila, gracias! (yo)
-Chau, snif, ah ah ah, buahhh (ella trabajando mi culpa a dos manos)

Capítulo 2

Entro al baño.  Creo que estoy en los albores de mi metamorfosis.  Quince millones de mosquitas negras sobrevuelan una montaña de caca que sale de la rejilla.  Vivo en el campo por elección, cambié cloacas y tecnología por pájaros, insectos y mierda.  Un negocio redondo.  Comienzo a sentir mis alas.  Me miro al espejo y veo una cucaracha gigante que quiere volar a la civilización.  Me preocupo.  Debe ser la mezcla de alcohol con las cuatro noches durmiendo tan solo tres horas que llevo.  Me descubro parada frente al espejo manteniendo una conversación muy real con el Cristo del rosario que llevo atado a la tira del corpiño cual adolescente que lleva ristra de ajos al cuello en peli de vampiros.  Tengo que dormir, debo dormir.  Así que me siento en la computadora y me cago en mi autodeterminación.  Es más, me ocupo del comienzo de mi autodestrucción.  Decido postergar el tema del pozo ciego y la caca.  Volaré con mi alas de cucaracha a un lugar mucho más alegre e higiénico.  Ese lugar es youtube, estoy paseando por Escocia, escondida en mi universo paralelo.  ¿Quién dijo que la evasión es mala?  Si fueron Freud o Lacan, pues se pueden ir los dos a la mismísima mierda: Bienvenidos a mi baño beneméritos doctores.

Capítulo 3

Día viernes en el trabajo.  Pandemonio frenético.  Teléfonos que suenan, gente que pregunta, gente que protesta, gente que busca gente, casillas de mail inundadas y un ruido que molesta.
Mi celular que no para de sonar.  Por cada llamada perdida, un texto avisando.  Un texto avisando que mi padre me está buscando desesperadamente.  Como conozco la letra de ese tango al dedillo, decido posdatar la devolución del llamado. 
Al rato lo llamo, soy la hija, debo llamarlo.

-Hola, papá?
-Hija, por finnnnn, te he llamado infinidad de veces! (con voz resquebrajada cual lamento etrusco)
-Pasó algo? (vayamos al grano que se me escapa la cucaracha)
-No…snif…es que quería escuchar tu voz antes de…(no sé si musicalizar con bandoneón o canzonetta italiana dadas las raíces étnicas de mi progenitor)
-Antes?  Antes de qué? (lo imagino limpiando el caño de su pistola Luger 9mm.)
-El final está cerca…(ahora la cucaracha escucha Wagner a todo volumen)
-Qué final? (la cucaracha es corta de entendimiento o no puede dar crédito a lo que escucha)
-Mi final…(pausa de las que en el cine sirven para acojonar)
-Estás enfermo? (y bueno, es el padre de la cucaracha, hay un cariño completamente infundado)
-No, pero estoy cerca…(visualizar a Al Pacino senil, con la gorra puesta, recorriendo la parra en Sicilia)
-Bueno, eso no lo sabemos, hay gente jóven que muere todos los días (la cucaracha se peina las antenas raya al medio mientras rema una conversación que está a punto de entrar en un loop macabro)
-Pero yo ya tengo pasaje…a mi edad…(silencio para insertar una dosis de culpa en el centro del cuore)
-Bueno, no pienses en eso, pensá en la cucaracha que cuando la pisas le sale la cremita de adentro (yo, otra vez conversando mi amigo invisible y mi papá disfrazado de Vito Corleone masacrado)
-Nos vemos, dale? (mutis por el foro para el insecto que huele el Raid a distancia prudencial)
-Bueno hija…

Capítulo 4

Martes.  Voy a sacar dinero al cajero.  Tengo dos personas delante y una impaciencia monumental.  Trago saliva y repito para adentro “tranquila, solo dos personas”.  Como si fuera una máquina tragamonedas del Casino flotante, el señor que hace uso del cajero, toca botones mientras la máquina le escupe papelitos como balas de metralla.  Bip-bip, el aparato le vomita la tarjeta.  El corazón me da un vuelco (poética forma de hablar de una taquicardia grossa).  Con un pie a punto de avanzar dos pasos, se me borra la sonrisa mirando como el tío pela billetera con tarjetas de todos los colores.  Como era de esperar, las prueba TODASSSSS.  Después de quince minutos de rutilantes  “game over”, el imbécil se da media vuelta.  Listo, la señora que tengo delante se ve más avispada.  La avispa y la cucaracha en la fila del cajero.  Toda una metáfora.  La avispa construye el panal con papelitos y boletitas; toca todos los botones, hace sonar todos los sonidos disponibles.  Luego le propina un golpe a la pantalla.  Estoy a un tris de hacer justicia por mano propia en nombre de mi adorada maquinita expendedora de billetes.  Me contengo porque tengo sueño, llevo ocho días durmiendo tres horas, se de lo que soy capaz cuando estoy con abstinencia de sueño.  La avispa se retira ignorando el peligro que corrió.  Saco dinero en dos segundos (todavía no entiendo a los que ese sencillo trámite les lleva más de un minuto).  Me hago un favor, no miro el saldo del papelito, lo hago un bollo y lo tiro al fondo de la cartera.  Me voy volando.
El vuelo no dura mucho.  Quiero llegar al nido pero necesito combustible.  La fila de la estación llega hasta la ruta.  Estaciono y me miro en el retrovisor.  Las antenas me llegan a la cintura.  En el asiento de atrás, las plañideras del velorio de mi progenitor susurran plegarias en latín.  Necesito un café o un chaleco de fuerza.
Media hora después llega mi turno.  Me informan que el surtidor no tiene el tipo de combustible que necesito.  Pues yo no estaría taaaan de acuerdo.  Voy a comprar una caja de fósforos, arranco la manguera y le prendo fuego a toda la manzana.
Golpeando la cabeza contra el volante intento una maniobra marcha atrás para enfilar hacia otro surtidor.  Un apuradito casi me parte el auto.  Bajo la ventanilla y le reproduzco el repertorio completo de las barrabasadas más grandes que conozco.  Una señora se muerde el labio inferior mientras ríe, me señala y habla con el empleado de la gasolinera.  La cucaracha, en un desorden genético sin precedentes, ha generado un aguijón digno de una mantarraya.  Le pongo el auto en las rótulas, bajo la ventanilla y la trato de “mal follada”.  Le saco fotos con el celular y le informo que abriré un grupo en Facebook para comentar el tamaño inusitado de sus caderas, el peso de su culo celulítico y la tristeza de sus magras tetas caídas.  Huye despavorida.  La cucaracha vuela con el combustible recién adquirido, previendo una denuncia por parte de la agredida.  Necesito un Psicólogo, un Abogado, un Plomero y un Spa (no necesariamente en ese orden).

Capítulo 5

Llego al nido.  El hijo de la cucaracha dice que estamos sin teléfono.  Décimo sexta vez en tres meses de línea nueva super guay del proveedor de Internet.  Con demanda iniciada “ha lugar” y arreglo firmado dos días antes, compruebo efectivamente que me han debitado la cuota otra vez por un servicio inexistente.  Si llamo desde el celular al servicio técnico, con un menú telefónico de esos que son para entrenar la paciencia del Saltamontes de Kung Fu, corro el riesgo de quedarme incomunicada sin saldo en el móvil.  Decido dejar escapar a la cucaracha y le presto mi casilla de mail.  Arde el teclado, el insecto poseso no para de producir veneno e improperios.

Capítulo 6

Sábado a la mañana.  Me invade una sensación de inexplicable felicidad.  Despatarrada en la cama hago planes para aprender chino en el Supermercado, lavarme la cabeza y estrenar una crema para peinar nueva, sacar fotos, encontrarme con amigos…
Abro la canilla.  Un sonido del fondo de las entrañas de la casa augura un negro futuro.  Glu-glu-tac.  Una gota se estrella contra el piso de la bañera.  Es evidente, no hay agua.  Hay pelo sucio.  Hay olor a pata.  Hay ropa sudada.  Hay conversaciones con una imagen de la Vírgen de Schöenstatt (la orden de monjas alemanas que dirigían el colegio donde cursé el Secundario) que me habla desde la mancha de humedad del techo del baño.  La señora me reta porque incurrí en blasfemias, deshonré a mis padres, utilicé el nombre de Dios en vano y pequé de gula.  Le discuto pero ella entabla una conversación con el Abogado del Diablo, quien extrañamente patrocina al clero iniciándome acciones por calumnias e injurias.

Esperando a que el agua brote en forma milagrosa, en pelotas y pantuflas de toalla color rosa adivino mi cara reflejada en la canilla.  En ese preciso instante sale del desagüe una espantosa criatura color marrón, brillosa y con dos largas antenas.  Me mira.  La miro.  Me saco la pantufla y la aplasto hasta que estalla.  Con asco junto las partes, la mano envuelta en un bollo inmenso de papel higiénico.  Igual la siento moverse.  La tiro al inodoro.  La desgraciada se ríe y me dice:

-Te olvidaste de pagar la moratoria del impuesto inmobiliarioooooooooooooooo!