lunes, 29 de junio de 2015

DELICIAS DE LA VIDA CONYUGAL (SEGUNDAS PARTES)



Volver a convivir después de los cuarenta y cinco (solo para reincidentes)

“El que se quema con leche, llora cuando ve la vaca”- antiguo proverbio cantonés.  En relaciones humanas, más precisamente carnales (hetero y/o homosexuales), juntar dos historias luego de haberse quemado con leche es un acto de heroísmo digno de cucardas y fanfarrias.
Uno, que va juntando mañas con los años, no es un ser fácil; el otro es un espécimen de similares características que también ha atesorado caprichitos con el correr del tiempo.  A los veintipico, la estupidez del dentífrico o la ropa colgada de la bicicleta fija no ocuparán dos décimas de segundo en tu parietal izquierdo.  Bordeando los cincuenta, puede ser motivo para atrincherarte en el baño con una pistola calibre 22 y dos katanas.

Por eso es tan difícil volver a convivir.  Está claro que uno busca volver a tener lo que una vez se tuvo, pero mejor; sin darse cuenta que en esa gloriosa epopeya se vuelven a caer en lugares comunes y el plato vacío de milanesa en la heladera ameritará una carta documento como antaño.  Es que uno es un ser complejo, el otro es igual o peor y si encima le agregamos unos cuantos años de independencia, soltería, alpedismo y libertad…el éxito de la nueva convivencia tiene los días contados.  Es que hay que ser un kamikaze para volver al yugo cuando uno ha dormido despatarrado con el control remoto en una mano y un cuba libre en la otra haciendo zapping desenfrenadamente.  Hay que ser muy imbécil para entregar la soberanía de la luz del dormitorio para leer, prender el teléfono o la notebook o simplemente ordenar el cajón de la mesita de luz a las dos de la matina.
Sin embargo, muchos volvemos a caer en la trampa.  No es que me arrepienta, estoy contenta porque existen más beneficios que problemas; sin embargo es más divertido hablar de aquellas cosas que hacen que alucinemos con pulverizar a nuestros concubinos.   He aquí una lista de las cosas altamente combustibles que deberíamos evitar para no prenderle fuego a nuestras parejas (nuevas):

Orden/Desorden: Existe una brecha muy grande entre lo que algunos consideran desorden.  Para algunos, el velador levemente desplazado unos dos centímetros de donde suele estar es el caos más absoluto.  Para otros, tres bombachas colgando de las canillas y la ventana del baño es practicidad.  La visión que cada uno tenga del orden dependerá de la memoria fotográfica que tenga el histérico en cuestión y la del partenaire, que deberá fotografiar mentalmente todo lo que el otro organiza para poder dejar las cosas milimétricamente en su posición geográfica original.  Por otra parte, los continuos reproches en cuanto a la cantidad de ropa colgando de la bicicleta fija, la afeitadora sin la tapita protectora, el dentífrico apretado desde el medio y el tamaño de la pastilla de jabón en la bañera pueden ser motivo de un gran incendio matrimonial.

Nivel de arropamiento en la cama: Las mujeres al borde de la menopausia solemos sufrir de calores insoportables en medio de la noche.  Dormidas profundamente gracias al ansiolítico recetado, lo más probable es que le demos una patada al cubrecama, a la frazada y a cualquier otra fuente de calor.  Demás está decir que la primera patada la ligó el señor que duerme al lado, cuya pierna (que pesa unos cuarenta kilos) nos atraviesa el abdomen cual cepo medieval.  Ellos, por otro lado, siempre tienen frío y se van acercando sigilosamente como polilla a la fuente de calor como un pulpo infrarrojo que nos devora de a poco.

La luz para dormir: La mitad del mundo no lee, la otra mitad jode al que lee.  Al principio, cuando todo era color de rosa, la luz del velador estimulaba los sentidos y aseguraba un polvo previo a la lectura.  Quien otrora se durmiera, parado, sentado, escuchando misa, manejando y hasta en el cine, ahora tiene serios problemas para conciliar el sueño por culpa de la tenue lucecita del velador de su acompañante.

Televisor para dormir: Otra fuente inagotable de problemas, la caja boba se ha cargado a más de un matrimonio y otro tanto de convivencias/concubinatos etc..  Lo que otrora uniera para entretener o para hacer una previa antes de un polvo entre propagandas, ahora es causal de divorcio.  Primero, nunca coinciden los gustos en cuanto a la programación elegida, además, llegado el caso que el susceptible a los ruidos cayera en los brazos de Morfeo roncando con el volumen en 20, lo más probable es que se despierte aparatosamente suplicando con mohines que se apague el mismo o bien se anule el audio.

El inodoro:  “El trono” para algunos, es motivo de combustión porque NUNCA hay papel y la víctima lo descubre con horror cuando necesita todo el suplemento inmobiliario del Clarín para limpiar el caos.  Además, nunca sabremos quién es el hijo de puta al que se le acabó el papel, lograr esa confesión es más difícil que Messi haga goles para la Selección.  Otros roces suelen suceder cuando los intestinos se encuentran alineados y ambos desean evacuar su contenido a la misma hora y en el mismo lugar (convengamos que siempre hay más de un baño).

La ducha: La que en otro momento fuera lugar de encuentro para excitantes y peligrosas maniobras sexuales, ahora tan solo es el habitáculo para sacarse la roña.  Son especialmente combustibles el tema del jabón chicle (ese que se hace moco porque en lugar de ponerlo en la jabonera es abandonado a su suerte en un charco de agua y shampoo).  El jaboncito también puede traer problemas serios porque la pastilla erosionada es confinada al bidet donde permanecerá viendo culos hasta el fin de sus días.  El tema es que no ha sido reemplazado por uno más grande, al que le toca se ve obligado a esparcir un cubito de sopa por una figurita regordeta de ochenta kilos.  Es claro que no alcanza, y es claro que el damnificado lo va a hacer saber gritando como un descosido/a.

La ropa: El maniático de la ropa sufrirá al lado de la mujer que hace medio siglo que revoleó la plancha y se niega a volver al yugo.  Dios se apiade de la mujer a la que no le importa para dónde mira el cuello de la camisa de su peor es nada.  Si el loco de las camisas anda suelto en casa, lo mejor será encerrarse en lugar seguro y esperar que la furia baje unos cuatro mil hectopascales.  Por otro lado, él no puede entender porque su partenaire se acuesta a dormir la siesta con una camisa con la que después sale a cenar tapando las arrugas con una pashmina.

La comida: El que vivió mucho tiempo solo se acostumbró a comer comida de rotisería o cantina.  Por lo tanto considera que comer espinaca cruda, radicheta o rúcula son el equivalente a comer pasto de la vereda.  Lo de ellos se limita a milanga con papas fritas.  Si uno les llegara a ofrecer una sopa de verduras que lo hiciera correr al baño, podrán llover siete maldiciones gitanas y es muy probable que se consulte a una curandera para curar el empacho.  Ni el café con leche fatto in casa es bienvenido en estos seres cuyo segundo hogar fue un copetín al paso.  No saben lo que es una tostada de pan de molde, ni un guiso de fideos o una tarta de espinacas.  No lo muevas de la pizza y la milanga porque te denuncia a  Unicef.

El auto: La distancia del asiento al volante es como el trotyl, no le muevas el asiento porque te morfa la cabeza.  No comas dentro del auto.  No pierdas pelo dentro del auto.  No cambies la estación de radio, ni subas o bajes el aire acondicionado.  Ni que hablar de estacionarlo.  Nunca existe un buen lugar para dejar el maldito auto.  Una puede dejar el auto tirado donde encuentre un agujero de idénticas dimensiones, él tienen que encontrar el lugar justo y amparado de todo mal donde ni la gente ni las ramas de los arbustos lo rocen.  Caso contrario, pelea para alquilar balcones.

La mesa en restaurantes y confiterías: Para algunos no es materia de discusión, ni siquiera de preocupación.  Depositan el culo en el primer lugar disponible.  Para otros, los Sheldon Cooper (ver The Big Bang Theory), el lugar tiene que ser el ideal.  Esto se traduce a un lugar donde los asientos sean cómodos, donde se pueda ver para afuera por las ventanas, tiene que estar a más de veinte pasos de los baños, no tener corrientes de aire, tiene que contar con la visión ideal para que los mozos se percaten de tu presencia y alejados de la fuente de frío/calor dependiendo de la estación del año.  Lo más insólito de esto es que no suelen protestar en el momento, luego de consumir y pagar harán una encíclica papal con los motivos por los que no deberían haberse sentado donde se sentaron en lugar de pedir un cambio y sentarse donde hubieran deseado sentarse.


Queridos reincidentes, si van a cometer el acto heroico de la convivencia en más de una oportunidad, intenten prestar atención a estos puntos.  O bien aprenden artes marciales, tirar con escopeta, se compran el libro de Lorena Bobbit…en fin…están bajo aviso.

Una reincidente

lunes, 22 de junio de 2015

MI MAMÁ Y YO (UNA HISTORIA DE AMOR DE A DOS)

HOMENAJE A MIRTHA ALICIA TRIANGELI (mi vieja)

Mi vieja era un bicho solitario e independiente.  Hasta que el cigarrillo no comenzó a cobrarle facturas, se manejaba relativamente sola.  Fue el ejemplo vivo del Ave Fénix.  Supo recuperarse y reinventarse para apechugar las palizas que la vida le había deparado.  Caprichosa como pocas y terca como una mula, mi vieja se salía con la suya y tenía la tenacidad para sobreponerse a cualquier situación desfavorable que le tocara en suerte.  Siempre admiré la capacidad de recuperación a la adicción al alcohol, vicio difícil de combatir como pocos; ella salió de Alcohólicos Anónimos no solamente curada, además con novio.  Mi viejo la había dejado, enamorado de su empleada de ese entonces, ahora su esposa y madre mis dos hermanos menores.  Mi viejo, un confeso enamoradizo en sus años de juventud, no le hizo la vida fácil a mi mamá; además de ir tras su hobby (el automovilismo) que lo alejaba de casa con frecuencia.

Recuerdo la pena que me dio mi mamá cuando me contó que habían ido a una fiesta y mi viejo no la había sacado a bailar.  Son esas cosas que quedan grabadas a fuego en la cabeza, vaya uno a saber por qué.  Pero de esa se repuso, y luego de varios años de alcoholismo, recuperada y con amor nuevo se dedicó a disfrutar de su vida con intensidad.  Fueron años donde llovieron las invitaciones a viajes, restaurantes, vacaciones y todo lo que mi madre nos pudiera dar con el dinero que había heredado de su padre.  Estando de novia del padre de mi hijo, me quedé en casa mientras mi vieja se fue con mi hermana de gira por Europa.  Demás está decir que trajeron las valijas llenas de ropa, cosméticos y bijouterie para un regimiento.
El dinero de mi abuelo salía de varias empresas que se fundieron; cuando quedé embarazada de mi hijo las empresas estaban tecleando.  Mamá viajó a Miami y Nueva York con mi padrino y su mujer.  Recuerdo que mi hermana estaba embarazada de su segundo hijo, el primero (mi ahijado) tendría unos dos años y monedas.  Pagó sobrepeso de equipaje porque en cada una de esas cinco valijas había ropa para vestirlos a los dos más todos los que vinieron después (dos hijos de la cuñada de mi hermana, mi hijo y varios más).  Juguetes no les faltaron, mi vieja compraba lo mejor de lo mejor; mientras tuvo dinero no bajó la luna pero casi.  Y cuando se quedó sin nada, jamás entró a nuestras casas con las manos vacías.  Porque las empresas se fundieron, los socios la jodieron feo, los compradores de las propiedades dejaron de pagarle y mal aconsejada se asoció con más chorros que le sacaron lo poco que le quedaba.  Igualmente se dio el lujo de prestarle dinero a mi cuñado para abrir una sucursal de su confitería.  Mientras tuvo dio y perdió, porque nadie devolvió.

Entonces mi mamá reinventó otra mujer, una laburante a full que caminó las calles del microcentro y se metió en los lugares más recónditos del Gran Buenos Aires haciendo gestoría del automotor en forma hiper profesional.  Tal es así que fue contratada por una gran Compañía de Seguros para realizar las bajas por robo.  Cuando me separé la primera vez del padre de mi hijo, no lo dudó un instante, me llevó a trabajar con ella para ayudarme a pagar las cuentas.  Tenía mucho trabajo y se deslomaba hasta tarde preparando los trámites del día siguiente.  Así y todo, no había fin de semana que no viniera con un Fiat Duna destartalado a ver a mis sobrinos y mi hijo en cuanto acontecimiento escolar, familiar o religioso tuvieran.  Siempre corriendo, siempre al borde del desastre porque su auto era un peligro y manejando era Fangio versión femenina.  Pero siempre aparecía.  Muchas veces se quedaba a dormir en mi casa y me hacía compañía cuando mi compañero de ese momento estaba en Marte, de viaje, encerrado trabajando o durmiendo.  Mi casa era el lugar donde mi mamá se juntaba con sus nietos, que ya en la pre adolescencia le rogaban que les enseñara a jugar al truco o al póker.  Ella tenía su manera de vincularse con ellos y aunque fuera por un peso, la timba era el aglutinante entre abuela y nietos.

La pareja de mi mamá había fallecido unos años antes y su vida se resumió en laburo, fines de semana en casa para ver a la familia y no mucho más que eso.  Hasta que me divorcié, entonces se convirtió en mi compañera inseparable.  Para escucharme, para contenerme, para ayudarme con dinero o darme el auto para que pudiera ponerme a laburar y sostener a mi hijo.  Entonces nos hicimos amigas con todo lo que eso implica, peleas para alquilar balcones y llamados telefónicos interminables para contarnos todo.  Salíamos al cine, a cenar, al teatro y a vacacionar juntas.  Cabe destacar que en una oportunidad, todavía casada pero sin posibilidades de salir en verano por la economía familiar, mi vieja me invitó a uno de los hoteles más caros de Mar del Plata…lo recuerdo especialmente porque fue la primera y única vez que mi hijo se subió a un avión.  Instaladas allí, a los pocos días apareció mi hermana con su familia, mi mamá pagó el hotel para todos.  Lo aclaro porque se ha tildado a mi vieja de egoísta y de rompe huevos, pero mientras tuvo para dar todos aprovecharon la volteada.  Lamentablemente ese mensaje se les pasó a sus queridos nietos, a quienes ella amaba y falleció quedándose con las ganas de verle la cara a su primera bisnieta.

Mi mamá siempre tuvo un lugar en mi mesa dominical, una cama en mi casa; yo también he sido recibida compartiendo cama matrimonial con ella toda vez que me reunía con amigas en Capital o simplemente arreglábamos para almorzar un domingo en su barrio y de paso sacar a pasear a mi abuela.  Hasta que conocí a mi actual pareja, siempre estuvimos juntas a pesar de un par de agarradas de pelos como toda madre e hija.  A mi vieja le encantaban el sol y la pileta, así que soñaba con ser invitada a la pileta de mi hermana, cosa que a veces se complicaba ya que mi cuñado decía que mi vieja le rompía las pelotas y su casa era sagrada.  De todas formas, a veces se le daba y podía nadar en esa pileta, de lo contrario se conformaba con la mía de lona.

Cuando mamá empieza con problemas económicos y de salud, se hizo imperioso salvar su departamento de las deudas y comprarle un lugar para vivir cerca de sus hijas.  Hicimos una doble operación mudando a mi abuela y a mi vieja a un departamento a cinco minutos de nuestras casas (mi hermana y yo vivimos en casas linderas).  Entonces mi vieja dejó de trabajar y el mundo que conocía hasta ese momento se desvaneció.  De repente se encontró encerrada en un lugar ajeno a todo lo familiar, con una madre con demencia senil que hacía desastres y sin motivos para salir a la calle.  También se liberó del stress de la vida laboral cotidiana, pero visto a la distancia, su mundo eran su laburo, su barrio, sus cafés en la esquina y los tres o cuatro negocios que frecuentaba en Barrio Norte.  Acá, cerca nuestro comenzó a depender de remises para ir a tomar un café y ver pasar gente, su deporte favorito.  De alguna manera quedó confinada a un lugar de difícil acceso con una rampa de ladrillos que cada vez se hizo más jodido subir por su pierna más corta fruto de polio infantil.  Cobrando una pensión no contributiva, sin el amparo de una obra social adecuada y con una hija (yo) que laburaba doce horas por día y otra que laburaba cinco la cosa se le hizo cuesta arriba.

Mi abuela se puso peor, la ingresamos en un Asilo para ancianos, mi vieja debió sobrevivir con la pensión exclusivamente y la ayuda que pudiéramos brindarle para sus gastos extras.  Así empezó el ocaso de su vida.  Perdió el interés en cocinarse, de arreglar su casa y la vida se redujo al cafecito del pueblo y la televisión (siempre le gustó en cine).  Sin embargo, con mi pareja la llevábamos a pasear, no hubo un solo fin de semana que no viniera a casa o nos acompañara a la casa de mi suegra.  Pascuas, Días de la Madre, nuestros y sus cumpleaños, Navidades y Fines de Año siempre la tuvieron como invitada; gracias a Dios mi pareja viene de una familia donde la gente mayor es venerada y mi vieja no fue una excepción para él.  Le refaccionó un placard (que ella amaba) para mudarla a la planta baja de su casa porque sus piernas comenzaron a fallarle y no podía desplazarse con facilidad, mucho menos trepar una empinadísima escalera.  Además le colocó todos los artefactos eléctricos, espejos, cuadros, estufas, accesorios de baño y hasta le arregló el termotanque.  Atento como pocos a las necesidades de una suegra que con la edad se puso quisquillosa y ñañosa; mi vieja siempre tuvo ayuda nuestra para todos los problemas cotidianos.  Y jamás le faltó el afecto de mi nueva familia de tres, conformada por mi hijo y mi pareja.

En octubre del 2014 mi hermana y yo la llevamos al médico porque comenzó a tener serios problemas para desplazarse e incontinencia.  Todos nos aconsejaron llevarla a un Geriátrico.  Cabe destacar que mi mamá fue una fumadora empedernida hasta cuatro años antes de irse de este mundo.  El cigarrillo la mató de la manera más cruel que uno pueda imaginarse.  No alcanzaron esos cuatro años de abstinencia de nicotina, el daño estaba hecho.  La irrigación sanguínea a la pierna afectada por la polio era nula.  Era el principio del fin.  Mi hermana solicitó una vacante en el asilo de Capilla del Señor donde todavía vive mi abuela.  El médico admisor debía dar su visto bueno.  La subimos al auto engañada y descubrimos con horror que tenía una cuchilla de cocina en la cartera por miedo a que la encerráramos.  A mí ese episodio me hizo ruido en la cabeza, en el momento rabia y luego comprensión y compasión.  Demás está decir que el médico sentenció un rotundo NO al ingreso en el Asilo por la franca resistencia de mi vieja a ser internada.
En noviembre del 2014 mamá queda internada por una falla seria en una de sus piernas, salió de esa internación en silla de ruedas y pañales.  Mi hermana, que suele ahogarse en un vaso de agua unas cuatro veces por día, me puso a buscar Geriátricos por toda la zona.  El bombardeo por mail, teléfono y personalmente rayaba con el acoso.   Fui a visitar un lugar recomendado en Campana, sin ir a verlo me dijo que estaba de acuerdo y la llevamos engañada un domingo lluvioso de fines de noviembre.  Nunca me voy a olvidar ese día.  Le pregunté a mi hermana “te gusta?”, me respondió “no, pero otra no hay”.  La ingresamos y mi mamá gritaba suplicando que por favor no la dejáramos ahí, sin cartera, ni celular ni nada que se le parezca.  Mi hermana agarró su cartera y se fue a los cinco minutos, yo me quedé una hora intentando convencerla que era simplemente un centro de rehabilitación.  Me hizo acordar a la adaptación que uno hace con los hijos en el jardín de infantes.  La dueña del lugar me hacía señas para que me fuera, pero no podía dejarla en esas condiciones, hacía contorsiones sobre una hamaca para intentar desplazarse camino a la puerta.
Cuatro días después la fui a ver.  Le llevé su cartera y el celular cargado.  Le dí instrucciones al personal para que lo mantuvieran cargado.  Me la encontré en un sillón mirando Piñon Fijo a las 9 o 10 de la mañana, tristísimo si uno se pone a pensar que a mi vieja en ese momento la cabeza le funcionaba perfectamente bien, miraba noticieros, novelas y tenía una fuerte opinión política.  Miré a mi alrededor, una señora durmiendo sobre su rodilla flexionada babeando.  Un hombre aferrado al pie de una cama aullando “venime a buscar”, otra mujer durmiendo en un sillón enroscada en una pesada frazada en un día super caluroso.  Varias mujeres sentadas en sillas de ruedas con la vista perdida y la vida resumida a un plato de algún menjunje pegajoso servido en un plato frente a sus narices.  Nunca me voy a olvidar de las lágrimas de mamá corriendo a borbotones por sus mejillas y estallando en el pantalón negro que le habían puesto.  La alegría de verme fue tan grande que me retorció el corazón.  Pedí prestada una silla de ruedas y me la llevé a tomar un café cargado apenas cortado con espuma, como a ella le gustaba, en una panadería de Campana.  Le pregunté cómo estaba y me dijo que eso era un loquero.  Le hice una promesa, le dije que en cuanto terminara de pintar y arreglar una habitación en mi casa para ella la iba a traer a vivir conmigo.  Así tiró quince días, hablando permanentemente por teléfono conmigo y contándome los horrores que vivía día a día en ese lugar.  Le comuniqué a mi hermana que tenía intenciones de traerla a vivir conmigo y literalmente se desquició.  Todavía me gustaría saber por qué, nada le pedí, al contrario ya que se ahorraría la diferencia abismal que existía entre la pensión de mi vieja y los honorarios del asilo.  Una amiga de mi hermana me vino a ver y ratificó mi percepción, mi mamá no estaba lista para estar en un asilo de ancianos.  Consulté a amigos, familiares y tuve cien opiniones en contra de traerla conmigo.  La más vehemente fue la de mi hermana, quien adujo que iba a destruir mi pareja y la relación con mi hijo.  Pero mi amiga Laura, que ama a sus padres, y su cuñado Gonzalo, en una mañana de diciembre me dijeron que mi mamá se iba a morir más rápido en un lugar así y que ellos jamás harían eso con sus padres.  Luego vino la conversación con mi pareja, que lejos de hacerse las valijas y tomarse el palo, me dijo “hacé lo que tu corazón te diga y no escuches a nadie más”. 

Eso fue lo que hice y jamás me voy a arrepentir de lo que tuvimos en los últimos cinco meses de su vida.  Mi hermana, quiso persuadirme varias veces en forma de mail, celular y personalmente hasta que le manifesté la decisión tomada y la fecha: 22 de diciembre de 2014.  Esa mañana, a las ocho en punto me tocó la puerta y me dijo “listo, acá tenés la tarjeta para cobrarle la pensión, estas son las facturas de su casa, de ahora en más me desentiendo”.  Dicho esto último, nunca más la ví hasta marzo.  Mi pareja fue a la pinturería y ese mismo día, a la noche, el cuarto denominado “la habitación del pánico” por mi hijo y yo (depósito de máquinas de cortar pasto, herramientas y restos de mudanzas de toda la familia) se convirtió en una hermosa habitación para recibir a mi mamá.  Cuando mi hermana me preguntó por qué había tomado esa decisión, le dije que no había tomado ninguna, simplemente no tenía opción.  Algo en el medio del pecho me impedía abandonarla a su suerte en un loquero rodeada de caras extrañas, y más teniendo la firme convicción de que se avecinaba el fin de su vida.  Un EPOC en fase terminal estaba arrasando con su vida, no quería que se fuera de este mundo mirando caras desconocidas.

Y así fue como mi mamá se convirtió en mi hija.  Alguien a quien bañar, cambiar los pañales, encremar, peinar, curar heridas, cargar a upa en el auto y atender como a una nena de cuatro o cinco años.  Lo primero que hice fue ponerme en campaña para jubilarla y así afiliarla a PAMI (obra social de jubilados de Argentina).  Lamentablemente reboté en dos oportunidades, con todo el esfuerzo que implicaba subirla y bajarla del auto para sentarla en una silla de ruedas alquilada que pesaba mil kilos.  Tuve que hacer treinta kilómetros en dos meses consecutivos, parando el tránsito y haciéndome ayudar por la policía para poder bajarla del auto en pleno verano y con un calor insoportable.  La segunda vez me desmayé de la impotencia.  Lloramos abrazadas cuando nos rebotaron la segunda vez pero volvimos a casa y a una rutina donde fueron frecuentes las charlas, la novela turca, los panqueques de dulce de leche y hasta breves caminatas con bastón que le permitieron meterse en enero a la pileta (que mi pareja y yo mandamos hacer por nosotros pero más que nada por ella).  Mi hijo, que opuso resistencia al principio, me ayudó a cargarla, a subirla a la cama cuando se cayó, a cargar tubos de oxígeno y a atenderla cuando yo no estaba; me llena de orgullo pensar en esto y poder expresárselo en estas líneas.  Nuestra vida transcurrió de médico en médico, todos en forma privada, hasta tanto pudiera afiliarla a la obra social.  Su salud se fue deteriorando de a poco, pero llegó a tener unos buenos cuatro meses de comida casera (le encantaba lo que yo cocinaba), de risas compartidas con mi pareja que es un payaso y solía escupirme semillas de uva cuando yo miraba obnubilada a Onur junto con mi vieja.  Hice incontables esfuerzos para que comiera cuando comenzó a perder el apetito, podía cocinarle panqueques de dulce de leche a las diez de la noche si manifestaba un antojo por alguna cosa.  La llevé al Psiquiatra pensando que un pozo depresivo podía ser la causa de su falta de apetito.
En todo momento, mi viejo y su esposa me ofrecieron su ayuda; lo mismo sucedió con amigas que viven en el exterior y otras que viven en distintos puntos de la Argentina.  Se tejió una red de solidaridad que me permitió atenderla y ayudarla.  Mi viejo me traía los remedios porque su esposa los conseguía en el consultorio médico donde trabaja. Festejamos Navidad y Año Nuevo en mi casa, sin contar siquiera con una fugaz visita de mi hermana, que viviendo a escasos veinte pasos no pudo o no quiso venir a darle un beso a sus padres.  Pasamos todo el verano las dos solas, tomando té, conversando, mirando programas de chimentos y por supuesto la novela turca que luego, estando internada, le contaba sintetizada en la escasa media hora de visita de terapia intensiva.

A medida que fue complicándose su salud, requirió mayores cuidados y dejó de caminar definitivamente.  Mi hermana comenzó a visitarla en mi ausencia, cuando mi mamá quedaba al cuidado de una asistente y en marzo vino a pedirme disculpas por su comportamiento.  Me trajo un regalo de cumpleaños tardío (mi cumpleaños es el 4 de diciembre pero ya en ese entonces había dejado de hablarme porque no estaba de acuerdo con mi decisión de traerla a vivir conmigo).  Mientras mirábamos “Relatos Salvajes”, película que le había contado en detalle a mi vieja porque tenía muchas ganas de verla y al fin conseguí en dvd, le pedí que le limara las uñas mientras yo cocinaba el almuerzo.  En ese entonces mi vieja había comenzado con un eczema cutáneo bastante fuerte que derivó en una consulta al médico y posterior internación.  En esos primeros días de marzo luchó contra una infección urinaria en el único riñón sano y estuvo dos veces en terapia intensiva.  Más que nunca me comprometí a cuidarla, no me aparté de su lado jamás, hablé con médicos y enfermeras para que la atendieran como corresponde y hasta los amigos de mi hijo le entregaron una carta al Senador provincial de mi pueblo para solicitarle me ayudara con la jubilación y afiliación a Pami de mamá.  Este hombre me ayudó muchísimo, cuando mamá salió de esa internación vinieron a tomarle las firmas en mi casa para jubilarla, además de hacerme contacto con el Director del Hospital San José a quien le voy a estar eternamente agradecida por la contención y la atención brindadas a mi madre y a mí.

Mamá salió peor de lo que estaba, casi sin movilidad, había que alimentarla y darle de beber en la boca.  Además le recetaron oxígeno permanente, gracias a la intervención de la Jefa de la Sala de Primeros Auxilios, me dieron los tubos en forma gratuita cada 48 horas (que es lo que duraban, aproximadamente).  Ahora el cuidado se hizo mucho más estricto, no se la podía dejar sola por más de media hora.  En ese momento sentí que mi nena se había convertido en casi un bebé.  Recuerdo haberle pisado el puré para dárselo en la boca, o desgranar una galletita o un chocolate para ponerle los pedacitos en la boca con la mano.  Todas las noches, desde que llegó a casa, después de medicarla (obligarla a tomar los remedios y contestar todas las preguntas sobre la indicación de cada uno), la arropaba y nos quedábamos conversando hasta que le venía el sueño.  Entonces me despedía con un beso en la frente y ella me contestaba “gracias, gracias, gracias”.  Siempre tres veces gracias.  Se vé que se sentía a salvo y la comprendo.  Si hay algo que jugó de entrada como variable en esta ecuación, fue la empatía por su estado.  No hubo momento en el que no me pusiera en su lugar.  ¿Con qué derecho habíamos usurpado su casa? ¿Con qué derecho habíamos decidido pasar por encima de sus pertenencias decidiendo qué se regalaba, qué se tiraba y qué se conservaba? Gracias a Dios, pude rescatar muchas cosas de su departamento, que le traje a su habitación.  Le mostré prenda por prenda y collar por collar.  Su amado tapado de piel y sus ínfimos corpiñitos con aro y relleno que siempre me llamaron la atención por lo diminutos porque la única de la familia con dos tetas grandes fui yo (siempre nos reíamos de eso).

Con una primer bisnieta en camino, en el mes de marzo la dejé sola dos horitas para ir al baby shower de la novia de mi sobrino.  Le traje dulces, torta y chocolates.  Le dí de comer en la boca mientras fantaseábamos con la idea de tener la bebé a upa, mi vieja estaba muy ilusionada.  Con la bigotera de oxígeno puesta, una escara sacra del tamaño de una papa chica y una pierna complicada con dos dedos necrosados, su salud iba en franco deterioro.  Sin embargo su humor en casa era bueno, era evidente que prefería estar en aquí.  Cuando salió de la internación de marzo, mi hermana se pidió una semana de licencia en su trabajo para ayudarme a atenderla.  Pero lamentablemente tuve que echarla de mi casa porque sus apoteóticas caras de culo, que son su marca de agua personal, no solamente no ayudaban, restaban.  Ya vivíamos una tragedia, si uno está en un lugar donde no desea estar, la cosa se complica doblemente.  Ese día llegó con el camisón sobre un pantalón de jean, una cara de furia que haría palidecer el sol y se deslizó por la pared de la habitación de mi mamá hasta quedar sentada en el piso.  Recuerdo haberle dicho que no necesitábamos esa actitud, acompañándola de un brazo hacia la puerta. Sus primadonismos y actuaciones no eran propicios en una situación tan delicada.
La herida de mi vieja fue de mal en peor, la retención de líquido la puso difícil de manejar.  No podía cambiarla sin ayuda, contraté a otra persona para que me diera una mano por las tardes.  Esa señora me falló y encima el médico a domicilio me sugirió rotarla (además de medicarla con una batería de cosas y artículos de ortopedia carísimos, algunos de los cuales me los prestaron amigas o el Rotary Club).  Entonces una mañana fui a buscar a mi hermana para que me ayude a rotarla para higienizarla (fundamental dada las condiciones de su herida).  No solamente no me atendió, se encerró en su habitación.  Espié por la ventana de la cocina, vi su notebook abierta con la cartera junto a la bolsa de chicles y caramelos light que consume en cantidades industriales desde hace tres décadas.  Entré por atrás.   Le dije que me llevaba la computadora y la cartera a casa, que viniera a retirarlas y de paso me ayudaba con mamá.  Estando parada justo en el marco de la puerta, me arañó el brazo derecho donde colgaba su cartera, y con la otra mano desde atrás me quitó la notebook de las manos.   Días después me entero que le dijo a su familia que yo le había pegado y le había destrozado la computadora.

Mi madre termina internada una tercera vez, ella no quería y me lo dijo “prefiero morirme en tu casa”; pero los cuidados que ahora necesitaba eran profesionales y no me encontraba en condiciones de brindárselos.  Con la promesa del ingreso a un asilo para ancianos en el mismo hospital, mi cuñado convenció a mi pareja de llevarla al hospital nuevamente.  Esa mañana la cambié, le puse el mejor camisón y fui en la ambulancia con ella, de la mano, asegurándole que era para curar la escara y volveríamos.  Ya en el hospital tuvimos que esperar seis horas para que la pasaran a una habitación que no abandonaría en cincuenta días consecutivos de internación.  No había lugar en el asilo, pero la escara era grande y necesitaba cirugía; quedaría internada hasta resolverla.  Pasó por quirófano y lo que antes tenía el tamaño de una papa chica ahora tenía el tamaño de una naranja grande.  Los dolores eran terribles pero mamá se aferraba a la vida con uñas y dientes.  La alegría de encontrarse conmigo todas las mañanas, los dulces que le llevaba, la sal de ajo que le compré para sustituir la sal que consumía en cantidades industriales y los mimos que compartimos me llenan el corazón.  No le soltaba las manos, intentando memorizar la forma y textura de sus dedos, sus uñas, sus palmas tan hambrientas de afecto y de amor.  Nos hicimos confesiones enormes, nos prodigamos amor a mansalva.  Le pedí perdón por las veces que le contesté mal o la ignoré porque me contaba sus míticas peleas con la compañía de telefonía celular.  Le dije mil veces lo buena madre que fue con nosotras, su incondicionalidad inclusive durante su enfermedad, su amor y su generosidad.  Colaboré en el baño y curación de sus heridas con la enfermera de la mañana y rezongué porque me echaban de la habitación las enfermeras de la tarde para cambiarle los pañales mientras escuchaba los gritos ensordecedores de mi vieja gritando “Paulaaaaaa Paulaaaaaa!”.  Durante cincuenta días me pasé doce a catorce horas al lado de ella, poniéndole trocitos de chocolate en la boca, acariciándole la cara, mirándola a los ojos, dejándola recorrer mi cara con los suyos…memorizándonos una a la otra.  La besé como nunca la había besado en mi vida, le dejaba rosarios de besos desparramados desde la frente hasta el mentón.  Me pasé horas mirando y fotografiando su cara y sus manos, pasándole crema a su cuerpo seco, regulando el manómetro del oxígeno o simplemente nebulizándola.  He llorado por los pasillos silenciosamente, ensuciando los delantales de médicos y enfermeras con el rímel de mis pestañas cuando decidimos con el Director del hospital realizar cuidados paliativos.  Ese día, cuando me informaron que no saldría de esa internación recuerdo haber sentido que el mundo se me venía encima, sola por los pasillos tomando decisiones unilaterales, siempre sola.  Estuvo un mes sufriendo dolores insoportables a pesar de la morfina.  Aferrada a la baranda de la cama, mientras le colaban siete u ocho sobres de azúcar sobre la herida (que ahora tenía el diámetro y profundidad de un plato hondo) gritaba “prefiero morirme”.  Un mes después de comenzar con la morfina y luego de haber recibido la extremaunción con el párroco de Capilla, a quien agradezco la gentileza de haberse acercado apenas lo llamé, los dolores eran insoportables y las alucinaciones de las drogas aún peores.  Ya no disfrutaba de la tele, ni de la comida, se enojaba conmigo y en momentos de lucidez no solamente me pedía disculpas, me ha dicho infinidad de veces “te amo”.  Tuve la suerte de captar esos momentos con el celular, mi vieja no fue una mujer toquetona ni cariñosa, el amor lo demostraba de otras maneras.  Pero verla en ese estado, tan desesperada de cariño, de cuidado y tan dependiente (habiendo sido todo lo contrario), pudo hacer más y más profundo el vínculo madre e hija que tuvimos durante nuestras vidas.

Recuerdo cuando era chica, estar en el patio del colegio preguntándome si mamá habría llegado a verme participar del acto escolar.  Cuando escuchaba su tos seca de fumadora sentía un alivio y una alegría muy difíciles de describir.  Paradójicamente, esa tos de tantos cigarrillos fumados la llevó a ese estado donde el oxígeno no llegaba a curar la herida que terminaría con su vida.  Así fue como el Director del hospital me encontró llorando por los pasillos, a escondidas de mi vieja, sola desde el principio de este viaje y me ofreció hacerle una vía central para darle morfina y algún sedante más fuerte para que no sintiera dolor.  Así lo hicimos una semana antes de su partida, le hicieron la vía y las enfermeras esperaron un tiempo prudencial para que mi hermana viniera, temiendo que fuera la última vez que la viera despierta…nunca sucedió.  Una semana después, todavía alerta y dolorida, seguí el consejo de José Luis y le recé a la Virgen del Carmen.  No me quedó Santo ni Virgen por invocar, sabía que estaba pidiendo que se la lleven, pero ver sufrir a una madre es una de las cosas más tristes que te puede tocar en la vida.  Otra vez el Director del hospital me encuentra llorando por los pasillos y me ofrece llevarla a terapia para darle una sedación más profunda.  Acepté y le agradecí.  Eso fue un viernes.  El sábado al mediodía le di de comer en terapia, quise rezar con ella y no me dejó “me da miedo” dijo.  Me pidió que trajera mi auto y la llevara lejos de ahí porque eso era una cárcel.  Otra vez le hice masajes en las manos edematizadas por el suero y le llené la cara de besos.  Varias veces me dijo “sos mi cuidadora especial”.  Me fui y volví el día siguiente, domingo 31.  Me advirtieron que estaba dormida porque había manifestado mucho dolor. Dormida aproveché para susurrarle oraciones al oído y pedirle que fuera en busca de su papá, mi abuelo Guillermo y de su amor Juan Carlos.  Volví a rezarle a la Virgen del Carmen y le desparramé besos en el mentón y en el pecho.  Me fui a las 14 horas.  A las 17 me avisaron que había partido.  Volví a verla, quise verla y volví a besarla pero ya despidiendo a mi querida madre a la que había soltado tres horas antes para que emprenda su viaje al cielo.

Las únicas flores que tuvo mi vieja en el funeral las compró mi pareja, las únicas lágrimas derramadas fueron las mías y las de mi viejo.  Mi hermana decidió arbitrariamente no dejar asistir a nadie ni avisarle a su familia política, así que únicamente vinieron algunas de mis amigas, la prima de mi viejo y amigos de mi hijo.

Unos días después fui a retirar las cenizas, que voy a llevar a su adorada Mar del Plata, ciudad que amaba y donde fue muy feliz.  Pasé por el Asilo a ver a mi abuela, obviamente no le conté nada, simplemente lloré en su hombro.  Una compañera me preguntó el motivo y le contesté, me dijo que mi abuela la había nombrado a Mirtha muy seguido, (previamente quise llevarla a ver a mamá al hospital pero mi vieja se negó rotundamente).  De todas formas mi abuela no conoce a nadie, ya casi no ve ni escucha.  Sin embargo al escuchar mis sollozos sobre su hombro me acarició la cabeza y me dijo con toda naturalidad “¿Pichi estás llorando?”. Se quedó un rato pasándome la mano por el pelo, como si hubiera entendido que algo estaba pasando. 

El dolor, aun cuando uno haya deseado la partida por su bien, es inexplicable.  No solamente porque perder a una madre es una de las cosas más dolorosas que le pueden suceder a un ser humano.  En mi caso también perdí a una hija, porque mi vieja fue durante esos cinco meses mi hija.  Dependió absolutamente de todo para mí.  Fui su refugio, su amparo, su rescate, su fiel defensora, su cuidadora especial, su enfermera, su mamá, su amiga, su confesora…y su hija. 

¿Con qué me quedo?  Me quedo con la tranquilidad de haber luchado como una leona por ella.  Con haber descubierto la solidaridad y empatía de amigos, vecinos y perfectos desconocidos.  Gente que vagaba por las calles de Capilla y me tendieron su mano.  Las asistentes sociales del hospital, las enfermeras que cobran un magro sueldo pero no toman revancha con los pacientes cumpliendo una tarea que raya con la misericordia más absoluta.  Me quedo con la ayuda recibida por los familiares de las compañeras de habitación de mi vieja: Teresa, Olga, Rosa, Lidia y la abuela de Laura.  Me quedo con el abrazo de la empleada de Acción Social que me entregó el certificado de discapacidad de mamá.  Con la ayuda de Verónica que en todo momento me asesoró por whatsapp y me afilió a mamá en Pami en tiempo record.  Me quedo con la ayuda y el llamado telefónico del Senador Bozzani a quien le estaré eternamente agradecida.  Me quedo con la ayuda de Emanuel y Mercedes de ANSES, que a pesar de que no pudimos sacar la jubiliación ni el reintegro por sepelio, se rompieron la cabeza tratando de ayudarme.  Me quedo con las zuziaz, mis amigas que nunca me dejaron sola, con mis amigas de toda la vida (Gladys, Laura, Carola, Cristina y Liliana), con las chicas del grupo Forastera (algunas hasta me llamaron por teléfono!!!), me quedo con mi hijo acariciándome la cabeza el día del funeral de mi vieja, me quedo con mi viejo y su mujer que vinieron a ver a mamá al hospital y me dieron de comer todos los domingos que mamá estuvo internada.  Me quedo con Cristina, la prima de papá que la fue a ver en marzo y estuvo siempre al pie del cañon con ideas, llamados y sugerencias.  Me quedo con Alba y Silvia, tías de mi hijo, que me ayudaron de todas las formas posibles.  Y también me quedo con la cantidad de gente que pasó a saludarme y darme sus condolencias.

La vida tiene esas cosas, todo lo que escriba suena a frase hecha.  Se llevó una de las personas más preciadas de mi vida, sin embargo me premió con esta gran cadena de amistad y cariño que jamás van a tapar el hueco que dejó mi vieja pero bien valen como sustituto.  Sé que puedo contar con todos ellos.  Ojalá que mi mamá esté en un lugar mejor, felíz, sin dolor, bien acompañada y disfrutando del paraíso porque se lo merece.  Si tuvo alguna cuenta que pagar, la pagó acá en la tierra, allá se merece lo mejor; estoy convencida de que está disfrutando de eso.

Te lo dije en vida, te lo digo ahora dondequiera que estés: Mamá te amo, fuiste impecable y te deseo lo mejor hasta que volvamos a encontrarnos.


Algunas fotos y un video que es el tesoro más grande que heredé de ella:


El día que me dijo "Te amo"
El día que la saqué del Asilo a tomar café a principios de diciembre de 2014
El día que la traje a vivir conmigo, 22 de diciembre de 2014
El día que la saqué del Asilo.

 Navidad 2014
 Navidad 2014
Última semana de diciembre 2014 tomando café en el pueblo. 
Tomando café en el pueblo.
Atardecer de verano en casa.
 Año nuevo 2015 en casa.
 Año Nuevo en casa.
 Enero 2015.
 Enero tomando café en el pueblo.
 En la pileta, enero 2015.
 Domingo en casa, febrero 2015.
 Cumple de su nieto menor, marzo 2015.
 Asado marzo 2015 en casa.
 Comiendo los dulces del baby shower de su bisnieta, marzo 2015.
 En el hospital abril 2015.








Con mi abuela en el Asilo, unos días después del fallecimiento de mamá, el día que fuí a retirar las cenizas (8 de junio 2015).