viernes, 31 de octubre de 2008

Adorado retoño




Niños, púberes, adolescentes y jóvenes (Dios nos libre de ellos haciéndolos crecer lo más rápido posible)


Nuestros adoradísimos retoños son el sol que ilumina nuestras vidas. Nuestros tesoritos, nuestros “divinores” más absolutos. Sin embargo, más de una vez les hemos medido la circunferencia del cogote con nuestras propias manos o los hemos corrido a zapatillazo limpio por toda la casa (fracasando con todo éxito). Porque si hay algo que tienen en común todos estos seres que no han alcanzado los 21 años, es la capacidad de rompernos los huevos en forma colosal, desde que se levantan hasta que se acuestan. Son nuestros, los hemos llevado nueve meses en la panza, trasladándonos cual ballena varada de la cocina al baño ladeándonos para no perder el equilibrio…y así nos pagan?. Si alguien pudiera pasarnos un videíto de la clase de vida que vamos a llevar cuando esa cosita sea escupida por nuestros cuerpos como el bicho de Alien, seguramente la población mundial se reduciría a un tercio (por lo bajo). En el momento en que ese ser idolatrado, cuando no idealizado, pone las patas en nuestras vidas; nuestras vidas dejan de ser nuestras y se acabó lo que se daba (léase la paz). No más dormir hasta la hora que uno quiera, no más hacer uso de todas las instalaciones de la casa a gusto y piaccere, no más comer lo que a uno se le canta y a la hora que uno le pinta. El mundo comienza a girar en torno a ellos. Y a medida que pasa el tiempo, el mundo empieza a girar cada vez más rápido; para cuando el pibe tiene catorce años uno ya tiene un mareo padre y ha perdido completamente el norte. Porque estas cosas vienen sin manual de instrucciones, sin escrúpulos, sin registro de que existen otras personas en el mundo comenzando por los padres y porque han sido genéticamente diseñados para hacernos la vida muy miserable de a ratos. No es que uno no los disfrute, uno los ama incondicionalmente; el tema es que ellos lo saben y se aprovechan de la situación como un turco del Once frente a un container de toallas made in Taiwan.
Desde que a uno se le escapa la primera cara de pelotudo cuando los mira dormirse, los tipos ya nos tienen tomado el tiempo. Succionando vertiginosamente el chupete, estos monstruitos han detectado nuestro Talón de Aquiles y en cuestión de horas desarrollarán las más sucias estrategias para emputecernos la existencia. Comenzarán llorando cada media hora obligándonos a levantarlos de la cuna para ver si el pañal está mojado o están padeciendo un pedito atravesado. Bueno, eso es lo que pensamos nosotros; el crío se está regocijando viendo nuestras caras de desesperación mientras se acurruca en nuestro pecho emitiendo ruiditos adorables que obnubilan nuestro juicio y nos arrastran a cometer pecados horripilantes tales como llevarlos a nuestra cama (de la cual no querrán partir ni aún con quince años cumplidos). Se saben todos los trucos y para los seis meses ya nos tienen completamente dominados, sometidos a la más truculenta esclavitud. Saben que nos aterroriza la idea de que algo malo pueda pasarles, así que viven levantando fiebre, infestándose de mocos verdes, contrayendo extraños virus en el Jardín, brotándose como frambuesas con las siete eruptivas de libro más las cinco nuevas que salieron este año. Nos escupen la jeringa entera con el corticoide que les curaría la tos (si lo tomaran) obligándonos a taparles las fosas nasales para que abran la boca y encajarles el segundo jeringazo directo a la epiglotis. Después nos asaltará la duda porque nunca sabremos si les dimos de más o de menos y la culpa por haber incurrido en un método tan medieval para medicarlos. Vomitarán en los taxis, en las casas de amigos (sobre el sillón nuevo color camel), llorarán sin prisa y sin pausa en todos los eventos sociales jodiéndole la vida hasta a los sordos llegando al extremo de hacer crisis de ahogo si no lograron la atención adecuada.
Para cuando aterrizan en el Jardín, estos enanitos macabros se encargarán de hacernos comparecer frente a ejércitos de Psicopedagogas y maestras que nos entrevistarán con mirada inquisidora porque el pibe todavía se mea encima y muerde como un perro rabioso. Llorarán todas las tardes a la entrada arrastrándose colgados de nuestras polleras como si fueran a ser llevados al tren que los deportará a Auschwitz cuando en realidad uno paga para que ellos se diviertan con gente de su edad. Pero la gente de su edad es de la misma calaña que ellos, así que puede que la pasen mal y vuelvan a casa arañados y escupidos por una criaturita de similares cualidades.
En la primaria, este mecanismo evolucionado creado para joder la vida de los padres volverá llorando porque lo cascaron en el micro (haciéndonos pelear con el chofer, el otro pendejo, los padres del otro pendejo y la directora del colegio). Se resistirán desde el vamos a recortar y pegar y dibujar; obligándonos a hacer collages y terminar de pintar lo que dejaron inconcluso para jugar a la Play o mirar sus cinco horas diarias de anime japonés. Luego destruirán la mitad de los adornos de la casa jugando a Drangon Ball Z con el vecinito, que es una copia mejorada del turrito que supimos conseguir. Se colgarán de las cortinas, harán experimentos con las mascotas de la casa y volcarán compulsivamente la chocolatada sobre el mantel recién planchado.
La tarea es un capítulo aparte. La dichosa tarea deberían hacerla los maestros que la mandan para la casa, ya que siempre terminamos haciéndola nosotros o estampándo a nuestros críos contra una pared para que la hagan. Cada cosa que tengan que estudiar la estudiaremos nosotros por enésima vez, como si nunca hubiéramos pasado por la Escuela Primaria. La mitocondria, el átomo, las fracciones, los números romanos, el sujeto y el predicado; todo lo vamos a volver a ver con nuestros chicos. Batallas campales en el comedor diario, serán libradas cuando corroboremos que luego de hablar hasta quedar con la boca seca, los delincuentes se dedicaron a poner la mente en blanco demostrando cero interés por la lección que están repasando. Nos llamarán del colegio diecinueve veces por mes porque “el alumno” se olvida la carpeta de Arte o le pegó a fulanito un chicle en el flequillo. Pero saldrán airosos de todas las contiendas poniendo cara de angelitos derrotados y esbozando un “te quiero” como si eso fuera a mandar los jugos gástricos a donde realmente pertenecen (el estómago).
Para cuando entran en la Secundaria, estos individuos son altamente peligrosos. Circulan en manadas pavoneándose con extraños peinados y miradas desafiantes que meten miedo. Irán de aquí para allá en sus motitos con el caño de escape arruinado, profiriendo ruidos insoportables a la hora de la siesta, momento en el que habrán de pasar por la puerta de casa unas diecisiete veces por hora. Se gritarán, se putearán entre ellos y se dedicaran a desmadrarse aterrorizando al barrio con sus vandálicas obras. Entrarán a las casas ajenas, tiraran piedras a los transeúntes y a las casas de sus enemigos, con el único fin de romper algún vidrio y salir corriendo. Harán pelear a los padres con todos sus vecinos y sostendrán sus mentiras hasta el último momento, con carita de refugiado etíope y lágrimas de cocodrilo aflorando en los ojos. Nos cansaremos de firmar boletines con llamadas de atención, amonestaciones y unos en Ciencias Sociales (porque la Profe me tiene montado en un huevo, MA). Por supuesto “todos” desaprobaron “todo”, como si a uno le importara el vago del compañerito de banco, que es la versión corregida y aumentada de Robledo Puch. Pero ellos siempre invocarán a los mediocres para destacarse con total orgullo, llevándose la mitad de las materias a diciembre y la otra mitad a marzo y junio. Eso sí, seremos nosotros los que terminaremos carne de diván, desnudando nuestros más oscuros secretos al terapeuta que nos confirmará nuestras peores sospechas…lo que le pasa al crío es nuestra absoluta culpa. Abatidos, volveremos a casa pidiendo disculpas por cambiar de canal (porque Los Simpson son la nueva Biblia del 2000) o solicitando autorización para usar la computadora (que ellos están usando para estudiar…los trucos del Counter Strike). Se negarán a bañarse por miedo a que se les diluya la identidad flogger con el agua, impedirán que se les corte el pelo albergando a un contingente de piojos del tamaño de la población de la India y para cuando descubran lo que tienen entre piernas perderemos todo contacto con sus mentes ya que la irrigación cerebral se concentrará en el bajo vientre así como también sus manualidades. Perderemos las voces de tanto gritar, pero así y todo no lograremos evitar que sus habitaciones se conviertan en pocilgas y/o viveros naturales para la conservación de especies tales como bichos bolitas, arañas, piojos, pulgas y garrapatas. Todo, absolutamente todo, vivirá en el piso; pero recobrará una importancia vital cuando necesitan usar esa prenda que tanto aman y que tan bien les queda (generalmente una remera hecha harapos con la cara de un Marley fisurado fumándose un canuto). Por supuesto, nos preguntarán dónde dejaron la billetera, las llaves, la raqueta de tennis y la guitarra; como si nosotros fuéramos el archivo ambulante de la casa. Se ofenderán con nuestros comentarios, nos esconderán de sus amigos, nos tendrán prohibido contactarlos en la calle o firmar sus fotologs; pero nos llamarán a los gritos si se acabó la pasta dental o les duele la cabeza. Y como si esto fuera poco, se llevarán puestos nuestros salarios en salidas, ropa y cuanta cosa consideren imprescindible para sus subsistencias (léase entradas para conciertos, revistas de rock y el presupuesto en alimentos que nunca es suficiente). El portazo será el nuevo “must” de la temporada y la cara de culo la demostración de una insatisfacción perenne que, otra vez, nos hace sentir culpables. Entonces les daremos permiso para salir, esperando despiertos hasta las cuatro de la mañana, que aparezcan enteritos y nos cuenten cómo les fue. Obtendremos un desagradecido ladrido a cambio y nos iremos a dormir con la sensación de que hicimos algo malo, cuando en realidad lo único malo que hicimos fue permitirles salir cuando necesitan un milagro para pasar de año.

Criaturitas, adorables criaturitas de cabellos dorados y ojitos redondos. Proyectitos de personas con dientes de leche. Adolescentes de pelo sucio y cara de choclo…si pudiéramos volver el tiempo atrás y volver a elegir tenerlos…lo haríamos?.

Definitivamente SI.

Paula Ga, miembro activo de P.A.M.A. (Padres masoquistas agremiados)

martes, 28 de octubre de 2008

Vanidades



El universo femenino de las revistas glamorosas para descerebradas


Recuerdo la primera vez que posé mis ojos sobre una publicación femenina. Lo recuerdo vívidamente porque buscaba yo en ese montón de papeles coloridos, la causa del soponcio de mi abuela “Minina”, que atragantada con un pedazo de manzana verde intentaba explicarle a mi hermana de doce años el significado de la palabra “orgasmo”. Era el comienzo de los años ochenta y las publicaciones femeninas comenzaban a plasmar por escrito, los secretos de la sexualidad femenina entreverados con la receta de la tarta de puerros y la famosa dieta Scarsdale.
De aquellas primeras revistas, donde las modelos tenían carne alrededor de los huesos, parecían personas y las recetas de cocina no tenían nombres retorcidos como “camastro de hojas verdes” o “volcán de chocolate suizo y moras recogidas por la abuela”; sólo permaneció el mismo paradigma: la idiotez de sus lectoras y más aún de sus editoras. Las primeras pecaron de boludez al creer que con unos magros pesos podían bajar de peso, aprender a cocinar, encontrarse el punto G mirando sus genitales en un espejo, enloquecer al sexo opuesto (o llevarse al chongo deseado puesto), hacer ese espléndido vestido en casa en media hora o maquillarse y peinarse igualitas a la modelo top del momento (y quedar así como la de la fotito de tapa). Las segundas pecaron de traición a su propio género, permitiendo que salieran a la venta pasquines berretas infestados de estupideces que, no sólo no le sirven a nadie; minaron las cabezas de sus lectoras con imágenes retocadas de mujeres irreales e inalcanzables que las más débiles e ingenuas no pudieron procesar inmolándose en una carrera hueca y sin fin para lograr una silueta perfecta de photoshop.
Una cuota de superficialidad no viene mal y mirar carteras lindas en un catálogo no es un pecado, al contrario, es un placer (sobretodo si la cartera está disponible en nuestro país y se puede pagar con un mínimo porcentaje del salario, cosa que casi nunca ocurre). Pero cuando la publicación se va de mambo y te explica con pelos y señales como practicarle un cunnilingus a tu compañerita del secundario o cuántos dedos es conveniente insertar en los esfínteres de tu partenaire sexual, estamos frente a un problema. Porque la persona que escribe estos consejos, probablemente sea la misma que inventa el horóscopo semanal y la que pega la receta de la terrina de vegetales que en su puta vida se le cruzó hacer.
No es que una sea una mojigata que piense que la vagina no debería nombrarse en una revista. Pero cuando la ves mezclada con la foto de una paella y los diez consejos para evitar que él se vaya con tu amiga, la cosa se pone grotesca, cuando no barata.
He visto mujeres enloquecer por revistas que te prometen la solución para la dispersión de tu hijo en el colegio y cómo elegir el mejor cirujano plástico para rellenarte los labios de botox o elegir la prótesis mamaria adecuada para encantarlo a EL. Y todo porque la revistita viene con un lindo espejito para la playa y dos sobrecitos de crema enjuague anti-frizz. Muchas también las consumen para ver qué trapos desterrar de sus guardarropas y cómo hacer (probablemente serruchar el presupuesto destinado a alimentos) para agenciarte esa cartera que cuesta lo mismo que un doble by pass en la Clínica Mayo. Te aleccionan sobre salud y cómo buscarte nódulos en las tetas, cuando la realidad es que la mejor forma es visitar al médico y dejar de tomar sol a lo Tutankamón; cosa que la revista te va a decir en forma contradictoria: te mostrará la última moda en bikinis con mujeres hiper bronceadas, te venderá el bronceador, el aceite para auto-freírte, el bloqueador solar y después vendrán los consejos para evitar el cáncer de piel (todo en las primeras cuatro páginas de la publicación).
Por supuesto, estas revistas gozan de la total ausencia de alimento para la croqueta (léase cerebro). Rara vez recomiendan un libro que no sea un novelón rosa de décima o el último disco de Madonna. Jamás un artículo sobre cultura, un ensayo filosófico, una columna para aprender algo que no sea redecorar el espejo del living pegándole los caracolitos recolectados en la playa el último verano o cómo fabricar una máscara facial descongestiva a base de pepinos.
Se supone que las lectoras de estas revistas no piensan, no escuchan música, no leen demasiado y se cuelgan con las fotos de los desfiles y los chismes del espectáculo. Y pensar que con el precio de dos o tres de ellas te podés comprar un regio libro que vas a tardar en leer tres o cuatro veces más que la revista (cuyas escasas letras se esfuman en una ida al baño, y si por mí fuera usaría de papel sanitario).
Ahora la gran pregunta: ¿Se publican ese tipo de revistas porque las mujeres no tienen otra cosa que leer o son todas estúpidas y los especialistas en marketing lo saben?. Quiero creer que nos subestiman. Que piensan que no nos da para más. Que si vemos la cartera de Hérmes que vale dos mil euros vamos a enloquecer de alegría pensando que algún día la tendremos. Que si nuestros novios no nos quieren vamos a salir corriendo a agregarnos tetas, a succionarnos caderas, a agrandarnos los labios, a teñirnos el pelo o limarnos el tabique nasal. Porque si hay algo que estas revistas proponen, es que seamos todas iguales. Flacas etéreas, rayando la anorexia, con cara de angustia (porque ahora ya nadie se ríe en las gráficas de moda), con cabellos sin Frizz (el gran problema de esta década…Dios no permita que se pare un pelo!), usando la misma ropa, los mismos zapatos, el mismo rubor y los mismos diez consejos en la cama. No hay espacio para la diversidad, para el placer de la carne (la carne con grasa en un plato que engorde y la carne con un poco de grasa en la cama), para lo distinto, para lo inusual, para lo que transgrede las normas o rompe el paradigma de la mujer objeto que tiene caca en la cabeza y la exhibe con orgullo.

Como esas mujeres que suben chochas al auto, con su cosecha de revistitas de verano para tirarse panza arriba, bajo el sol en la reposera. Una para ellas, una glamorosa, una que exuda vanidad, otra que se llama como ella y dos o tres de chimentos para leer un poco de actualidad. Así se enterarán que la última moda es arrasar con todo el vello púbico, que el pescado de mar tiene omega 3, que la rúcula con nueces es ideal para acompañar las carnes, que si su hijo no se queda quieto en la escuela se lo puede drogar con ritalina y santo remedio, que si a su pareja no se le para puede que se esté curtiendo otra mina, que este año se usa el violeta, que a él le gusta que le chupen el lóbulo de la oreja mientras le susurran obscenidades al oído, que para la familia lo mejor es llevar a la abuela al geriátrico y al perro al veterinario si se frota el ano en la alfombra persa, que Angelina Jolie está peleada con Brad y a los nativos de Escorpio se les viene la noche en materia legal.

Bueno, en realidad la revista no es cara en comparación con lo que hay que gastar para pertenecer, parecerse y convertirse en una mujer “comme il faut”.
Dios nos libre de romper el paradigma…

jueves, 23 de octubre de 2008

Intolerantes, intemperantes y combustibles



Mecha corta

Dícese de aquellas personalidades altamente combustibles que reaccionan exacerbadamente ante cualquier estímulo medianamente irritante…o a veces, ni siquiera.
Estas personas tienen los umbrales de tolerancia al prójimo por los subsuelos. Su agresividad es una condición latente como el iceberg gigante que abrió al Titanic como una latita de atún. Está ahí, debajo de la superficie, esperando el talón del intrépido bañista para quedarse con un cacho de pierna cual piraña famélica. Una palabra, un gesto, una acción aparentemente inofensiva puede desatar la ira inesperada de un “mecha corta”, justamente porque el piolín que une la llamita con la bomba mide unos escasos 5 centímetros. Detonar a un “mecha corta” suele ser una experiencia desagradable, cuando no se los conoce; sin embargo, se transforma en un deporte (yo me atrevería a decir una ciencia) cuando uno se ejercita lo suficiente como para rajar antes de ser agredido.

No se conoce muy bien, la génesis de un “mecha corta”. Algunos dicen que son personas que, cuando niños, fueron ensartados sin aviso por alguna abuela que los tenía a cargo; quien les introdujo un termómetro en el recto para medirles la temperatura corporal. Esta imprevista penetración desataría en estas personas, un complicado mecanismo de autopreservación que los induce a cerrar todos los esfínteres ante la más mínima amenaza de invasión o intromisión en la zona de confort. De la misma manera, a medida que evolucionan, no sólo desarrollan este mecanismo, también le agregan estrategias de ataque y defensa. Es por esto, que el tierno crío al cuidado de su abuelita que con toda la buena intención de una persona mayor con Alzheimer obedeció las órdenes de su hija tomándole la temperatura cada dos horas, termine convirtiéndose en un alacrán venenoso (esto se verá ostensiblemente incrementado si la abuelita confundió el barómetro del balcón con el instrumento diseñado para los fines antes descriptos).

El “mecha corta” en la oficina, es aquel personaje que transita sus días entre el amor y el odio, la dicha y la angustia, la parsimonia y la intolerancia. Es el tipo que te pregunta si está todo bien con una sonrisa Colgate estampada en la cara y a los cinco minutos te manda a la ostra de la cotorra si le pediste algo que no está exclusivamente descripto dentro de las funciones para las cuales fue contratado. Oscila entre la cara de bragueta y una ligera caripela de insatisfacción o furia reprimida. Este tipo de personas libran luchas cotidianas por evitar que se les escape la tortuga, que pugna por salir descamisada y convertida en un tiranosaurio Rex al mejor estilo Dr. Jekyll o El increíble Hulk. Son capaces de enervarse porque les corrieron el cenicero de lugar o no llegaron a contestar el teléfono a tiempo. Se les sube la sangre a la cabeza porque algo no salió como esperaban, entonces no se controlan a la hora de usar todo el rosario de puteadas conocidas en la lengua materna y alguna otra atrocidad en el idioma que se les haya pegado porque les gustó como sonaba la guarangada. Se les salta la cadena y arremeten contra quien tengan en frente, aún cuando ese pobre infeliz no sea el causante de su ira (el causante encendió la mecha y se puso a resguardo mirando la situación desde un lugar seguro…seguro de disfrutar del espectáculo que ha montado y que le proporcionará un rush de adrenalina embriagador).
Son de revolear llaves, celulares (ajenos), el mouse de la pc y hasta el monitor, llegado el caso. Gritan, rara vez escuchan y pueden aumentar un tercio de su masa corporal en estado de excitación absoluta, no así sus genitales, que lejos de expandirse se contraen en sintonía con los esfínteres (sobretodo los anales).

El “mecha corta” en la vida cotidiana es aquella persona que uno escucha rezongar en la manzana, cuando camina por la calle. Es aquel que se pelea con el pronosticador del noticiero porque ayer llovió y no lo dijo. Es el que insulta al portero del edificio porque no estaba paradito para abrirle la puerta cuando llegaba del supermercado. Es la persona que, en un rapto de locura, arranca el auto con el semáforo en rojo (a bocinazos limpios) porque está seguro de que está descompuesto. Se lleva puesta la barrera del peaje, va haciéndole luces en el carril izquierdo al auto que tiene a un kilómetro de distancia (para que lo vaya sabiendo). Es el que se pasa de las bajadas y los puentes porque va como un loco descosido, probablemente gritándole a la mujer porque se olvidó de traerle los lentes de sol o no trajo la dirección del Pediatra de los chicos. Es el que se infarta en el sillón de la casa puteando al DT de su equipo de futbol favorito porque no puso a Mengano o a Sultano y “aunque ganamos, merecimos hacer una diferencia de 3 goles en lugar de dos”. El “mecha corta” lee el diario y lo comenta a los gritos. Le grita a la mujer, que acostumbrada a sus exabruptos hace media hora que lo dejó solo con su desayuno. Entonces le grita a la mucama, que revolea los ojos para arriba y sueña con degollarlo con el mismo Ginsu con el que está limpiando el pollo. Le grita a los hijos, porque no demuestran interés por la caída de la Bolsa, por lo tanto no pueden empatizar con su furia. Le grita al perro (rottweiler) que no tiene opinión formada sobre la Bolsa, pero intuye que debe ser grave porque no ha sido reprendido, como todas las mañanas, por gasearse en la cocina. No contento con generar el clima de discordia reinante, seguirá destilando rabia mientras se ducha, mientras se viste y mientras se despide ladrando.

Los mecha corta jugando juegos de azar y en los deportes son las típicas personas que revolean raquetas de tennis a lo Mc Enroe, los que cuando van perdiendo revuelven el mazo de cartas o patean el tablero del Estanciero o simplemente se levantan y se las toman. Son los que azotan los flippers y las maquinitas de los juegos electrónicos, los que te tachan la hoja en el tutti fruti, te mezclan los porotos en el truco o te arrojan todos los peones en la cabeza cuando pierden al Ajedrez. Viven comprando joysticks y controles de play porque las incrustan en el piso, sacados como volcán en erupción, porque la maquinita les hizo un gol en el Winning Eleven. Si juegan on line terminan causando un conflicto internacional con Colombia porque insultan al pobre santo que les ganó al dominó desde Bogotá (tratándolo de negro cabeza, sudaca y cafetero).

En los espacios de esparcimiento, como el cine o el teatro; son los intolerantes de libro, aquellos que se levantan en medio de la película para agarrarse con el de la fila 3 que hace ruiditos cuando besa a la novia o el de la fila 5 que no termina de pelar el caramelito (y ellos están sentados en la 18). Se enojan con el acomodador porque la ubicación les parece funesta, les agarra un ataque de caspa si la señora que tienen adelante lleva el pelo batido y mide un metro ochenta, o el actor del espectáculo se mete con el público “que el zurdito este no se meta conmigo porque lo emboco”. Protestan porque el Toblerone vale el doble en la sala y el agua la cobran como una botella del más fino Malbec. Despotrican porque la obra no comienza a las diez, como rezaba la entrada y por la falta de respeto de aquellos que llegan cinco minutos tarde. El tema es que tienen razón, pero pueden pasarse el resto del espectáculo odiando al que llegó tarde, al punto de perderse la obra mascullando epítetos en voz baja mientras no le quitan la vista de encima. Los ingresos y los egresos a cualquier evento serán una excusa más para desatar al monstruo que llevan dentro. Si hacen la fila, putearán porque no habría que hacerla ya que las entradas están numeradas. Pero si la hacen, se pasarán media hora cuidando que nadie les robe el lugar, aunque las entradas estén numeradas. Cuando están en el cine obligarán a todo el mundo a arrastrarse porque al final de la peli quieren ver todos los títulos, o bien, se perderán el final para llegar antes que nadie al estacionamiento y evacuar la sala tranquilitos (tragándose los escalones a oscuras y pisando a media humanidad).
En los restaurantes serán un dolor de huevos para el pobre mozo que les toque en suerte. Devolverán la carne porque está cruda, el hielo porque está demasiado frío, la gaseosa porque tiene muchas burbujas y los fideos porque están enredados (todo esto a los gritos para que no quede nadie sin enterarse que no les ha gustado el lugar, al que vuelven misteriosamente una semana más tarde).

Un “mecha corta” es una bomba de tiempo que detona todo el tiempo. Es alguien que no tiene paz ni le interesa obtenerla. Es una persona que da gusto exasperar porque uno conoce el mecanismo que los va a hacer estallar, qué botones apretar para ponerlos de la nuca. Sin embargo, y como todo combustible, las personas de este tipo debieran andar por la vida con un cartel que diga “handle with care” (manéjese con cuidado). Volátiles, peligrosos, agresivos e hirientes; los “mecha corta” generan un clima de guerra que los aísla y aleja de sus compañeros de trabajo, familia y amigos.
Una buena dosis de valeriana, o unos miligramos de clonazepam, y un revolcón por semana (mínimo) los puede ayudar bastante. Eso o mudarse al Tíbet (adonde secretamente lo quieren deportar sus compañeros de oficina, su mujer, su perro, sus hijos y la empleada doméstica).

domingo, 19 de octubre de 2008

DISOLUCIÓN DEL VÍNCULO POR INCOMPATIBILIDAD CINEMATOGRÁFICA

Divorcio en Cinemascope

Estando sentada en la oficina de la Sra. Jueza, esperando que mi ex marido le explique los motivos de nuestra presentación conjunta de divorcio, en la primera audiencia; comencé a repasar los puntos que hicieron de nuestra convivencia un suplicio. El que alguna vez supo llenar mis días de alegría, intentaba explicar lo inexplicable, al punto de negarse a hacerlo; con la Sra. Jueza intimándolo a exponer las causas (¿quién se hubiera imaginado que veinte años después de contraer matrimonio civil uno tiene que rendir cuentas al Estado por los despistes cometidos bajo esa figura legal?). Argumentando diferencias musicales irreconciliables e ideologías políticas radicalmente opuestas, mi ex le intentaba vender un buzón a una señora que perdía la paciencia (o no podía creer que esas fueran las auténticas causas de su voluntad divorcista). Mi mente, que siempre tiende a funcionar como una televisión con esquizofrenia, buscaba en sus archivos causales de divorcio de similar calibre para seguirle el juego a un acorralado cónyuge que no supo (o no quiso) ponerle nombre a su desdicha.

Fue en ese instante, en el que me bajó la ficha y sonaron todas las campanitas de la maquinita tragamonedas. Tenía yo un gran argumento, que debería estar tipificado en la Ley argentina y que, a mi entender, es una causal genuina de disolución matrimonial: LA INCOMPATIBILIDAD CINEMATOGRÁFICA.

Supimos ser unos tiernos noviecitos que vagaban por la calle Lavalle, tomados de la manito entrando en un cine para luego salir corriendo a la función siguiente del cine de enfrente. Adictos a la “silverscreen” como lo apodaron los norteamericanos, nuestros fines de semana transcurrían en el cine o en el video más cercano. Nos encantaba.
Básicamente consumíamos cine estadounidense porque era lo más popular, aunque a mí ya me había picado el bicho del cine europeo. Recuerdo haber salido maravillada luego de ver “El Baile” de Ettore Scola o quedar fascinada con “Manon del manantial” que alquilé en una noche de lluvia.
Pero era el boom de las pelis de policías, detectives, espías rusos, agentes del FBI, comandos, Navy Seals, escuadrones especializados en secuestros, narcos, submarinos, aviones y aviadores, negociadores, astronautas y grupos de elite. Además, se le sumaron las de ciencia ficción con todos los efectos especiales habidos y por haber, dos o tres aliens con cara de viejitos con Alzheimer y una horda de bichos raros que se reprodujeron en remeras, muñequitos y vasitos de locales de comidas rápidas.
No es que no haya disfrutado de las tres primeras de cada género, pero uno va creciendo (quiero creer) y se harta de la repetición porque quiere conocer otras cosas. Aprender otras culturas, ver cómo viven en Pakistán (donde las mujeres policías no bajan de Chevrolets Blazer negras con vidrios polarizados, traje sastre negro y un audífono con cable de teléfono en la oreja).
Para mí, con una Clarisse Starling atrapando a un psicópata asesino fue suficiente. Todas las que vinieron después a plagiarla, no le llegaron ni a los talones. Lecter fue mucho más escalofriante en la primera peli, psicoanalizando a la agente del FBI vidrio de por medio, que dándole de comer los sesos de Ray Liotta al nene en el avión (en la primer secuela).
¿Cuántos Films de terrorismo con secuestros de presidentes o amenazas de bombas nucleares se pueden hacer?. No estoy diciendo que no disfruté de “Duro de matar”, para la edad que tenía cuando la vi, era lo mejor que había visto en mi vida. Tenía veintipico y el mundo estaba a salvo porque los yanquis controlaban los campamentos terroristas en el desierto con sus poderosos satélites de última generación. Tan poderosos que podían ver al peligroso delincuente (que generalmente es de tez y ojos oscuros, tiene barba, bigotes y habla en un dialecto inentendible=léase cualquier idioma que no sea inglés) sacándose la cera de los oídos con un hisopo (que seguramente será capturado por los forenses para analizar el ADN y subir el perfil del tipo a los archivos del Pentágono, si es que la erraron con el misilazo y quedó algo para analizar).
Conspiraciones para acabar con el mundo, motines en un submarino, el típico cliché del negro que llega a rango de oficial pero nadie lo obedece porque nació en el Bronx, la minita que nació para la pasarela porque está más buena que el Quaker pero decide hacer carrera en el ejército (a mí no me engaña, es para ducharse con todo el escuadrón, qué joder!), el detective adicto o alcohólico a quien nadie le cree cuando atrapa al sospechoso de abastecer de heroína a toda la Costa Oeste de USA, la nenita del ex marine que es secuestrada dándole al padre carta blanca para desnucar tipos como pollos en granja avícola y la típica rutina del poli bueno y el poli malo. ¿Cuántas más hay que ver para saturarse con más de lo mismo y decir basta?.
Bueno, parece ser que hay un público para todo y las pelis se fueron multiplicando (porque lo que dio una vez, volverá a dar, así que para qué arriesgarse a contar algo nuevo?). Con los mismos actores deambulando de plomazo en plomazo hasta el hartazgo y para felicidad de mi ex, que las devoraba y devora aplaudiendo de pie ya que, la satisfacción es directamente proporcional al “body-count” (léase cadáver por fotograma) me fui saturando del consabido culebrón conspirativo pedorro de siempre.
No es que no me gusten la sangre y las balas. Me encantaron “El Padrino”, o “Kill Bill”; las vería hasta el cansancio. Pero me enerva la falta de originalidad de los guiones donde el malo siempre es el mismo actor que hizo de palestino en una, de afgano en otra y de árabe en tres más. Hasta los dibujitos animados no pudieron evadirse del cliché. Skar, el tío asesino de Simba en “El Rey León” es oscuro y tiene eyeliner negro (creo que es el primer tigre musulmán de la historia de Disney). O Ursula, la bruja de “La Sirenita” que es gordísima y fea, porque los buenos son siempre rubios y si son mujeres son réplicas de carne o cartoon de la muñeca Barbie.
Usaron y abusaron del típico clima de suspenso ante el contador regresivo de un relojito con un cable azul y uno rojo que detonará la bomba en veinte segundos que, gracias a la magia del cine, se multiplican como los panes en la Biblia para que la escena dure veinte MINUTOS. Que si corto el azul, que si corto el rojo. Que si me equivoco se acaba el mundo. Miradas de “adiós, dile a mi mujer que la amo” que se entrecruzan mientras el tarado tiene la pinza en la mano y si la pifia la mujer nunca se va a enterar porque el boludo que lo mira con compasión (encargado de dar el amoroso mensaje) va a volar en mil pedazos igual que él y si la cosa es nuclear puede que se reencuentre con la jermu en el cielo (literalmente, quizás los dedos de cada uno se rocen mientras vuelan por los aires).
Androides indestructibles que meten miedo en la primera y son perros labradores en la secuela porque el actor no se banca ser malo y está en plena campaña por la gobernación de California. Niños que son capaces de detener la detonación de ciento cincuenta misiles jugando a la Playstation con la compu del Pentágono. Patotas de infradotados que evaden la exclusión social presentándose en forma voluntaria para inmolarse troquelando un asteroide del tamaño de Australia que amenaza con destruir el planeta en tres días. Rusos panzones y despiadados que traicionan a su patria por un maletín lleno de dólares (porque los únicos que traicionan a su patria son los rusos, los sudacas y los musulmanes). Helicópteros capaces de derribar ciudades, ciudades flotantes en la forma de portaaviones, tanques, computadoras que todo lo pueden (desde abrir puertas a distancia hasta limpiar una foto pixelada para descubrir la cara del francés tirabombas en París que se refleja en una ventanita de un edificio en Perú). Autos que colean y bajan escaleras inmaculados, agentes inmunes a la balacera del enemigo, pero que son capaces de derribar una docena de oscuros mafiosos eslovenos con una sola bala. Intercambio de miradas preocupadas frente a un monitor de pc mientras guían al agente por un edificio cuyas paredes son transparentes. La típica sórdida historia de ese agente que ignora ser traicionado por su propio Jefe, que lo quiere hundir porque ya no es confiable (y aparte se está comiendo a la mujer, un brazo del guión dedicado exclusivamente a la acompañante femenina del tío que paga la entrada al cine).
Y como cereza del postre los abrazos de alivio, los gestos de “tarea cumplida”, el homenaje sentido a los caídos en cumplimiento del deber, la entrega de la banderita triangulito a la viuda que estoicamente se sienta en la primera fila del entierro con los dos hijitos rubios de la mano, bancándose sin pestañear la explosión de las balas de salva.
Banderas que flamean debajo de los créditos con la típica musiquita de conquista y el mundo a salvo otra vez gracias a las gestiones de este grupo de super entrenados tuneados actores hollywoodenses que en la vida real no pueden manejar un auto sobrios y se desmayan si ven un indigente barbudo con cara sospechosa en la puerta de sus casas.
Ojo, no tengo bronca con todo el cine americano. Mi problema es con algunos géneros en particular que repiten la fórmula hasta el hastío, jugando con el olvido de los espectadores (o con la típica excusa de que la audiencia se renueva). Y odio con toda mi alma a las remakes, una vaga excusa para volver a hacer lo que ya se hizo, como si la versión original tuviera que aggiornarse para que la gente joven la aprecie o la digiera. Odio el cine que intenta dar lecciones para paparulos y entrega el mensaje masticado y descifrado para que no existan dudas de que cuando queremos decir “se patriota y juégate por tu nación” queremos decir “se patriota y juégate por tu nación”. Odio el cine que no permite el debate, el disenso, las interpretaciones diferentes; el cine que no se juega por lo que no es común, lo que sale de los parámetros, de la línea, lo que no es convencional ni van a ir a ver hordas hipnotizadas, pochocho en mano. Me gusta la imaginación, y también la ciencia ficción si está bien escrita. Prefiero una peli con buenos actores y diálogos consistentes que una secuencia sin fin de efectos especiales.

Pero volviendo al tema de la incompatibilidad cinematográfica, no puedo recordar el momento exacto, sí las peleas que se suscitaron y fueron creciendo a medida que pasaba el tiempo ante la mirada atónita del dueño del videoclub que, conociendo mis gustos, intentaba sin éxito que me llevara esa peli alemana que había ganado varios premios internacionales. Nos matábamos agarrados a la caja de “Las Invasiones bárbaras” porque yo la quería y él no estaba dispuesto a poner un peso por una peli europea sobre enfermedades terminales. Poco a poco nos fuimos distanciando en las góndolas del video de la misma manera que lo hicimos en la vida. Uno caminaba para el norte y el otro para el sur. Uno miraba “Air force one” por cuarta vez y el otro “Pequeña Miss Sunshine”. Para cuando me quise dar cuenta, no pude encontrar una sola película que nos gustara a los dos por igual. El videoclub fue un ring de box. Hasta que me resigné a ver lo que me gustaba a las tres de la mañana, como un vampiro que sale a nutrirse desesperado, en un mundo subterráneo y prohibido. Me banqué “La caída del halcón negro” unas dieciséis veces (la primera porque la peli está buena, las otras quince por el elenco masculino que está para el crimen organizado). No tuve la misma suerte cuando la peli era una favorita mía, siempre me quedé sentada sola comentándola con el perro, el gato o alguna araña trasnochadora.

Cuando me llegó la oportunidad de exponer las causas de mi voluntad de disolver el vínculo matrimonial, no pude argumentar la incompatibilidad cinematográfica. Era demasiado poco, sonaba muy banal, demasiado autocomplaciente. Sin embargo, estoy convencida que algún jurista debería ponerse a redactar en forma urgente un nuevo artículo a invocar a la hora de divorciarse, que incluya este argumento. Porque es un indicio más que evidente de la que cosa va para atrás, del acabose total; de que nadie quiere volver a intentar sentarse en un sillón, a embolarse como una ostra con otra película del agente de la CIA, francotirador eximio, karateka certificado, ingeniero políglota que puede salvar al mundo de la peor amenaza pero es incapaz de sacar a flote este matrimonio.

ALERTA DE EMBOLE HOLLYWOODENSE (para salir corriendo si en la descripción se mencionan los siguientes ingredientes)

- Abogado que lucha contra el sistema
- Ingeniero que “blows the whistle” (suena el silbato, da la señal de alerta)
- Submarino nuclear desmadrado
- Motín en portaaviones
- Cadete de escuela militar asesinado en extrañas circunstancias
- Pakistaní descubierto tomando clases de despegue en Miami
- Comando suicida
- Complot para asesinar al Presidente
- Secuestro de niñita rubia
- Asalto a caja fuerte de banco suizo
- Plan para rescatar rehenes en Colombia
- Novato se enlista en grupo de rescate elite
- Bombero con corazón de oro
- Analista de sistemas que se infiltra por error en la compu del Departamento de Defensa
- Forense con habilidades paranormales
- Secuestro de aviones
- Aviones que transportan animales que se escapan
- Aviones con tripulación envenenada
- Negros que llegan a la presidencia (hasta hace poco, ciencia ficción)
- Mujeres que manejan helicópteros
- Mujeres que llegan a Presidentes (ciencia ficción)
- Paramédicos en catástrofes naturales
- Catástrofes naturales
- Catástrofes artificiales
- Escuelas de pilotos de F-14
- Mafiosos italianos que se visten para el culo y se la pasan cocinando pasta al dente
- Entrenador ex alcohólico de equipo pueblerino de baseball que lo saca campeón
- La nena y el caballo
- El nene y el perro
- El chancho que habla
- El autito con sentimientos
- El cartoon de la licuadora que canta
- El desembarco de los aliens (que son todos feos)
- El pedófilo recuperado que casi pisa el palito con la vecinita
- El boxeador que vuelve y pierde hasta el último segundo de la peli
- El agente retirado cuya hija es secuestrada
- El detective despedido y su último caso
- La policía traumatizada porque la violaron de chica y tiene que investigar un caso de violación
- El abogado que defiende al asesino al que cree inocente
- Las cuatro negras culonas que se enamoran de raperos
- La cantante que logra triunfar
- El millonario que se enamora de la mucama hispana
- Rehenes en un autobús, ascensor u hospital
- Víctima inválida o no vidente que presencia un crímen espantoso
- Sitiado en su propia casa, se defiende con lo que puede de cinco asesinos
- La venganza del cornudo
- El asesino predador que fabrica jabón de tocador con sus víctimas
- La historia de amor cincuentón que termina mal
- El deportista que queda postrado pero se las ingenia para ganar en las Olimpíadas
- El triunfo de la voluntad
- El padre viudo que se vuelve a enamorar
- La madre viuda que se las ingenia para sobrevivir sin putanear
- El negro que se hace millonario después de pasarla para el culo
- El tesoro en el mar
- Los narcos que quieren recuperar la droga que se cayó al mar
- Los estudiantes que quieren debutar
- La nena que vuelve del más allá para acusar a su victimario
- Holocausto nuclear

The End (o como diría mi abuela Vicenta “tejend”)

viernes, 17 de octubre de 2008

¡Qué bonita vecindad!



El anonimato de la ciudad vs. La popularidad del suburbio

La vida en una gran ciudad adolece de muchas hermosas cosas. El silencio. Las noches estrelladas. El canto de los pájaros. Los rojos del otoño y los verdes de la primavera. El olor a pasto recién cortado, las puestas de sol. Y la turra de tu vecina que no para de estudiar tus movimientos como un científico que toma notas para su tesis, sobre los hábitos intestinales de una cotorra recién inyectada con el virus de la gripe aviar.

Cuando vivía en Capital, recuerdo haber conocido a vecinos en los ascensores, sin haber intercambiado más que un “Hola” o un distante “Buenas noches”. No es que uno no supiera nada de ellos, porque si eran ruidosos y el departamento moderno y de paredes efímeras como una cartulina, una se enteraba de todo. Otra buena vía de comunicación son los departamentos que tienen sistemas de calefacción por aire caliente, por esas rendijas de aire pasan el aire y las voces. Así era como me enteraba de chica, que el del 4 “A” trataba a sus hijos de “engendros del demonio” y puteaba a su mujer con un léxico digno de un camionero beodo. Hacía razzias a las tres de la mañana obligando a sus hijos a ordenar la habitación al más puro estilo G.I. Joe. Sus alaridos me despertaban pero no me incomodaban para nada, al contrario, escucharlo era seguir una radionovela. Todas las noches un nuevo capítulo. El tipo era un guaso de marca mayor, la esposa gimoteaba como una magdalena y los hijos, a medida que fueron creciendo se le fueron animando. Creo recordar que alguna vez le hicieron frente y hasta hubo un par de corridas y puñetazos. Pero cuando nos encontrábamos frente a los ascensores, eran la familia Patridge. Perfectos, impecables, impolutos. Ni un pelo fuera de lugar. Parecían cinco muñequitos Playmobil. Derechitos, planchaditos, calladitos y super educadísimos.
Ya en mi primer departamento de casada, tuve acceso a canal porno. Bueno, porno-radio por llamarlo de alguna manera. La pareja que dormía (es un decir) encima mío, los del 2° “C”, se entregaban a maratónicas sesiones de sexo parlante (a veces aullante) haciendo uso del diccionario lunfardo completo con más los jadeos y suspiros propios de la situación. Como el departamento era relativamente nuevo, las paredes eran completamente huecas y con sólo apoyar un vaso y la oreja sobre el culo del mismo, uno podía enterarse de la conversación completa sin perder fidelidad en la transmisión de datos. Así es como supe qué le gustaba a ella, qué pedía él y cómo se llamaban el uno al otro antes de acabar…con el griterío. Lo mejor del caso era encontrarnos en los pasillos y ponerles cara a estos dos atletas del amor, con boca de guanacos. Dos criaturitas inofensivas, ella un metro cincuenta de pura fragilidad blanquecina y cara de carmelita descalza. El, un señor serio con cara de técnico radiológico; menudo, panzoncito, la pulcritud con patas. Nadie en su sano juicio hubiera imaginado que estos dos elementos podían proferir semejante sarta de palabrotas dignas de la más pesada hinchada futbolera.
Pero la realidad es que nadie sabía nada del otro. No podía sacarles la ficha porque no daba. Cada uno se encerraba en su madriguera y lo que pescaba era lo poco que lograba escuchar pared de por medio y sin esfuerzos. No recuerdo haber dedicado mis tardes a sacar un banquito al palier para ver a qué hora entraba fulanito o si menganito salía justo antes de que entrara pirulito. El único portador de la precisa era el Encargado, quien ha sido y será, el Master of the Game del chimento en un edificio.
Cuando tuve a mi hijo, me mudé a un departamento de paredes más finas aún, pero con vecinos bastante más discretos. No obstante, una noche, probando el Baby Call hice un descubrimiento que heló mis venas. El aparatito era regalo de una amiga, regalo medio al pedo porque la habitación del bebé quedaba a escasos cinco pasos de la mía (y el departamentito era un nicho japonés). Tuve que salir al lugar más alejado, la otra punta del balcón, para comprobar las bondades del mismo. Las bondades no vinieron de escuchar los llantos del bebé (que encima era un santo que jamás lloraba), vinieron de acercar el receptor a un cable (juro que de pura casualidad) e interceptar todas las llamadas telefónicas del edificio. Obviamente, un divertimento que duró poco ya que sin caras para unir a las voces, las conversaciones perdieron completamente su valor al punto de archivar el Baby Call para uso en la futura Mansión familiar que en un futuro adquiriríamos (cuando el bebé en cuestión cumpliera los diecinueve añitos).
Pero cuando uno sale a la calle en las ciudades, uno es un número. Una incógnita. Una equis. Nadie. Y eso tiene gran valor, sobretodo si logramos autoexcluirnos de las reuniones de consorcio y domiciliarnos lo más lejos posible del barrio de la suegra, madre etc...

En los suburbios la historia es bien diferente. Al más puro estilo norteamericano onda “Amas de casa desesperadas”, el día que yo bajaba mis canastos sobre el pasto (con los pelos parados, roñosa como un minero y empapada en transpiración); hicieron su aparición cual Arcángel Gabriel a la Virgen, dos señoras impecables como las Stepford Wives, a darme la bienvenida al barrio. Restregándome las manos sucias de tinta de diario en el culo de mis shorts y secándome el sudor de la frente con el antebrazo atiné a darles las gracias y un apretón, percatándome al instante que no sólo no me miraban a los ojos, estaban relojeando todo con la minuciosidad de un scanner Hewlett Packard.
Con el tiempo fui comprendiendo la dinámica de un barrio y le fui encontrando el sentido a la vieja frase “pueblo chico, infierno grande”. Se me acercaron dos o tres damas a las que no les alcanzo el tiempo que tarda la cafetera eléctrica en pasar medio litro de agua, para contarme todo sobre la loca de la esquina que chupa como una cuba y cuyo marido está en la lona porque se quedó con un vuelto cuando era gerente del Banco Provincia y lo echaron a patadas. O el del Subaru que vive a la vuelta, no solo es jugador compulsivo, lo suelen traer limado como una uña todos los viernes porque se toma hasta el agua de los floreros y aspira hasta el desodorante en polvo. O aquel carilindo que pasa en la pick up verde, que es drogón pero toca muy bien la guitarra. En una tarde me enteré de las miserias de cinco manzanas a la redonda. Hijos fumatas, padres cornudos, amas de casa con ataques de pánico, adolescentes chorros, abuelas promiscuas, tíos pajeros y hasta envenenadores de perros.
El chisme es el deporte nacional de un barrio o de una comunidad pueblerina acostumbrada a embolarse porque la vida es demasiado tranquila y para divertirse hay que hacer treinta kilómetros (y después volver en el estado en que uno generalmente está cuando vuelve=doblado). La gente es muy saludadora, solidaria y correcta; pero bajo esa mascarita de “dejá que te ayudo” se esconde un Cóndor trasandino que viene a hacerse un festival de carroña que luego desparramará entre sus más dilectas amistades. Cualquier comercio, la salida de la Misa dominical o la Plaza del pueblo son escenarios ideales para el intercambio de valiosa información que se propaga de boca en boca con la velocidad del agua que corre por una manguera, pero con la pérdida de información típica del teléfono descompuesto que todos alguna vez jugamos. Esa data se va suplantando por lo que el emisor crea haber escuchado y así es como la historia se sale de cauce tomando una dimensión gigantesca y muy diferente a la versión original. Es así como el pobre odontólogo que atendió de urgencia a la señora del Gol Gris termina teniendo una noche de ardorosa pasión con la madre de una compañerita de su hija (que después nos enteramos, era su propia hermana con dolor de muelas, que acaba de cambiar el Clio por un Gol).
El auto, otro estigma con el que hay que cargar cuando uno vive en un pueblo. El identificador de personas por excelencia, es en los pueblos un arma de doble filo. Por un lado es símbolo de status y poder, por el otro es ese cacharro que te delató cuando te apretabas, de zurda, al marido de García en el estacionamiento del autoservicio. Así te vayas a revolcar en los pastizales del campito del alemán que tiene cien hectáreas loteadas en venta. Siempre hay alguien con ojo rapaz que justo pasaba por ahí y vio el Fiat Blanco con los yuyos hasta la ventana y los vidrios empañados. Lo que tardes en dar una vuelta manzana completa es lo que tardará la gente en contarle a media docena de personas, lo mal que te quedó la tintura que te pegaste esa mañana y lo mucho que se te notan los cinco kilos que te pusiste encima en el invierno. Si le contaste al de la forrajería que se te murió el perro, para cuando llegues a la Panadería por lo menos tres personas te van a preguntar si es verdad que te envenenaron el perro y camino a la Farmacia tres más te preguntarán si tu marido liquido tu perro, cómo lo tomaste y si pensás darle una cucharada de Hortal en la sopa esa noche. Para el sábado, tu marido desaparecido (de viaje); estará muerto, envenenado y enterrado.
Todos saben todo. Será porque la gente camina con parsimonia y mira tu ropa colgada en la soga sacando cuentas de cuántas bombachas tenés colgadas, o se aprenden tus hábitos porque el perro desparrama la basura dejando tu intimidad consumidora al descubierto (y la del vecino cuyo gato juega con un forro texturizado que los perros le dejaron de regalo). Ni las aves cooperan con la intimidad de uno. Los chimangos destrozan las bolsas, pescando tampones y restos de comida donde los perros no alcanzan. Si llegás a las tres de la mañana los teros te delatan chillando como panelistas de Intrusos. Si estás en orsai, volviendo en puntitas de pie, una lechuza te seguirá con la más sarcástica mirada de desaprobación. Si te salvaste de los teros puede que te delate la liebre que pasa saltando al lado tuyo haciéndote pegar a vos, el alarido del siglo. También es muy probable que se arme la sinfónica de perros que van a ladrar desde la primera hasta la última cuadra del barrio (anunciando la novedad de boca en boca) apenas pongas una pata fuera del auto. Cuando estés por entrar en tu casa, voltearás la cabeza y te avivarás que una cortinita de la ventana de la casa de enfrente acaba de correrse a toda velocidad, signo inobjetable de que tu vecina, que no tiene un carajo que hacer, lleva un completísimo registro de tus idas y venidas.
Como si esto fuera poco, la vida social es muy activa ya que las parejas y las amas de casa suelen reunirse a cenar, a tomar el té o a jugar a las cartas. Es en esas reuniones donde no queda títere con cabeza y donde se tejen las telarañas de las historias que luego se contarán en el video club, la peluquería y el bicicletero. Nadie está exento, ni siquiera los chicos se salvan. Las maestras contarán los pormenores de los exámenes psicopedagógicos de sus alumnos, la Farmacéutica se hará rogar un poco pero a la larga vomitará el nombre de los cinco señores que compran Viagra todos los sábados, el dueño de la inmobiliaria delatará a la parejita que puso en venta la casa porque se separa y la esposa del médico dejará caer al pasar, el nombre del funcionario municipal con síndrome de colon irritable.
Están los que se quedan en la inacción y se conforman con diseminar chusmeríos baratos y están los más radicales que dan un paso más y enarbolan la bandera de la justicia barrial. Estos seres de mirada torva, labios finos y boca fruncida (en sintonía con el esfínter anal), dedican sus vidas a enderezar lo que está torcido (léase la vida de los otros). Como en la película que lleva el mismo nombre, y recomiendo, esta gente siente la convicción de que han sido llamados por Dios o el político de turno, para flagelar a sus semejantes en pos del bien común. Es por esto que vigilan, espían, escuchan, recuerdan, para luego objetar, criticar, censurar y hacerle la vida muy miserable a quienes no hagan las cosas como ellos quieren. Son los que se levantan tempranito a medir el tamaño de los caños de desagote de los lavarropas. Los que anotan quienes tienen la basura prolijita o la ligustrina bien podadita y el auto bien estacionadito paralelito a la acera. Son los que te tocan la puerta de casa un sábado de lluvia a las dos de la tarde para que les compres el bono barrial y de paso avisarte que tenés el árbol muy alto, o el cerco muy desmadrado o que tu perro algún día va a hacer caer a alguien de la bicicleta porque es negro y asusta (aunque el can sea el perro más pelotudo desde Scooby Doo y esté llenándole la cara de besos). Son las típicas personas que pretenden educar hijos ajenos reprendiendo a tres enanos de seis años que juegan a tirar piedritas al charco “que es mi charco porque está en la esquina de mi casa y me lo están tapando”. Les jode la velocidad pero son los primeros en poner la pata en el acelerador. Les jode el humo pero son los primeros en quemar parvas de hojas en un día de viento. Les jode el ladrido de tu perro como si el de ellos no tuviera cuerdas vocales. Básicamente les jode que el resto tenga una vida. Entonces tienen que destruir las vidas de los demás, para nivelar…para abajo.

Por eso, si estás pensando en mudarte al campo para conseguir un poco de paz y tranquilidad, tené en cuenta que el anonimato tiene valor. Que por cada una de arena viene una de cal. Que vas a vivir bajo el escrutinio de doscientos ojos que conocerán desde la marca de shampoo que usás hasta con quien curtiste el verano pasado. Eso sí, vas a tener el sauce, la puesta de sol, los teros, el coro de grillos, la liebre, los perros, la lechuza enjuiciadora y el olor a pasto recién cortadito…prolijito, prolijito.

martes, 14 de octubre de 2008

La insoportable verdad acerca de las vacaciones







UNA LISTA DE LAS COSAS QUE ODIO EN VACACIONES

Cualquier argento de ley, que se precie de ello, ha adherido con su playera presencia a las estadísticas que lo incluyen como veraneante de las costas bonaerenses y/o brasileras (dependiendo del valor del real o de la sacudida a la que eternamente nos tienen acostumbrados los comerciantes de la costa atlántica a la hora de actualizar los precios de carpas, hoteles, restaurantes, etc.).
Me encanta la playa, me fascina el mar, adoro Mar del Plata, Pinamar, Buzios, Río, Gesell y San Bernardo; lo que me fastidia soberanamente es la serie de detallecitos que enumero a continuación y de los que fui testigo/víctima en forma personal:

La gente.


Ya sé, yo pertenezco a la misma masa informe de carne con neuronas que deambula como zombies calcinados, con la entrepierna paspada y la boca partida por el sol asesino de las dos de la tarde; en la peatonal de cualquier destino playero en pleno mes de enero. Pero los odio. Los odio a todos. Y me odio por estar ahí metida, en un grito de dolor porque la tira del corpiño me estalla una a una, todas las ampollas regalo del Dios Febo. Odio chocarme con carnes acaloradas como yo, que miran sin ver, con los ojos inyectados y la mirada perdida en esa pizzería que tiene una fila de dos cuadras (pero un terrible descuento si te pedís los dos metros de pizza con fainá). Odio los chicos que me embadurnan con la bola de nieve de azúcar, descontrolados en lo más alto de un pico de hiperglucemia, gritando como marranos ante la mirada indiferente de padres a los que todo les chupa un soberano huevo. Odio a esos padres, que los dejan pisotearte en un café y correr alrededor de tu mesa evitando que puedas llevarte un par de rabas a la boca porque te golpean la silla cada vez que atinás a levantar el tenedor. Odio a los adolescentes, que se movilizan en masa, con olor a pescado porque hace seis días que solo se bañan en el mar y tienen el pelo duro como un león marino putrefacto.
Odio a los vendedores de los locales y los mozos de los restaurantes que te despachan como si tuvieras lepra porque les interesa el número, obviamente, y una vez que te destaparon la Coca te tienen de rehén en la mesa hasta que el culo te pide un habeas corpus.

La gula y la desidia del veraneante.


Odio que se desesperen por llegar más rápido al mostrador para pedir un helado descuajeringando media docena de jubiladas que quedan partidas en el camino. Odio que sean capaces de matarse frente a sus hijos por una mesa en una panchería, al punto de batirse a un duelo de palos de sombrillas para terminar sentados uno arriba del otro en una silla anunciando a los cuatro vientos “yo de aquí no me muevo”. Odio a los que piden una cucharada más de papas fritas o de puré para llegar al kilo en la rotisería (aunque nadie tenga hambre y termine en la basura).
Odio a los que en el hotel o el appart, aplican la filosofía “enshenate la panza en el desayuno que es gratis” y son capaces de comer hasta vomitar para ver si duran hasta la tarde sin gastar. Odio a los que en los hoteles se llenan el plato de panes, facturas y fiambres, dejando la mesa del desayuno desvastada a los que se levantan más tarde; para luego dejar todo a medio mordisquear o sin tocar porque no les dio el cuero para seguir fagocitando.
Odio los que se pelean porque la cena le llegó antes al de la mesa de al lado y le hacen una escena al pobre mozo que transpira como esquimal en baño turco y está a punto de expirar de pura hipertensión. Odio a los que esperan parados al lado de una mesa para asegurársela, apoyando el culo encima de los comensales que aún no han terminado su postre. Odio a los que parados esperando su turno para comer no pueden concentrarse en la charla con su pareja o su familia porque la mirada se va detrás de cada fuente de canelones que les pasa por al lado. Odio a los que deambulan clavándose un pancho que pierde mostaza mientras caminan, a los que llevan el pochocho acaramelado pegado como adornos del arbolito navideño, a los que sorben el fondo del cucurucho haciendo ruiditos y a los que el waffle les pierde enchastrando todo a su paso. Odio los padres que condonan el comportamiento de su prole que toca absolutamente todos los botones del ascensor automático del hotel inhabilitándolo por dos horas. O a aquellos que dejan que los críos corran vociferando a las siete de la mañana por los pasillos de las habitaciones despertando a todo el mundo. Habría que encerrarlos a todos y largarlos cuando cumplan cuarenta. O aprendan a leer y escribir en ruso, polaco y chino mandarín. Odio a los chicos que barrenan las holas y te apuntan directo a las rodillas o a las tetas. Les encajaría las tablitas hasta la quilla en el recto, y luego los enterraría hasta el cuello con mi palita de plástico Duravit. Odio los chicos que lloran, gimotean y piden helados, barquillos, monedas para el metegol, chupetines y sacarse una foto con el bañero. Algunos bañeros me caen bien, pero eso es tema de otra columna. Sorry, me fui al carajo.

Los ventajeros.


Odio a aquellos seres con vocación de vigilante que sienten la compulsión de ponerse el despertador para ir a la pileta a las 8 en punto para reservar las mejores reposeras apoyando una toalla en cada una (aunque al final del día no hayan utilizado siquiera una). Odio a los que se afanan los toallones compulsivamente. Y los jabones. Y las gorras de baño. Y las pantuflas. Y los adornos florales. Y los saleros. Y las servilletas de papel a dos manos para no gastar en Kleenex. Y a los que se meten la factura del desayuno en la mochila para hacerse la meriendita en la playa sin gastar un manguito extra. Odio a los que llegan primeros a la carpa y cambian todas las sillas de la propia por las mejores de las carpas vecinas, aunque después usen tan solo dos. Odio a los de la carpa vecina, que poco a poco te van corriendo de tu propio espacio porque alquilaron una sola carpa pero todos los días van quince adultos, veintidós chicos, trece adolescentes, cuatro abuelos, tres bebés en cochecito y el mastín napolitano. Odio a los que no dejan propina o a los que dejan que sus hijos le afanen las propinas a los mozos. Odio los que pagan con cien al cocacolero que pasará a cobrarles después, sabiendo de antemano que es el último día de vacaciones y le hicieron diez mangos. Odio a los que invocan a algún conocido “a que no sabés quien soy?”, para pasar antes en un boliche o restaurante. Odio a los que se arrastran por llevarse el sombrerito de la promo de alguna empresa de telefonía móvil o sobornan al promotor por otra sillita u otro frisbee que después terminará archivado en el garaje de la casa (porque hay media docena por cada verano desde hace quince años).

Los fashionistas del verano.


Odio a los que se queman hasta mimetizarse con etíopes, a fuerza de embadurnarse durante años con aceite de coco y fritarse como merluzas hasta quedar marchitos como un papiro egipcio. Odio a los que se ponen todo lo que reza la lista “los must del verano” de la revista “Gente”. Odio a las mujeres que se uniforman del mismo color, o con los mismos aros o el mismo broche con el girasol amarillo rabioso que se usa esa temporada. Odio el flúo. Odio la gente que se pinta la boca de blanco (parecen réplicas de Al Jolson pero sin talento para el canto), existiendo el mismo producto incoloro. Odio a los que antes renegaban de los que tomaban mate en la playa y ahora son fanáticos de la primera hora. Odio a los que se hacen amigos del carpero para que todo el mundo se entere que ellos pertenecen a la elitesca población que habita año a año esa playa. Man, lo top es veranear en Bali o las Islas Fiji…pero a vos el cuero no te diooooo!. Odio a los que hacen que leen el best seller de la temporada pasando por intelectuales cuando en realidad relojean culos a lo pavote atrincherados detrás del libro que siempre está en la misma página (y a veces patas para arriba si su dueño ha perdido el norte, súbitamente, gracias a la quinceañera con bikini de hilo dental que practica capoeira frente a sus narices). Odio a la gente que no se ubica en su lugar en la cadena alimenticia. A las mujeres de cincuenta que pretenden competir con las novias de sus hijos usando triangulitos con Tweety bordado en el corpiño aunque tengan el culo celulítico, derrumbado y las tetas rozándoles las rodillas. Y a los hombres de cuarenta y largos que se calzan la zunga, que se pierde enroscada debajo de la panza cervecera. Odio a las mujeres que no se meten al mar aunque se estén desintegrando, por miedo a perder una de sus valiosas extensiones capilares o conservar su impecable brushing así hagan 48° a la sombra. Odio a los tipos que padecen el típico brote deportivo estival que comienza en diciembre y termina en febrero. Los que salen a correr haciendo flexiones por la playa y se anotan en cuanto torneo de tennis o picadito proponga el balneario (hasta que se lo llevan en ambulancia porque el cuore pidió asilo político en otro cuerpo hasta que aparezca el vago que supo achancharlo todo el invierno). Odio a los que usan ropa con el logo de una marca. Y remeras de Cancún en Mar del Plata.

Los pesados y los sucios


Odio a los que frenan el tráfico para sacar una foto (cuyo preparativo dura unos veinte minutos porque la camarita digital que se acaban de comprar sólo la entiende el ponja que la diseñó). Odio a los que filman el barco en el horizonte, la gaviota que pasa volando, el cangrejo muerto que trajo la marea y el número completo de las focas de Mundo Marino (que en su puta vida van a volver a ver porque ya era un embole en vivo y en directo). Odio a los mugrientos que hacen pocitos en la arena para vaciar la yerba, el pañalcito del bebé, los restos de fiambre podrido y los carozos de ciruela. Odio a los que se cambian el traje de baño con la toalla enroscada en la cintura y luego sacuden el que se sacaron (que está hecho milanesa) llenando de arena a todos los que tienen alrededor. Odio a los que te piden que les cuides la mochila y desaparecen dos horas dejándote de seña congelada en la orilla. Odio a los que se ofenden cuando les pisas el castillito de arena sin querer, como si la marea no fuera a tragarse todo en menos de una hora. Odio a los que hablan a los gritos y cuentan sus anécdotas en un alarido, invitándote a participar con una miradita cómplice (como si nos conociéramos todos de toda la vida porque hace dos días que estamos en el mismo pasillo del balneario). Odio a los que predicen el tiempo y al día siguiente aparecen con una sonrisa ancha en la jeta porque profetizaron la sudestada con todo éxito. Odio los que meten panza. Odio los que ayunan todo el día porque están en vacaciones y a los que se comen la vida porque están de vacaciones. Odio las kilométricas filas de autos en las rutas y las avenidas de las ciudades balnearias. Odio tener que esperar dos horas para comer un helado. Odio tener que anotarme para sentarme a comer, con suerte, tres horas después. Odio los stands y las promotoras que entorpecen el tránsito y ensucian la calle con sus folletos. Odio las aglomeraciones. Odio el hit musical del verano que escucharé con asco hasta que me estallen los capilares del bulbo raquídeo. Odio mirar la playa por la tele. Odio la tele en verano. Odio los micros que van a la costa y tardan doce horas en hacer un viaje de cuatro. Odio los pendejos que se marean y vomitan en los micros.




Odio el verano. Odio odiar el verano. Porque el verano me gusta, y no veo la hora de salir de vacaciones…

lunes, 13 de octubre de 2008

Shopping de culto



Mis tribulaciones acerca de la fé

Educada en colegio católico, de monjas más precisamente, me obligaron a asistir a innumerables misas de sermones eternos donde mi única preocupación era tragarme las carcajadas ya que la seriedad de la situación sumada a mi retorcida mente siempre me jugaron sucias tretas. Me he pasado horas arrodillada mirando para abajo (y susurrando alguna payasada), viendo como el ruedo de la túnica de mis compañeras del banco de adelante se agitaba con las convulsiones de la risa reprimida. No es que no tuviéramos respeto, es que estaba prohibido reírse. Así que nos reíamos subversivamente, sin ruidos, sin gestos; pero nos reíamos al punto de tener que huír y escondernos detrás de un confesionario o argumentar una furibunda cistitis para rajar al baño.

Desde mi más tierna infancia relacioné lo religioso con el terror, el miedo y el castigo. Será porque las Iglesias me han parecido bastante tenebréficas, heladas en invierno (me acuerdo que las monjas no nos dejaban usar panty medias, así que se nos congelaba el trasero en contacto con la madera fría de los bancos), insoportables en verano a pesar de los gigantes ventiladores del año de la escarapela.
Los símbolos son igual de terroríficos, convengamos en que ver a un señor agonizar colgado de una cruz es algo tristísimo. Si a eso le sumamos imágenes de santos y mártires torturados con lágrimas en los ojos entornados hacia el cielo, el olor pesado de las flores semi marchitas, las velas que aportan su cuota sádica haciendo ruiditos extraños cuando el Padre menciona a Satán o simplemente proyectando sombras raras sobre las caras de estatuas; la sumatoria se convierte en una puesta en escena digna de peli de terror. El sutil y sinuoso movimiento de las llamas de los cirios también me ha molestado bastante ya que a mi entender se producía en el momento en que el cura mencionaba a los muertos o dedicaba la misa a quienes ya no están. Nunca pude atribuirlo a la súbita correntada de aire producida por la apertura de uno de los gigantescos portones habilitando la entrada de algún arrepentido de última hora o bien, la huída de un alma satisfecha de haber obtenido el rápido perdón de sus pecados.
Pero la duda era siempre la misma, qué me podía convencer a mí de que este Señor Todopoderoso me salvaría de todos los males cuando cientos de mártires mirando al Cielo mientras eran destripados vivos morían mirando para arriba con cara de lamento boliviano?
Los vitrales, el agua bendita que nunca quise tocar por miedo a que el vapor emanado de mis dedos delatara la suciedad de mi alma, los confesionarios con forma de bóveda de madera y el lánguido susurro de miles de vocecitas repitiendo la misma oración fueron un coctel del que quise escapar desde que asistí a la primera misa de la mano de mis padres (pero me puse peor después de ver “La Profecía”, debo admitirlo).

Tantos años de angelus, rosarios, cadenas de oración y sobreexposición a material litúrgico lograron el efecto contrario. Apenas puse un pie fuera del Colegio no quise saber nada con Iglesias, Biblias, Crucifijos, Rosarios y demás íconos de la fé católica. Eso hasta que ví “El Exorcista” y dormí tres días seguidos tapada hasta la cabeza abrazada a un crucifijo de bronce grande como una llave cruz, que me regaló un amigo. Pasado el miedo, seguí pancha por la vida esquivando los vía crucis y las misas de Pascuas (no así los huevos de chocolate que siempre me han parecido lo mejor del festejo).
Como cualquier mortal, la duda me acecha y, aunque me hago la desinteresada la idea de que hay alguien que me mira desde arriba me pone de la nuca. Me jode que me espíen, no puedo ser del todo mala, no puedo esconder mis más oscuros deseos y encima le debo explicaciones. ¿Quién se cree que es?. ¿El FBI?. ¿La DEA?. ¿Me implantaron un navegador satelital cuando salí del útero, cosa de poder controlarme de cerca?. ¿Se parece Dios al personaje de la peli de Sharon Stone, que espía a todos los integrantes de un edificio desde una pared de monitores y camaritas estratégicamente instaladas en dormitorios y baños (que es donde normalmente uno da rienda suelta a su espíritu y le da franco a la conciencia)?. ¿Si me quiere, porqué no me deja ser feliz e independiente?. ¿Porqué tengo que aguantarme hasta el matrimonio si el cuerpo es el templo de Dios y están todos invitados, no lo digo yo…lo dijo El, más bien el cura en nombre de El?. ¿Si los chicos son bienvenidos al Reino del Señor, porqué al Padre se le salta la térmica cuando un concierto de púberes deambula azotando las puertas de los confesionarios y gritando en medio de la Consagración? (ojo, lo entiendo, yo les pondría un cable a 220 V en todos los picaportes). ¿Porqué debo creer sin ver?. ¿No podría mandarme una señal para convencerme?. Ojo, que la señal no venga en forma de trueno porque me cago del susto. Y la gran pregunta que sintetiza todo ¿si El existe y todo lo puede y es tan misericordioso, porqué permite las desagradables cosas que pasan en el mundo?. ¿Libre albedrío?. Nunca me gustó esa explicación. Me jode. Así que como me jodía y aún hoy me jode, me fui a buscar una fé que colmara todas mis expectativas.

Como Woody Allen en “Hannah y sus hermanas”, salí de Shopping de culto. Tuve períodos en los que elegí creer en alguna Vírgen milagrosa, un Santo con propiedades curativas, y hasta un poster de Los Beatles donde John Lennon era la versión encarnizada y moderna del Hijo de Dios.
Eso sí, desinteresada como pocas, cada vez que hubo que pedir acudí a lo único conocido. Volví, hice tripas corazón, me arrodillé y pedí como si el Tipo no supiera que había baches de cinco o seis años en nuestra relación. Pero rara vez volví a agradecer. ¿Será por eso que cada vez se pone más arisco a la hora de dar?. ¿Entonces no es tan benevolente ni siempre perdona, más bien anota y es resentido?. Me volví a enojar, como no podía ser de otra manera. Y volví a la búsqueda de algo que me explicara lo inexplicable. Y me hiciera ganar la Lotería.
Entonces vi “Mattrix”, quedé fascinada con la idea del Arquitecto. Un tipo que maneja por computadora la vida de todos nosotros. Nos pone en este programa, o en aquel y nos maneja como piezas de ajedrez. Justo lo que necesitaba. Ahora podía echarle la culpa tranquila a un programador que no es tan benevolente ni lleno de Gracia. Y el bonustrack fue el sentir alivio al pensar que no tengo que hacerme cargo de nada, no soy responsable de mis actos. La culpa la tiene el Arquitecto, quéjese al Departamento de Sistemas. Yo no tuve nada que ver.
Sin estar cien por ciento conforme con esta explicación, me cae a las manos un artículo de un diario con un reportaje a un filósofo francés que escribió pilas de libros sobre el agnosticismo. Apenas puse un pie en mi casa me pirateé todos sus libros. Onfray me dijo todo lo que necesitaba escuchar. Se sintetiza en “pasala bien aquí y ahora”. Nada puede ser mejor. Entonces me dediqué a comer y a tomar como un barrabrava. Busqué la rápida satisfacción de mis más bajos instintos (que pocas veces encontré porque mi partenaire de ese entonces se unió a una extraña secta que fomenta el amor fuera de casa) y entregué mi alma a la nada. Total, después hay eso: NADA.
Bombardeada por amigos, de powerpoints amorosos que invitan a rezar con música de Bach e imágenes de alto impacto cristiano; me regocijé anulándolos uno a uno apretando la tecla “suprimir” con el dedo de fuck you. Me acordaba con una risa tonta en la cara, las veces en que en los retiros espirituales desperté a todas mis compañeras disfrazada de Drácula o tiraba petardos molestando a todos los participantes del evento. Me burlé de mi vieja todos los domingos durante dos décadas, por su perseverancia a la hora de asistir a un ritual arcaico y demodé en lugar de quedarse tomando sol o un cafecito. Critiqué a los que hacen filas kilométricas para ver a la Desatanudos o pedirle a San Cayetano trabajo.
Pero cada noche, antes de apagar la luz del velador, la duda. Oprobiosa. Odiosa. Insistente, como la gota de una canilla que necesita urgente recambio de cuerito. ¿Y si el Tipo te está esperando del otro lado?. ¿Sabés la paliza que te va a dar?. ¿Tenés ganas de pedir?. ¿A quién?. Si elegiste creer que no hay nadie, peazo de papafrita.

Entonces llegó el día en que mi hijo me pidió que lo acompañe a la Capilla del Pueblo. Porque tiene que levantar la nota de Teología y la manera más fácil es asistiendo a Misa. Así que fui. Lo ví prestar atención y me quedé helada. Yo, que lo había bautizado solo para conformar a las abuelas, estaba sentadita ahí expectante (en realidad esperando que el rayo me parta castigándome por los veinte años de ausencia).
Ningún rayo me partió. A decir verdad me divertí con el sermón de un cura progre y salí misteriosamente aliviada. Esta vez no pedí. Agradecí. Agradecí lo que tengo, que no es poco. Y tuve que tragarme con hidalguía, las sutiles caritas de mi vieja que con un gesto digno del fair play más absoluto se aguantó las ganas de decirme “TE LO DIJE”.

Amén. O amen lo menos posible. (Les Luthiers dixit)


domingo, 12 de octubre de 2008

Clientes


El cliente explotado

Hace varios años que trabajo en atención al público y no he tenido demasiados inconvenientes con este tipo de clientes, pero como soy una persona observadora, a lo largo del tiempo he podido separar la paja del heno clasificando a estos individuos de acuerdo a sus rasgos más particulares.
Quizás mis dos años de la carrera de Psicología me hayan dado las herramientas para pilotear algunas situaciones o será que parto de la premisa básica de cualquier negocio: “el cliente siempre tiene la razon” (aunque después una termine haciéndolo hacer lo que uno quiere). Aquí va el fruto de mi investigación completamente parcial y subjetiva.

El cliente explotado que tiene razón

Esta gente suele venir juntando orina desde tiempos inmemoriales. Ha sido paseada por el conmutador telefónico unas trescientas horas llegando al colmo de obtener millaje (si lo dieran a cambio de tiempo perdido en espera) para viajar ida y vuelta a Osaka con escala en Jacksonville y las Islas Canarias. El señor le ha contado el motivo de su llamado a la recepcionista, la contadora, la tesorera, la cajera, el vendedor, la administrativa comercial, el mecánico, el vigilante de la puerta, el sereno y hasta el perro vagabundo del predio. Con la lengua seca como una cacatúa, el susodicho comienza a generar saliva haciendo buches de aire porque no se anima a moverse del tubo para buscarse un vaso de agua (y con razón, porque es justamente en ese instante que se escucha un ríspido “hola, hola” seguido de un asesino “CLACK” que determina el final del derrotero telefónico). Vuelta a empezar. La segunda vez, puede que tenga más suerte y emboque, de casualidad, al Gerente o Director de la empresa que prometerán pasarle con el encargado de dar los turnos de taller. El problema radica en que el nexo entre la felicidad y él sigue siendo la telefonista que lo pone a dar vueltas otra vez en la calesita del conmutador rebotando de interno en interno al son del latido de una vena craneana que amenaza con estallar si la presión no baja de veinticinco.
Cuando por fin logra su cometido, el cliente está virtualmente explotado.

¿A qué llamamos cliente explotado?. Es aquel que es potencialmente peligroso si tiene permiso de portación de armas o un ejército de abogados con Cúneo Libarona al frente; es aquel que tiene una esposa que chilla como los monos tití de la selva y cuyos aullidos son altamente insalubres para el oído humano; o puede ser ese señor que pasó de ser Pedro el amigo de Heidi a Michael Douglas en “Un día de furia”.

Partamos de la base que el tipo tiene razón y la única salida razonable es pedirle disculpas; ofrecerle regalos y bonificaciones, darle un vasito de agua y pisarle un clonazempam de 1 mg. con la cucharita disolviendo el polvito en el líquido sin que se percate de la maniobra de apaciguamiento químico.
Generalmente estos señores suelen presentarse en un tono rojo vivo, con las venas del cuello y las sienes en peligroso relieve y, cuando vociferan, tienden a escupir el exceso de salivación en nuestras caras (por eso es aconsejable atenderlos escritorio de por medio munidas de un buen paraguas argumentando una gotera monumental).
Si una logra empatizar con las desgracias del pobre Santo, terminará haciendo lo posible por ayudarlo, cosa que será bien recibida por el hombre (si todavía no ha perdido la capacidad de escuchar), o bien habrá que huir, porque “soldado que huye sirve para otra guerra”. Pero, me atrevo a decir que esta gente suele apreciar la ayuda y conformarse si recibe un trato humano y empático (lo que no quiere decir que una esté a salvo, simplemente ha comprado un poco de tiempo).
Pero hay empleados de atención al público que eligen el camino de la disputa, y suelen engranar para mimetizarse con el perro rabioso que tienen en frente convirtiéndose en la versión humana de Godzilla. Error!. En estos casos, el cliente explotado explotará (literalmente) y proferirá términos soeces mientras trata de arrastrar a la empleada de las mechas para prenderle fuego en el estacionamiento. Mientras varias personas luchan por arrancarle la señorita de entre las garras, es muy probable que la señorita patalee y putee como una marrana para luego llorar desconsoladamente explicando lo injusto de la situación que ella misma propició intentando apagar un incendio con kerosene.

El boludo ancestral explotado

Este difiere del anterior porque no tiene motivos para sacarse. Se saca solo. Lo saca la mujer. Lo saca el hijo que no para de preguntar boludeces, a imágen y semejanza de su progenitor, lo saca el amigo avispagiles que lo acompaña para que no le metan el perro, lo saca estar vivo en general.
Como las tres neuronas con las que vino de fábrica le hacen falso contacto, el señor no puede aunque quiera, decodificar la situación. Entonces monta en cólera y le echa la culpa de todo al gobierno, las instituciones, su mala suerte, el día de tormenta, la empleada que tiene en frente, nuestros compañeros que miran azorados y lo apretados que le quedan los calzoncillos que le regaló la madre para Navidad. Con los huevos de moño, por favor visualizar dos huevos pidiendo auxilio, el nabo incendiado gritará para quedarse afónico (lo cual no deja de ser una ventaja) argumentando una sarta de pavadas que no tienen nada que ver con la situación real. Si el papel que una le está entregando es blanco, se queja porque debería ser verde (porque hoy es San Patricio y la empresa debería tenerlo en cuenta dada su ascendencia irlandesa), si el documento de identidad que presentan para hacer el trámite es una pieza de museo ilegible amenazará con traer al MI 6 para que prueben que él es el y no James Bond (cosa de la que ya nos habíamos percatado por su exuberante barriga, la falta de tres piezas dentales y la gorrita de YPF que se calzó hasta las orejas). Como no entiende pregunta, pero como tampoco entiende la respuesta se encula y se hace el malo. Las esposas suelen sacudirlos del brazo avergonzadas para que paren de guasearse en público, o bien arengarlos disfrutando del cambalache que armaron y de nuestras caras de confuso pánico.
Generalmente se los anula focalizando su atención en otros temas tales como la belleza de reloj que portan, la estupenda esposa con calzas atigradas que los acompañan o el “divinor” de la criaturita que concibieron por obra y gracia del Espíritu Santo (y de la Santa esposa que tuvo el estómago de revolcarse con ellos). El crío satinado de mocos verdes, que está dibujando muñequitos con sus fluídos corporales en el monitor de tu pc es lo más parecido a Chuky…pero es nuestro pasaporte a salir del evento ilesas. Dos o tres pellizcones en esos cachetes regordetes con olor a infección nasal y “prueba superada”.

El abogado, universitario, yuppie, doctorado, masterizado, explotado (que se las sabe todas, o eso cree)

Estos individuos flashean su título frente a nuestra narices para que entendamos que ellos son inmunes a todas nuestras sucias maniobras para complacerlos falsamente y ocultar el gran complot para joderlos que secretamente estamos armando. Eternos desconfiados, le buscan el pelo al huevo. Se calzan los anteojos para leer con parsimonia cualquier cosa que uno les ponga enfrente. Piden copia de todo y miran de reojo a todo el que se les acerque porque puede ser indicio de trampa (esto se debe a la sobreexposición a series americanas como “24” o pelis yanquis sobre teorías conspirativas o terroristas). Les suena el celular cada tres minutos, lo atienden despotricando órdenes y deambulando por la oficina como si fuera la propia. Es muy probable que pidan asistencia para pasar un fax o mandar un mail como si todas las secretarias fueran una extensión de la suya. Exigen, no piden. Entran sin ser convocados. Piden sin haber saludado, sólo un mísero “Soy El Dr. Fruncido”, se defienden sin haber sido atacados. Las orgullosas mujeres de estos enamorados de sus blackberrys y notebooks, suelen también padecer de manías de persecución y están convencidas de que las empleadas mueren por su pro-hombre. Es así que no pierden el tiempo y se enroscan a sus parejas susurrando en sus oídos vaya a saber qué, mientras los manosean y se les suben encima en el medio de la firma de documentación. Cuando el doctor logra liberarse del abrazo posesivo de su señora esposa, intentará firmar con el muñón entumecido y cara de pocos amigos. Ella, hará de cuenta que una es invisible (jamás hacen contacto visual), y si deben preguntar algo espetarán “preguntale a la chica cuándo va a estar listo nuestro trámite”. La chica es una, que aunque ya cuenta con cuatro décadas, agradece el piropo y se acomoda las tetas en el corpiño para poner a la señora loca como un plumero. Para cuando la rencilla pasó a terreno femenino, estos clientes explotados perdieron las ganas de librar una batalla en contra del enemigo oculto y se olvidaron porqué estaban enojados. Es tiempo de remover a la esposa del escritorio, que quiere demandar a la empleada porque se pinta los ojos mejor que ella y no tiene que pedir permiso para comprarse lo que se le ocurra (que para eso se la gana).
La contienda acabará con la pareja matándose en el auto y la empleada inmune libre de culpa y cargo (bueno, una lo único que hizo fue flirtear una fracción de segundo con el señor, tampoco es para tanto).

El cliente que debería explotar pero se reprime porque en el fondo es bueno (o buenudo)

En este segmento encontramos a los mártires incapaces de levantar un dedo para objetar absolutamente nada. Señoras y señores dominados en todos los ámbitos, están acostumbrados a dejarse avasallar, con cara de vaca cansada, por gente que alza la voz o tiene mirada intimidante. Los mandan al último lugar de la fila del Banco en donde son clientes VIP, se aguantan que les roben el lugar en el estacionamiento, que le usen la taza del café en el trabajo, que la esposa se saque las ganas con el mejor amigo, que el del depto. B le afane el Clarín del domingo, que el hijo no saque a pasear al perro como había prometido, limpiar la mierda del perro que el hijo no sacó a pasear, que la mujer no le planche las camisas del laburo y que lo dejen en espera en el teléfono durante tres horas para luego decirle que han extraviado su trámite (que él prolijamente pagó en su totalidad de antemano). Son mansos, tienen cara de obispo, cuando uno les da una mala noticia miran para abajo y se frotan la naríz con desconcierto y rara vez se quejan o gritan. Es el tipo de gente que uno espera, por el bien de ellos, que larguen una puteada encarcelada detrás de los barrotes de las cuerdas vocales. Es el hombre que una sabe que quiere ahorcarnos con sus propias manos pero las leyes y el sentido común se lo impiden. Y es probablemente, el más capaz de comprarse una motosierra y descuartizar una docena de personas cuando logra sacarse de encima la voz de la conciencia.

Todos somos clientes, todo el tiempo. En el super, en la pizzería, en el Banco; así que sabemos lo que es estar del otro lado. Y sabemos qué categoría nos va como anillo al dedo. En mi caso particular, mi sueño es salir a decapitar vendedoras de boutiques de ropa femenina con mi serrucho para podar ligustrina. Es muy probable que lo haga, cuando sea una vieja fea como la Yiya Murano. Si la jubilación no alcanza y el geriátrico no me convence (porque la joda me sea insuficiente), terminaré mis días en el Penal de Mujeres recopilando historias de féminas asesinas, versiones conchuditas del odontólogo Barreda…

viernes, 10 de octubre de 2008

TV KK


Televisión para mononeurados

Ayer me suscribí a un grupo anti-Tinelli, en una de las webs sociales que frecuento. El creador de este insólito grupo no pretende sabotearlo, ni desaparecerlo; ni siquiera hacer una colecta para deportarlo a Chechenia. Simplemente propone que no lo miremos porque atonta a la gente. La idea me pareció genial. No soy devota del mega showman argento pero, debo reconocer, el tipo ha infestado con su peste televisiva al noventa por ciento de la población y programación de los canales. Como un virus que se reproduce en progresión geométrica, una fracción de su show se repite en todos los programas habidos y por haber y sus patéticas “figuras” van de estudio en estudio como una manada de animales nómades salidos de un circo pedorro de pueblo perdido.

Nunca fui fan de Tinelli, ni siquiera desde sus comienzos como periodista deportivo en el primer VideoMatch, cuando comenzaba a despuntar su faceta grotesca de reírse de los errores o accidentes ajenos (recordar aquellos que puedan, los bloopers que él impuso como excusa para carcajear en off con esa voz que me saca de las casillas).
Después le siguieron las cámaras ocultas donde varios pánfilos que ahora venden estampitas en los colectivos (o tienen un programa de cable de cuarta), le hacían creer a una vieja que le iban a tirar abajo el árbol de la puerta de su casa, o le reventaban el auto a un pobre tipo que después debía sonreír chocho porque le daban el dinero para uno nuevo (como si uno fuera incapaz de encariñarse con su vehículo y esa tela resarciera el disgusto del pobre infelíz).
Cuando la gente se pudrió de las cámaras ocultas, Marce pasó a hacerle lo mismo a modelitos de poca monta a quienes las hacía sudar como beduinos mientras un ícono de la grosería chabacana le cantaba las peores barbaridades en cámara. Esto a las nueve de la noche, captando la atención de todos los chicos del país que, videotizados, miraban el programa para participar de la media docena de promos y concursos con los cuales los engatusaba.
La cuestión fue siempre la misma, reírse del otro, sacar lo peor de la gente, mostrar su cara más vil o disfrutar con la desesperación del otro…pero te ganassssssste una computadora!. Seeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee.
Además de hacer de los defectos ajenos un culto, se dedicó a jugar con comida delante de las cámaras en momentos donde la mitad del país no podía llevar el pan a su mesa. Tragaba alfajores enteros, desperdiciaba huevos y le mostraba a todo el país que para él el hambre no era un problema.
Desfilaron ciegos, enanos, discapacitados y gente que vendía su defecto al público por dos mangos con cincuenta. Bajo el manto piadoso de la igualdad y la no discriminación, usó a esta gente para tener dos puntos más de rating como el amo del Hombre Elefante que lo paseaba por los pueblos a cambio de unas monedas.
Como si esto fuera poco, llevó chicos a participar de ruedas de chistes y concursos de destrezas; siempre con la misma intención…reírse de ellos. De todas formas, creo que los padres son los culpables de semejante bajeza, pero él tuvo el poder del dinero y eligió comprar eso y aprovechar hasta el hartazgo la inocencia de chicos de todas las edades.
Para completar el cambalache, utilizaba y utiliza un lenguaje de doble sentido que no sólo es cansador, es de villero barato (con perdón de los villeros). Todo tiene que ver con el culo, las tetas, el sexo y los genitales. Desde sus comienzos puso cámaras en el piso con la orden de enfocar el sexo de las bailarinas. Lo hizo con la que ahora es su mujer y lo hace con toda fémina que tenga ganas de mostrarse en un programa que utiliza como excusa un concurso, para mostrar mujeres desnudas despatarradas como pollos parrilleros o efectuando pasos de baile que más que baile son posiciones de peli porno barata clase B.
Repite siempre los mismos epítetos “eeeeeeeesaaaaaaaaaaaa”, “bueeeeeeenooooo” , “vamooooooosssssssssss”, “essssseleeeeeeenteeeeeeeeee”. Programa tras programa hace lo mismo y si has visto media hora de uno, probablemente hayas visto todos. Y si te los perdiste te los van a repetir hasta el cansancio en los ciento cincuenta programas resúmen que se diseminaron como granos de adolescente en cuanto canal de aire o cable existe.
El ejército de gatos que lo acompaña merece un capítulo aparte. Mujeres que avergüenzan al género porque no sólo son brutas (o les faltó oxígeno al nacer y quedaron border), son decadentes, incultas, berretas y demuestran una total falta de amor propio. Lo único que saben es pelearse como perras en celo entre eshas, circulando por los programas vespertinos dando notas cuyo discurso generalmente comienza con este latiguillo “esha fue la que empezó, sho no!”. Lloran, putean, histeriquean y muestran ante las cámaras la cara más fea de una mujer. Por más que el culo sea de piedra y con forma de manzana (los hombres que lean esto me van a querer aniquilar), llega un momento que ni eso disimula la falta de materia gris y lo burdas que resultan a la hora de escucharlas hablar de sus carreras como si fueran Doctoras en Filosofía y Letras. Pero como nuestro país está patas para arriba, es muy probable que estas chirusas imbéciles con complejo de Lady Di cobren mucho más que las médicas que hacen guardias en los hospitales o las científicas que se desloman detrás de un microscopio laburando para el Conicet. Lo cual es injusto e indignante. Sobretodo porque nosotros todos, como sociedad, contribuimos a inclinar la balanza de esa manera.
Hay pocas cosas rescatables para ver en nuestra tele y a medida que pasa el tiempo nos quedan cada vez menos. Pero no es un fenómeno vernáculo, casi todos los países tienen que aguantar concursos de baile, canto, realities de cualquier cosa (desde dormir con serpientes hasta casarse mediante un casting). Pocas cosas se salvan de esta tendencia a la decadencia que sufren los programas del mundo. Algunas series americanas cuyos escritores son fabulosos; como el caso de “Dr. House”, “Lost”, “Grey´s Anatomy”, “Weeds”, “Rome”, “The Sopranos” y alguna que otra sitcom fabulosa como lo han sido “Friends”, “The Nanny”, “Mad about you” y “Seinfeld” en su momento. El que tenga la suerte de tener cable podrá deleitarse con cine nuestro, europeo o Indie americano; o volver a ver las repeticiones de sus series favoritas. También, y cada tanto, sale algún unitario de la mano de Suar, que vale la pena. Es el caso de “Vulnerables”, “Mujeres asesinas” o “Epitafios” que se emitió por cable. Pero en reglas generales estamos condenados. Condenados a que la sociedad se acostumbre a consumir tele k-k y achancharse. Que nuestras neuronas se vayan atrofiando como las luces del arbolito navideño cuando comienzan a quemarse. Que poco a poco nuestras expectativas sean más bajas. Y que nos quedemos inmunes, indiferentes, inertes frente a este zoológico guarango apoyando el espectáculo dantesco televisivo que tan bien pintara, proféticamente, el director Peter Weir en su fantástica “The Truman Show”.

Me voy porque empieza el “Patinando”.

Naaaaaaaaaaaaaaaaa, era un chiste!