martes, 9 de septiembre de 2014

HEMBRARIO (FASCÍCULO 1)



Cómo reconocer qué tipo de hembra eres


LA REINA DEL “KNOW HOW”


Esta fémina sabe o cree saberlo casi todo.  Guarda un arsenal de información sobre todo lo que ella cree importante sobre este mundo y está dispuesta a vomitarte la información antes de que despegues ambos maxilares para proferir media sílaba.  Generalmente es profesional y si no lo es se quedó con las ganas o puso todo su talento al servicio de una familia impecable que supo formar y  a menudo exhibir con riguroso orgullo en las redes sociales.  Si hablamos de tortas, ella tiene la mejor receta autografiada por la repostera más top de Sudamérica.  Catadora de vinos, especialista en infecciones femeninas, cuotas alimentarias y divorcios controvertidos; esta señora no pierde oportunidad para hablar sin respirar (para no perder tiempo) demostrando ante una audiencia maravillada que ella la tiene clarísima EN TODO!  La mejor pascualina, las berenjenas de la abuela, el bebé más codiciado para el comercial del perfume infantil, el cuerpo menos averiado luego de cuatro partos y una cesárea, las mejores notas en la Facultad, el empleo donde se postularon cien mil personas quedando ella por su excelente curriculum, el marido que arrancaba suspiros de sus compañeras de universidad, la suegra que la adora, la madre que la ama, los hijos que saben comportarse socialmente y terminan siempre limpios e impecables después de cualquier evento…todo en esta mujer suele ser de película de Disney antes de que se pudra todo.  Suele acaparar la atención en eventos sociales dando instrucciones precisas de cómo comprar ahorrando para darle de comer a un batallón con cien pesos diarios, dónde y en qué moneda ahorrar, por qué aerolínea viajar para juntar millas, cuál es el mejor restaurante para comer mariscos, quién es el mejor pediatra, y cuál es la mejor pipeta anti pulgas para perros.  Para las incautas, estas disertaciones (copa de Malbec en mano) suelen ser una bofetada a la autoestima ya que no se imaginan haciendo una décima parte de lo que estas mujeres dicen hacer y menos con el talento y sabiduría que parecieran tener.  Porque el día tiene veinticuatro horas, así que hay dos alternativas: o hace 35 años que no duerme o está exagerando.  Los humanos mortales, las mujeres de carne y hueso promedio; solemos venir de fábrica con un coeficiente intelectual promedio al que se le suman cualidades como la perseverancia, la ambición, la educación y entre otras tantas variables la suerte.  Hay algunas que logran hacer mucho con poco y otras que con mucho hacen nada, pero que una persona logre hacer todo con todo es como sacarse la lotería dos veces seguidas.  Huele raro.  ¿Cómo hiciste para criar cinco hijos haciendo kilos de mermelada de frutos del bosque, el mejor lemon pie del país, ganar siete juicios de fama internacional, dar cuatro vueltas al mundo, tener al menos cinco orgasmos, asistir a todos los eventos familiares con el frasco de berenjenas en la mano y el regalo perfecto sin un pelo fuera de lugar, con la ropa planchada y los zapatos brillantes como un espejo?  Es un enigma sin resolver, por eso las mujeres nos agrupamos a observarlas y escuchar sus consejos como los católicos al Papa todos los domingos en San Pedro.  Queremos saber el secreto.  El secreto de tanta perfección.  Alimentamos su inflamación preguntándole qué contestarle a ese hombre que nos mandó un whatsapp que hace días no nos deja dormir, cuál es el ingrediente secreto de la chocotorta que trajo hoy o cómo lograr que nuestros hijos sean buenos estudiantes.  Ella tiene una respuesta para todo.  Impecable, impoluta, imperturbable, impenetrable.  Ella es la reina del know-how.

LA MACHISTA


Esta mujer cree que está en este mundo para complacer al hombre y a eso dedicará toda su vida aun cuando trabaje.  No se preocupan mucho por educarse ya que desde tierna edad se preparan para ser mantenidas por el hombre más económicamente forrado que puedan conseguir.  Si tienen la suerte de ligar un cuerpo que sea congruente con el modelo de belleza imperante, lo más probable es que aprendan a utilizarlo para esos fines apenas salen del colegio secundario, haciendo sus primeras incursiones en el “mercado” para, con mucha suerte, enganchar al candidato de sus sueños.  De sus sueños verdes color dólar, después verán que hacen con la cosa que supieron agenciarse para tener un buen pasar.  Si no tienen un cuerpo que cumpla con el estereotipo, van a trabajar como yeguas, aguantando condiciones laborales desfavorables con tal de juntar dinero para ponerse tetas, achicarse narices, alisarse los pelos, lipoaspirarse la barriga, tornear el trasero, pegarse uñas de acrílico, extender pestañas, blanquear los dientes, engrosar los labios y hasta cambiar el color de ojos con lentes de contacto.  Mientras tanto, y hasta que suceda el contacto con el millonario que las arrancará del espantoso yugo laboral (porque para ellas el laburo, lejos de dignificar, les arruina las uñas y los taquitos); se van a dedicar a alimentar el machismo de sus compañeros de trabajo comportándose como bebotas con disfunción verbal, abusando de sus habilidades de succión para lograr el máximo rédito económico con el mínimo esfuerzo posible.  Carentes de integridad, escrúpulos, e identidad femenina; estas mujeres avergüenzan a sus congéneres porque ratifican con sus actos los postulados machistas más despiadados.  Se cagan en la igualdad, ellas se ponen a propósito dos o tres escalones abajo para manipular lloriqueando a sus jefes, novios, amantes, etc.  Suelen obtener cosas materiales durante sus vidas, sus vidas útiles como objetos sexuales, pero quien pone todas sus fichas en el envase y nada en el contenido se encuentra en algún momento de su vida sin nada de lo que realmente importa.  Y ahí es cuando se produce el cambio.  Entonces las verás en las redes sociales hablando pestes de los hombres y poniéndose al hombro los cuatrocientos cartelitos de frases feministas que puedan encontrar en Pinterest o Tumblr.

LA JUEZA


Esta mujer se carateriza por empezar todas sus oraciones con “deberías”, “tendrías”, “yo que vos haría”.  Autoerigida en ejemplo de madre, esposa, empleada y amiga; este tipo de mujer saca el dedo índice como un revólver cada vez que pierde los estribos sentenciándote a un destino horripilante si no hacés lo que deberías hacer (que siempre es lo que ella está diciendo mientras hamaca el dedito de arriba para abajo).  La dueña de la verdad, la justicia y la ética; ella te va a juzgar, sentenciar y mandarte al infierno por haber pisado la banquina (como si ella no hubiera visitado el pasto nunca).  Devota de un Dios tirano, crece y se desarrolla a su semejanza.  Cualquier cosa que le vayas a contar va a tener una sentencia desfavorable.  Ella no se equivoca nunca y si lo hizo nunca te vas a enterar.  Y si te enterás es solamente para darte una lección ejemplificadora de dónde vas a aterrizar si metiste la pata hasta el caracú.  No es la persona para acudir en caso de ebriedad, ni de deslices amorosos, mucho menos de derrapes familiares.  Tiene memoria, tiene resentimiento y guarda para darte y que te lleves en cuatro tupperwears tamaño baño.  Si caíste en la tentación de acudir a su hombro para llorarle alguna trastabillada, quedate tranquila que te vas a ir arrastrando hacia la Iglesia más cercana aplastando cabezas de ajo con la panza y haciendo un té de ruda para expiar la culpa de haber sido…humana.

LA QUE NO TIENE LA CANCHA MARCADA


Esta es la loca de libro.  Dícese de la que está tan loca que no solamente le faltan jugadores, no tiene siquiera la cancha marcada.  No se sabe a ciencia cierta si fue criada por un espécimen similar, se pasó de vueltas en un tequilazo a los diecisiete o simplemente hay un cortocircuito adentro de la mollera que le impide tomar decisiones razonables.  Es probable que te las cruces en eventos sociales, oficinas o salas de espera de centros médicos (porque convengamos, nadie quiere cerca a una loca salvo probada evidencia de que se trata de un ejemplar inofensivo).  Ya al verlas entrar por una puerta uno nota que algo no está del todo bien.  Generalmente es algo en el atuendo.  Con esto no quiero decir que alguien que es original o divertida para vestirse sea una loca.  Me refiero a ese detallecito que te hace dar vuelta la cabeza y pensar “¿no tiene alguien que la quiera en la casa para decirle que no se puede poner eso?”.  Puede ser una flor de lana tejida en crochet color verde fluorescente, del tamaño de un repollo grande firmemente agarrado del parietal izquierdo con veinte ganchos invisibles color negro sobre un rubio platinado (en un velatorio) o una boina de lana de alpaca en el subte sobre una cabeza llena de rulos un 3 de enero a las dos de la tarde.  En fin, datos en la vestimenta esclarecedores sobre la soberanía o no de ese cerebro sobre el cuerpo que lo porta.  La cuestión es que a veces suelen ser inofensivas, y hasta podés llegar a reírte un buen rato con sus divagues y relatos fantasiosos, pero muchas de estas pueden terminar corriéndote por un pasillo con un cuchillo afilado como Glen Close a Michael Douglas simplemente por no haberles contestado el mensajito de texto o no haber asistido al cumpleaños.  La cordura, el respeto y la obediencia no son adjetivos que les quepan, así que son las típicas mujeres que siguen hablando a los gritos aunque se las haya llamado a silencio en una reunión escolar de sus hijos o en una entidad bancaria; son las que se descuelgan con una pregunta inoportuna en un evento social y logran que todas las cabezas giren hacia el mismo lugar generando un silencio espantoso que nadie puede remar.  Incomodan, alteran, te dan vergüenza ajena y lo peor del caso es que ellas está convencidas que le están haciendo un favor a la humanidad con su sola presencia.  La loca de libro se pelea con la policía, atiende el teléfono en el Banco y se hace correr por todo el edificio para que no se lo incauten.  Grita en el subte “¡este y esta y este y aquel y aquella ME TOCARON EL ORTO!” porque como está convencida de que es una sex symbol, todo el vagón (inclusive las mujeres que van sentandas) quiso una tocadita de ese lomo para el pecado (así suele referirse ella de sí misma).  Lomo más, lomo menos; evidentemente en los primeros años de vida la grasa que debería haber alimentado las neuronas se fue directamente al culo.  Una especulación de mi parte, sin sustento científico, obviamente.

LA “YO LA PEOR DE TODAS”


Esta personalidad pulula por la vida lastimosamente.  Se queja y sufre porque todo lo que es, todo lo que le tocó en suerte, todo lo que tiene y todo lo que le sucede.  Nunca se sabe a ciencia cierta si ella lo cree así o busca la aprobación y el halago constantemente convirtiendo la lástima en una maniobra para obtenerlos.  Infectadas de inseguridades, viven haciendo consultas populares sobre cómo les queda el pantalón, con qué rellenan el pollo, cuál es la mejor pomada para la micosis vaginal, y si le dicen que sí o no al señor que las acosa.  La duda, indudablemente, las aflige pero a pesar de pedir consejos siempre terminan haciendo lo que se les antoja.  Así, una vez tomada la decisión y habiendo recibido un resultado negativo, tienen otra oportunidad alucinante para recibir abrazos, besos, aliento y millones de frases de autoayuda en las redes sociales.  Son personas que necesitan afecto tienen una retorcida manera de solicitarlo, y la verdad es que a menudo caen siempre bien paradas, como los gatos, con lo cual una se pregunta si no ha caído en la trampa como una pelotuda levantándole la moral a alguien que en el mejor de los casos lo único que quería es que le dijeran lo que ya sabía: SOY LO MÁS!

LA CONCHUDA


La conchuda es mala por naturaleza.  No existe otra explicación.  Disfruta causando dolor y le encanta quedarse a mirar los cadáveres que dejan sus granadas, contando los deditos sonriendo con malicia.  La compulsión por joder les viene impresa en el mismísimo ADN.  Debe haber un mapeo genético que pruebe que hay alguna cadena de ácido desoxirribonucleico que las conchudas tienen en común.  Porque parecen todas cortadas por la misma tijerita, en manos de Ades, fabricando esas figuritas de papel plegado veinte veces.  Siempre fui de las que piensan que detrás de un malvado existe una historia que lo convierte en tal, es mi forma de entender y perdonar.  Pero la conchuda es conchuda porque lo disfruta como Wanda al miembro (mejor dicho a la billetera del miembro).  Estas mujeres son capaces de desatar tsunamis familiares que terminan devastando una familia, separando lo que no debiera ser separado; son capaces de hacer pelear amigos de años, hermanos, primos y hasta de urdir patrañas espantosas para hacer sufrir parientes, compañeros de trabajo, parejas…lo que venga.  Propulsadas por un resentimiento y una envidia feroces (por algo las abuelas siempre dicen “no cuentes la plata delante de los pobres” no refiriéndose en forma literal al dinero sino a las cosas buenas), no hay peor y más letal bicho que una conchuda que cree ver más cosas en tu plato que en el de ella misma.  Relojean todo, te cuentan las costillas, te sacan radiografías y te aprenden de memoria juntando data para dejarte caer la bomba de Nagasaki en el lugar menos pensado.  Famosas por querer llamar la atención en todo momento arman un personaje benefactor, piadoso, solidario y amiguero para ganarse el afecto y la confianza de gente a la que luego utilizarán como piezas de ajedrez como mejor les convenga.  Suelen jugar con los sentimientos de la gente, utilizan las redes sociales para destilar su ponzoña y si no es suficiente con eso desparramarán mierda, rumores y mentiras a quienes les presten sus oídos ávidos de una cuota de su maldad más cruel y despiadada.  Estas personalidades psicopáticas no sienten empatía por nadie en particular, se disfrazan para mimetizarse con la sociedad pero no sienten ningún remordimiento en causar dolor por acción u omisión.  Algunas pueden aflojarse con el advenimiento de un hijo, pero a la larga sus conductas terminan también lastimando a sus propias crías.  La conchuda habla sin filtro, te larga un misil en el medio de una reunión social o familiar, te tira el chisme en el medio de una mesa de catorce personas cuando se hace un hueco simplemente para verle la cara pálida al involucrado. Es capaz de inventar una historia que repetirá hasta el cansancio con cara de monja de clausura, ojos mirando al cielo, mano sobre el pecho susurrándote al oído “te lo cuento solamente a vos porque confío en que no lo vas a andar desparramando” (léase desparramalo como tuco sobre los fideos).  Eso seguramente tenga una víctima y está en vos ser su gatillo o incrustarle la lengua en el orto para que saboree un poco de su propia naturaleza.

LA CAÍDA DEL CATRE


Esta piba llega tarde a todas partes.  No pierde los anillos porque retiene líquido y no se le salen.  Se pierde en su propia casa, se olvida la cartera en el cine, los pochoclos en el baño y las llaves del auto…adentro del auto.  Nunca sabe bien porqué está ahí, pero una vez que llega mágicamente se le ilumina la mirada y recuerda que es el cumpleaños de la mujer que tiene enfrente.  Entonces abre la mochila y le da el regalo mientras embucha un sándwich triple porque se olvidó, entre otras cosas, de almorzar.  La heladera de la caída suele hacer eco.  Reina del delivery, si llega a hacer una compra semanal se le pudre todo porque se olvidó de congelar o se olvidó de cocinar.  Llega a la consulta ginecológica seis meses después, con los estudios vencidos y a veces embarazada de cuatro meses sin haberse dado cuenta.  Porque la caída no anota las fechas de las menstruaciones, no recuerda muy bien en qué momentos de debilidad la agarraron con las piernas abiertas  y no asocia el crecimiento de su panza a un bebé (seguramente lo asocie al último atracón de galletitas Oreo cubiertas con dulce de leche mirando “Guerra de Tronos”).  La caída, te saluda para tu cumple desde que el Facebook existe, antes de la red te llamaba tres años después saludándote en retroactividad por los cumples anteriores.   La caída se olvida las claves del home banking y bloquea la tarjeta bimestralmente.  También se olvida el Facebook abierto, ideal para hermanos y novios bromistas que le escriben en el estado “ATIENDO POR COLECTORA, CONSULTAR POR INBOX”.  La caída quema las tortas, incendia las papas fritas (y la cocina), se olvida de cargar el celular y se entera en inmediaciones de la Villa La Cava a las dos de la mañana.   La caída deja plantado al dentista, llega siempre tarde a la foto grupal automática y tiene cara de ciervo encandilado en todas las selfies.  La caída es buenaza, si pierde la billetera pide que le devuelvan los documentos y que al que la encontró le vengan bien los quinientos pesos que llevaba dentro.  La caída se entera que está enferma cuando se curó, que la operaron cuando se despertó, que tiene un hijo cuando le dan de alta en el hospital y que se casó cuando nadie le vacía el canasto de la ropa para lavar.  La caída nunca está apurada, tiene la mirada perdida en algún recuerdo de algo que la hizo felíz (un sugus masticable, Shrek III, los lengüetazos de su perro) y suele salir de ese trance hipnótico cuando alguien le incrusta el codo entre las costillas gritándole “¡Ey, te hablan a vos!”.  La caída se olvida la planchita enchufada todo el día, quiere sacar una foto y tiene la cámara descargada, devuelve la peli alquilada tres meses después pagando la mora voluntariamente.  La caída casi pierde el avión (la salvan las amigas), casi mata al gato de inanición, no tiene plantas porque se olvida de regarlas así que compra margaritas de papel y se aparece en los casamientos cuando los novios ya bailaron el vals.  La caída se pone a leer y se olvida del mundo, se pasa estaciones de tren y colectivo.  La caída no carga la tarjeta SUBE porque la perdió, pero si la hubiera tenido se hubiera olvidado de cargarla.  La caída se enamora y sin saber bien porqué termina cayéndose de cabeza con un plato de torta de crema en la mano encima del objeto de sus afectos, con el que se casa dos años después…llegando una hora tarde al Registro Civil porque se equivoca de comuna.

Hembrario fascículo 2 en próximas entradas

domingo, 7 de septiembre de 2014

TODO SOBRE MI MADRE




Mi mamá me ama, mi mamá me mima?


Para entender a mi madre habría que empezar con mi abuela.  Esa tierna ancianita que apenas puede embocarse la sopa de fideítos en la boca supo ser un Gendarme entrenado por el Mossad en Israel.  Con una lengua viperina (o karateca, término engendrado por Moria Casán), la señora podía pulverizar tu autoestima y desmembrar tu personalidad en menos de lo que canta un gallo.

Volviendo a mi madre, que de esto se trata este post, ella fue para mi hermana y para mí absolutamente TODO.  Enferma o sana, felíz o triste, cornuda o profundamente enamorada del hombre de su vida (que no fue mi viejo, obviamente); la mina se encargó de estar presente siempre.  A su manera, como pudo y con las herramientas que tuvo a disposición; que a juzgar por la señora que la engendró fueron escasas. 
Mi abuela tuvo la desdicha de quedarse sin madre a muy tierna edad, la encerraron en un Neuropsiquiátrico por loca; y según cuenta la leyenda (porque no da para preguntarle, pero fue lo que me contó toda la vida antes que el Dr. Alzheimer hiciera estragos con sus neuronas) el padre trajo a casa a un ejemplar digno de una peli de Disney (una cruza perfecta entre Cruella de Vil y Ades el Dios del Inframundo).  Según las leyes judías, el hombre que puede probar la incapacidad de su mujer, puede volver a casarse y esto fue lo que hizo el padre de mi abuela.  La otrora “nena” entonces, y en plena infancia no solo se queda sin madre, le encajan una mujer joven sin ganas de criar la montonera de hijos que el super carnicero del Mercado de Liniers había engendrado antes de conocerla.  Calculo, sin hacer mucha matemática, que la nueva esposa solo estaba interesada en disfrutar de los billetes que el señor traía del mercado con las unas ensangrentadas de cortar reses.  Así fue como se crió mi abuela.  Sin madre y con una reverenda conchuda de libro que escondía la comida, la bebida y la encerraba en su cuarto con llave.  Porque la pequeña Berthita no debe haber capitulado sin ofrecer resistencia.

Cuando la nena tuvo la edad suficiente para escaparse, lo único que tenía claro es que debía encontrarse con un ejemplar que la sacara cuanto antes de ese infierno.  Ahí llegó mi abuelo, apuesto caballero con un buen empleo, de buena familia y de paso cañazo CATÓLICO.  Este pase de facturas a un padre judío fue tan impecable como el desembarco de Normandía.  Comenzaron a cartearse porque mi abuelo era viajante para una empresa inglesa “Tornicroft” (aún conservo esas cartas ardientes que para la época  deben haber sido hot y ahora son un librito de cuentos de primer grado).  Poco a poco la relación tomó carácter de “oficial” porque mi abuelo quería verle las rodillas y mi abuela quería verle la cara a Dios (aunque luego profesó un ateísmo a rajatabla) anche rajarse de esa casa maldita apenas le diera el pedigree.  Estimo que el padre, antes de seguir aguantando las escaramuzas entre nueva esposa e hija insolente, rebelde y en pie de guerra optó por la medida quirúrgica que más le convino: ponerle un moño en la cabeza entregándosela en matrimonio a mi abuelo.

Como en todo cuento de hadas digno de los hermanos Grimm, la felicidad para Berthita sería efímera.  Al poco tiempo de casarse notó que se había pasado de Guatemala a Guatepeor.  Se había ganado una suegra italiana con un carácter repodrido, buena mina, pero con mecha cortísima y sin ganas de aguantarse los desplantes de una rebelde enojada con el género humano en su conjunto.  Para ella hubiera bastado con mi abuelo, él era el principio y el final de toda su existencia.  Así que su prole (mi vieja, mi hermana y yo) solo vinimos a ofrecerle una involuntaria competencia.   A mi abuela, que según mi vieja se le notaba cuando había tenido sexo porque se levantaba cantando boleros, le llenaron la cocina de humo antes de que se avivara que semejantes calenturas tenían un precio o daño colateral casi inmediato.  A los nueve meses viene una cosa que llora, grita, se caga, se mea y se convierte en la debilidad de su marido.  Así fue como Mirthita, a.k.a. “MAMITA” vino al mundo.  La “víbora” según mi abuela, vino a destrozar la armonía marital y lejos de venir con un manual de instrucciones, llegó para llenarle el culo de preguntas.  Menos mal que estaba su suegra, Catalina, para decirle qué hacer con ese demonio rubio que gritaba hasta que los pulmones le quedaban como dos globos aplastados.  Pero para darle la derecha a Berthita, ella nunca supo cómo se hacía para criar hijos, rol que se aprende imitando a la madre que uno tiene enfrente o alguien que ocupe con idoneidad ese laburo tan difícil y vital en la educación de los hijos.  Tampoco había un Dr. Socolinsky en la tele y digamos que en esa época mi abuela no gozaba de muchas amistades ya que se había pasado el ochenta por ciento de su corta vida encerrada como Rapunzel en el altillo.  Así que sin modelo a seguir, Berthita se encargó de sacar adelante con vida a Mirthita.  Hasta ahí llegó su amor.  No lo digo yo, me lo dijo siempre mi vieja “tu abuela nunca me quiso” y a juzgar por su comportamiento, el que yo pude observar a través de los años compro la versión de ella.

Mamita, de ahora en adelante “la caprichosita” se convirtió en hija única y el talón de Aquiles de mi abuelo Guillermo.  Se ve que a mi abuela la experiencia maternal le fue tan placentera que se arrancó los ovarios con la mano y se los dio de comer a los perros.  O no tuvo más sexo, cosa improbable porque siempre tuvo miedo de que le roben al marido (es el día de hoy que amenaza a las compañeras del Geriátrico para que no se les ocurra posar su mirada en su buen mozo caballero, fallecido hace más de treinta años).  Pero para comprender a mi madre hay que volver indefectiblemente a mi abuela.  Son como el yin y yang, opuestos que se atraen, interdependientes que se consumen y generan entre sí…un nudo difícil de entender si uno no las hubiera visto en acción.  Mi abuela tildaba a mi vieja de caprichosa insoportable y mi vieja buscaba refugio en la casa de su abuela Catalina (la tana de pocas pulgas).  Ella se la pasaba todo el día ahí en busca de cariño y de alguien que la iniciara en todos los vicios que la consumirían a lo largo de su vida.  Aprendió a jugar a las cartas con tanta habilidad que hubiera dejado dando lástima a los participantes de Poker Stars.  Prendió sus primeros rubios a los catorce años en el patio de la casa de Morón hasta convertirse en una fumadora compulsiva.  Ni la muerte temprana del hijo menor de Catalina “el famoso Tío Coco”, por efisema, pudo iluminar a mi madre a tiempo para largar el faso.  Calculo también, que en esa infancia plagada de amor y vicios, Catalina le habrá hecho probar sus primeros vasitos de grapa, licor y el auténtico café “petróleo” del que mi vieja sigue siendo fan absoluta.

Con una madre que siempre le hizo saber que su presencia era una molestia, no es raro que mi vieja haya pasado la mitad de su vida adulta gritando a los cuatro vientos “no la quiero”.  Toda una declaración de desamor que tiene un digno justificativo.  Sin juzgar, solamente repasando los hechos tal cual uno los ha escuchado y vivido.  Mi mamá, se fue convirtiendo de a poco, en la locura de mi abuelo.  Vino a cubrir la necesidad de “socia en la joda” que mi abuelo necesitaba.  Fue un buen padre, doy fé.  La llevaba a nadar en la playa, le enseñó a manejar antes de que llegara a los pedales y mientras estuvo con vida accedió con ternura y locura a todos sus caprichos hasta iniciarla en los juegos de azar (vicio que la acompañaría desde el Casino hasta el Bingo mientras la billetera y el cuerpo aguantaron).  Con la corona de hija única patinándole en la nuca, mi vieja no dio demasiado laburo a nivel estudio; se encargó de cerrarle bien el culo a la madre para que no tuviera oportunidad de rezongar por nada.  Buena estudiante, buenas calificaciones, Reina de belleza escolar, llegó a desfilar en una pasarela y salir en un diario (que mi abuela secretamente conservaba en una caja de zapatos junto con otros recuerditos como sus cartas “hot” y una foto de su padre).  Así se gestó la rivalidad entre estas dos mujeres.  Mi vieja era preciosa, mi abuela antes de pasar por un quirófano era la hermana menor del Conde Olaf (de Lemony Snicket); siempre basándonos en los cánones de belleza de la época y la presión social que existía y existe con respecto al aspecto físico de la mujer.  Sin embargo, para mi abuelo, la Condesa Olaf le había cerrado desde un principio.  Claro que todo principio tiene un final y en este caso fue una cirugía descomunal que mi abuelo pagó satisfaciendo uno de los  tantos
antojitos de estas dos mujeres que ahora gobernaban su vida.

Mi abuelo, a quien furtivamente pude verle un testículo fugitivo en la playa que se escapó de un suspensor flojo, era demasiado bueno (cabe destacar que la experiencia, a mis quince años me llevó a terapia de un fulbazo en el orto).  Pero retomando el testículo de mi abuelo, con los años rebobinando la escena de la playa (no sé por qué escucho de fondo en mi cabeza “no culpes a la noche, no culpes a la playa” de Luismi); me sorprendió el tamaño de esa bola.  No porque fuera inmensa, sino porque buscaba aire desesperadamente y porque conociendo a mi progenitora y a la suya, mi abuelita…me sorprendió que no arrastrara ambos escrotos por la arena dejando un surco del tamaño que deja el rastrillo que pasa el carpero del balneario a las 19 hs. buscando puchos y objetos de valor.  Si mi abuela hubiera sido una enfermedad, hubiera sido una venérea, si hubiera sido un político, hubiera sido Margaret Thatcher, si hubiera sido un bicho, hubiera sido una ladilla.  Molesta, inconformista, insatisfecha, rebelde, egoísta y celosa; ella quería a mi abuelo todo para ella.  Y todo lo que tenía mi abuelo también.  Nunca supo muy bien expresar cariño a nadie salvo a su pareja, le daba todo a él y al resto los restos.  Lo cuidó como un Rey y pocas personas pudieron entrar a ese palacio que ella construyó para él.  Su siesta era sagrada, sus mates eran sagrados, su ensalada de palmitos con pollo era intocable (inclusive para nietas que venían de la playa con la hambruna de ocho horas al sol metiendo panza sin ingerir ni media gota de otra cosa que no fuera Tab o agua mineral).  Pero mi abuelo, ningún boludo y criado por una madre amorosa, supo desarrollar afecto hacia sus descendientes; hacía todo de zurda para no violentar a su precioso collar de melones.  Así es como mi vieja gozó de autos Okm., dinero para gastar en ropa y la anuencia para casarse con mi papá; que calculo, a los ojos de la vieja sería un “tarambana” (modismo argento para nombrar a alguien alocado e informal).

Entonces mi abuela brindó con cara de orto en todas las fotos del casamiento de mis viejos.  Todavía no sé muy bien si le molestaba mi papá, le jodía que mi vieja fuera feliz o que existía lo posibilidad de que mi vieja siguiera engendrando competencia para su afecto hacia mi abuelo.  Lo que pasó, pasó.  Aparecimos mi hermana y yo, no en ese orden, pero vinimos a terminar de cagarle la vida.  No es que no le cayéramos en gracia.  Éramos divertidísimas, confinadas al lavadero y la habitación de la empleada doméstica (que se suicidó cuando éramos chicas, igual que una hermana de mi abuela…no hay que ser Sherlock Holmes para darse cuenta que mi abuela era más dolorosa que la formación del Sarmiento encima de tu cuerpo).  Tuvo que desaparecer mi abuelo, lamentablemente, para que mi abuela comenzara a encontrar amor donde antes no lo veía.  Lo encontró en su empleada doméstica, Mercedes y en sus hijos.  No puedo negar que tuvo atisbos de cariño con nosotras, sus nietas verdaderas, de vez en cuando (y si agarraba una buena racha en el Casino) nos tiraba dinero para comprar bikinis en Mar del Plata.  Pero hizo con nosotras lo que a ella le hizo la mujer de su papá.  La heladera prohibida, el baño para mear los centímetros cúbicos justos y a la hora correspondiente, el calefón se apaga a tal hora y si no te bañaste fuiste.  Su departamento de la playa era SUYO, y nosotros siempre fuimos infiltrados, ocupas.  Andaba detrás nuestro revolviendo placards en busca de material prohibido (calculo que marihuana, pornografía o alguna excusa para mandarnos de vuelta a nuestras casas).  Hasta el uso del teléfono era cronometrado religiosamente con un Rolex de pulsera que usó hasta que la taclearon en la Avenida Santa Fé y le arrancaron de la muñeca.

Retomando a la madre que me parió, que es la que nos interesa en esta entrada del blog.  ¿Qué se podía esperar como resultado de semejante crianza?  Les cuento.  Una fumadora compulsiva que pitaba hasta con broncoespasmos, que encendía cigarrillos cada dos horas de noche ya que el cuerpo se lo pedía a gritos sin dejarla dormir (matizaba un faso y una cucharada de jarabe antitusivo).  Llegó a fumar en la habitación de mi hijo de tres años que sufría de los bronquios, la tuve que echar de mi casa a las tres de la mañana en camisón por desobediente “no fumes en la habitación de mi hijo por favor”- le había advertido previamente.  Le suplicamos con mi hermana que deje de fumar por su bien y el de toda la gente que la rodeaba.  Se jactaba de que la ley de prohibición de fumar en bares no estaba implementada en provincia poniendo el brazo detrás de la silla tirándole el humo en la cara al bebé de la mesa contigua.  ¿Qué se podía esperar de esa crianza?  Una mujer adicta a todas las adicciones posibles menos las sanas.  Su vida, una vez desaparecido el amor de su vida, Juan Carlos (segunda pareja con cama afuera), fue en caída libre hacia el estrellato.  El estrellato contra una pared de hormigón que la dejó postrada, sin motivos, sin amigas y con dos hijas que intentan satisfacer sus caprichos como lo hiciera mi abuelo pero con escasos recursos.

Sin embargo, supo reponerse de una adicción al alcohol, que siempre me dio mucho orgullo sabiendo a ciencia cierta que muy pocos pueden salir sin volver a caer.  Mi vieja permanece sobria hace treinta años y desde hace cuatro años los tres atados de Colorado que se fumaba por día pasaron a la historia.  Supo, con entereza y voluntad, deshacerse de sus dos mejores amantes.  Eso me llena de admiración y encuentro una virtud donde muchos verán un defecto de fabricación.  Y si, digamos que su fabricación estuvo llena de errores, hay que ser muy hembra para digerir tanta mierda y no convertirse en una cloaca grande como la pileta de GEBA.  Nunca faltó a un acto escolar, hecha percha, agarrándose de las paredes yo sabía que estaba ahí por su tos seca de fumadora empedernida.  Era la que me llevaba a los mejores médicos y dentistas, la que a regañadientes me daba todos los gustos y hasta supo cocinar bastante bien aunque mi viejo opine lo contrario.  Yo sabía que podía contar con la mina.  Me iba a buscar a los cumpleaños de quince en plena dictadura militar, en camisón con un impermeable encima, y repartía a todas mis compañeras en diez cuadras a la redonda.  Me llevaba a la peluquería y yo sabía que podía compartir con ella solo unas pocas cosas que teníamos en común.  Porque nunca la embocó con un regalo, creo que porque no me conocía y para ella un libro o música era tirar la guita.  En eso compartía más cosas con mi hermana, por eso nunca entendí por qué me regaló una reposera para mis diecinueve años para tomar sol cuando fui anti Febo desde que nací (y mi hermana un miembro dilecto de las “Adoratrices del Rey Sol y Rayito de sol filtro menos veinte”).

Mi vieja ahora, habiendo gastado sus balas como mejor le gustó, sin aceptar consejos ni sugerencias; soberbia, petulante e independiente se ve confinada en un departamento que logramos salvar de la timba (algo que solo frenó la falta de divisas, esto no fue una mera derrota al vicio) entregando sus días a dinamitar nuestras neuronas con culpas y demandas que lamentablemente no podemos satisfacer aunque quisiéramos.  Hablar con ella es escuchar una lista de quejas sobre la factura del celular, el pésimo servicio de cable, los dólares que cree le sobraron de alguna transacción inmobiliaria espolvoreando la semilla de la duda como si no fuera ya bastante duro ver a Carola Casini (porque mi vieja era un as del volante, una maravilla a la altura de Fangio) que apenas se puede desplazar de la cama a la cocina.  Llamarla es entrar en línea directa con una fábrica de miedos y una destilería de culpas que, ya le advertí, entiendo no lo hace para perjudicarnos porque estoy segura de que nos ama con locura; pero que termina evitando el contacto porque hablar con ella es como tomar un litro de ácido muriático on the rocks.  Horada por dentro, sus latiguillos son “pooooobreeee” (si se entera de que nietos o hijos están laburando, porque para ella laburar es una maldición gitana, evidentemente) o su consabida “tengo miedo de que…(completar con lo que se les ocurra)”.  Es portadora de todas las noticias nefastas del planeta ya que se alimenta a noticieros que presagian plagas, accidentes en las rutas que transitan nuestros hijos, incendios en boliches, asesinatos, robos a mano armada y todo aquello que pueda paralizarte en menos de cinco segundos como el veneno de la Black Mamba (la serpiente venenosa de Kill Bill).  A veces entro a ducharme y puedo escuchar la explosión del termotanque, puedo ver a mi hijo incrustado debajo de un camión a mitad de la noche o a mi sobrino preso por tenencia de estupefacientes en algún país latinoamericano.

Eso genera mi vieja, ese extraño trago semi-amargo, mezcla del Campari que tanto le gustaba con un poco del dulzor de una naranja.  Por momentos escucha, entiende y hasta aconseja bien.  Por momentos querés estamparla contra una pared hasta que se le impriman los ladrillos en todo el cuerpo.  Por momentos querés acurrucarla, acunarla hasta que se duerma y no le duelan más las piernas, y a los dos segundos querés salir corriendo hasta La Paz-Bolivia para aprender a hacer artesanías y darle la mano a Evo.  La extrañás, la pasás a buscar y en cuanto te trajeron el café querés troquelarte las venas con la cucharita.  Tiene ese poder fascinante, endiablado, hipnótico de atraerte para derribarte como un misil tierra aire.  Te dinamita la autoestima (como lo hizo mi abuela con ella) esbozando “me parece que tenés unos kilitos de más”, “te dejaste los rulos? Ahhhh bue,  más rubio y más lacio te queda mejor”.  A ver mamá: siempre voy a tener unos kilitos de más porque me gusta morfar y chupar.  Me gusta leer, escribir, ver la misma peli que me gustó cien veces (aunque para vos esa sea una extraña adicción), me gusta tener amigas jóvenes (y eso no me convierte en una freak pendevieja) porque me nutren de alegría, música, recomendaciones de cine y teatro y porque me contagian su entusiasmo.  Siempre tuve rulos, lamento haberlos planchado sistemáticamente para complacerte (primero con la toca, después con la planchita y luego el alisado) y temerle a la humedad y la neblina como si fueran la nube de Chernobyl.  Lamento no ser la flaca lacia rubia de tus sueños, no voy ni quiero ser Valeria Mazza.  Soy yo, la que te cocina los fideos que te gustan y las milanesas con mucha provenzal.  Lamento también el daño que te hizo tu madre y lamento el daño que le hizo a ella su madre; porque tu vida hubiera sido diferente si te hubiera criado alguien con dos dedos de frente y un poco de amor aprendido en el calor de un hogar sano.  Sin querer, sin un propósito de destruir pero causando idéntico daño, dinamitaste nuestras cabezas.  Sé que si te dieras cuenta llorarías hasta el 2018, por eso te sigo buscando con algunas licencias como sacar la cabeza del agua de vez en cuando para respirar, y volver a sumergirme en tu inframundo oscuro y lapidario, sentencioso y prejuicioso.  Estoy segura de que nos querés, estoy segura de que te quiero.  Pero es difícil sostenerse en pie cuando hay un tsunami de tragedias, demandas y quejas a tu alrededor.

Pero, si hay algo que redime a mi madre es su producto, sus hijas.  Estamos lejos de ser perfectas, estamos llenas de temores, conflictos, defectos de construcción y errores que ya no sé si curan un Psicólogo o una tortilla de clonazepam.  Pero somos dos buenas personas, honestas, laburadoras, buenas madres y sobretodo buenas hijas.  Algo de lo que hiciste funcionó bien, lograste sobreponerte al modelo, a la educación y a pesar de las contras construiste esto que somos.


Espero que el “Todo sobre mi madre” de mi hijo, si algún día lo escribe, pueda contar con un poco más de cosas bonitas.  Seguramente va a tener una lista de  cosas para reprochar, espero haber cometido errores nuevos, de esos que no pude ver en mi madre y mi abuela.  Espero no haber tropezado con las mismas piedras, haber aprendido o heredado lo bueno y evitar aquello que pude identificar en carne propia…duele como la puta madre.  El amor, deformado, encriptado y enviciado llegó.  No sé cómo pero llegó.  Ojalá esté llegando ahora, al bisnieto de Bertha, al nieto de Mirtha y al hijo de la que suscribe.