lunes, 11 de noviembre de 2013

De hijos y madres

TEENS


SER MADRE DE ADOLESCENTES

Un adolescente es considerado como tal cuando le salen los primeros pelos en las piernas y en las axilas, huele a chivo cuando transpira y empieza a cambiar la voz.  La edad considerada “del pavo” duraba hasta los dieciocho como mucho.  Digo duraba porque ahora siguen siendo adolescentes hasta que se casan o se mudan solos, mientras tanto mantienen las mismas mañas que a los catorce. Por supuesto me hago cargo como el resto de las mujeres, de mimar al hijo varón hasta convertirlo en un vampiro chupasangre que te utiliza como cajero automático, está convencido que sos la reina de las pelotudas y si puede se cruza de vereda cuando te ve (si tiene la panza y billetera llenas).  Los avergonzamos, somos una especie de lastre que pregunta si lleva abrigo, si va a venir a comer, si le duele la panza o necesita medias limpias.  Así, sin darnos cuenta nos convertimos en una secretaria/mucama/geisha/niñera/valet parking/chef y principal auspiciante de las ocurrencias de estos personajes que uno suele amar hasta el fondo de los huesos.
Recuerdo como si fuera hoy, la primera vez que me hizo estacionar el auto a dos cuadras del colegio para que no lo vieran en mi compañía, pero me siguió pidiendo que lo llevara al colegio hasta quinto año del Secundario.  Ya a los doce tenía que pagarle para sacarle una foto o agarrarlo desprevenido.  Nos bloqueamos en el Facebook mutuamente dos millones de veces porque tengo prohibido etiquetar, postear, escribir y hasta mirar; pero me deja como a sabiendas de que mi bolognesa vale más que el oprobio de contarme entre su lista de amigos.  Compartimos algunos gustos como la música, los autos, el cine y la buena comida.

 Así que cuando comenzó a pedir concurrir a recitales se me fruncieron todos los esfínteres y preferí acompañarlo a los catorce años antes que perderlo en una marea de gente.  Tengo grabada en el corazón su figura, cabeza llena de rulos, jeans y zapatillas pasando por la entrada principal del estadio Monumental de River Plate para asistir a un concierto de “Intoxicados”, banda con mala prensa por el público que solía llevar.  No me voy a olvidar jamás de la cara de sorpresa y alegría que tenía mientras recorría el estadio con esos ojos enormes color miel.  Por supuesto, yo iba para cuidarlo, así que nos fuimos acercando poco a poco hasta casi el borde del escenario.  Hasta ese momento solo había bandas soporte y el público esperaba sentado fumando marihuana a lo pavote.  Nunca fumé tanta marihuana sin prender un solo faso.  Intoxicada y con los ojos rojos, buscaba sus rulos en la multitud para no perderlo de vista hasta que llegó el turno del Pity (cantante favorito de mi hijo en esa época).  Me dio la mano todo lo que pudo pero la marea de gente me lo arrebató como una ola de mar.  Lo perdí de vista y quedé sola apretujada en el medio de una masa informe de gente transpirada que no paraba de saltar al ritmo de la música, con mi escaso metro y medio (demás está decir que poco pude ver del Pity y su banda ya que cualquier persona es más alta que yo).  Transpirada y cansada de repente ví que se hacía una especie de onda expansiva como si alguno se hubiera desgraciado y los de alrededor buscaran esquivar el gas letal.  Al lado tenía parada a una mole de casi dos metros de altura y ciento veinte kilos de peso, que llevaba a su compañera sentada sobre sus hombros mientras cantaba y saltaba aplaudiendo como loco.  El señor en cuestión llevaba una cresta de pelo tipo punk, perforaciones y tatuajes por todos lados y una cara que metía miedo.  Mis prejuicios no me duraron ni medio segundo.  Ante mi cara color cemento, gesto de terror por el agujero de gente que se había manifestado frente a mis ojos el señor me dijo “Señora, no se asuste, esto se llama pogo.  Se van a ir todos para atrás y cuando empiece el estribillo van a correr todos para adelante.  Deme la mano que no la voy a soltar y no le va a pasar nada”.  Así fue como terminé incrustada en su ombligo peludo, bañada en su transpiración pero totalmente a salvo de esa avalancha.  Salí airosa de la primera fecha y luego del reencuentro con mi multiúnico vástago me fui a dormir con los pies como dos empanadas gallegas, una sordera industrial post concierto y el dolor de cabeza de la década.  Al día siguiente teníamos entradas para otra banda.  Y así fue como volvimos a concurrir al mismo lugar pero esta vez acompañados de mi cuñado, mi hermana y mi sobrino.  Tranquila porque mi hijo estaba custodiado, me quedé saltando (para no desentonar) con mi hermana y cuñado quien nos hizo caminar entre la gente hasta llegar lo más cerca del escenario posible.  Otra vez el famoso pogo y un milagro que cambiaría mi vida para siempre.  Evidentemente tropecé con los cordones desatados de mis zapatillas y caí boca arriba sobre el pasto.  Mi vida pasó frente a mí en un segundo.  Pensé en todos los muertos del mundo por avalanchas en estadios y me dí cuenta que estaba a punto de morir.  Una manera cool de morir pensé, en un recital de “Los Piojos”; pero Dios ese día estaba de buen humor y como por arte de magia se hizo un círculo alrededor.  No sé cómo pero alguien me puso de pie y ató mis zapatillas como por arte de magia.  Me cagué en las patas y juré que nunca más iba a pisar un recital sin una entrada para palco.

Por supuesto la criaturita siguió creciendo y asistiendo a recitales sin mi compañía ya que demostró con creces que podía cuidarse solo, paradójicamente, en estos recitales mi hijo terminó cuidándome a mí.  También lo acompañé a hacerse su primer tatuaje para asegurarme de la higiene del lugar (y de paso pagar la cuenta), fuimos a hacerse su primer piercing, le enseñé a manejar sufriendo como una condenada cada vez que se llevó el auto, descubrimos juntos el sabor de nuestro primer sushi, compartimos películas, junté de donde no tenía para comprarle la Play 2 y luego la 3.  Lo esperé dos horas, parada, mientras se probó todas las remeras de un local de ropa.  Lo llevé de vacaciones a un lugar que no me gustaba para que en la mitad de las mismas se volviera con su amigo porque estaba aburrido.  Cociné y cocino todo lo que me pide aunque se me escape a la cancha y me tenga con el culo en la mano hasta recibir el mensajito “estamos volviendo”.  Hace unos seis años que no duermo tranquila pensando si llegó, si lo escuché, si no lo escuché; mandando textos a las cinco de la mañana para conocer su paradero.  Me fumé todos los partidos de futbol de la liga inglesa, española, italiana, y las copas de todos los continentes solo o con una horda de amigos y primos vociferando cosas irreproducibles.  Lavé y lavo medias y camisetas con olores propios de los camellos de El Cairo.  Su dormitorio parece Beirut después de un bombardeo, cuando pasa por el baño arrasa como un tsunami y si anduvo cocinando vas a encontrar tuco hasta en las cortinas del living como si alguien hubiera cometido una masacre de tomates.

Todo lo que hice y hago lo volvería a hacer veinte veces.  Porque a pesar de quejarme, me encanta ser su madre, me divierte aunque a veces lo quiera estampar contra una pared.  Tenemos peleas que son para alquilar balcones, los gritos se escuchan ocho cuadras a la redonda.  Tiene la capacidad de pegar donde más duele, pero de dar el beso que cura todos los males.  Nos aguantamos mutuamente, nos protegimos cuando nos quedamos solos, compartimos el amor por los animales y él sigue pensando que soy una tarada que no sabe nada de la vida.

Mi consejo para parejas: Bajen ostensiblemente la cantidad de hijos planeados, concurran a una casa donde haya varios adolescentes para ver la que les espera.
Mi consejo para padres de niños pequeños: Prepárense.  Tomen vitaminas, hagan gimnasia, duerman todo lo que puedan y ahorren mucho dinero porque lo van a necesitar.
Mi consejo para padres de adolescentes: Están en el baile así que muévanse lo mejor que puedan, dicen que en algún momento se termina, pero no tengo el placer de conocer esa sensación.
Mi consejo para padres de jóvenes: Los van a tener atrincherados en casa hasta que consigan novia, trabajo, casa y auto.  Como viene la mano, sigan trabajando hasta que se les caigan los dientes.


Mi hijo se llama Guillermo, y a pesar de todas las ganzadas que escribo estoy orgullosa de él porque es una buena persona y lo mejor que me pasó en la vida…lejos!

Acá está el famoso recital de ese año, a ver si me encuentran entre la gente ;-)