domingo, 28 de noviembre de 2010

RUIDOS MOLESTOS


Cinco situaciones sobre los peores momentos para tímpanos sensibles

A la gente le importa una mierda otra gente.  Y con esto me refiero a que la persona que está haciendo tu vida miserable haciendo interferencia en la comunicación entre tu oído y tu cerebro, profiriendo aullidos de 500 decibeles o serruchando un árbol a las dos de la tarde de un sábado, le resbala si te estalla el cerebro o no podés dormir la siesta.
Porque es imposible que no se planteen el hecho de que están desbalanceado el medio ambiente, espantando aves y especies autóctonas, despertando gente y mutilando tímpanos sin piedad.  No admito que no tengan registro de esto, a las pruebas me remito: ayer a las dos de la tarde (sábado) un infeliz con tapones de cera en los oídos y una máquina de cortar pasto descalibrada, estuvo dos horas sostenidas torturando los cerebros del barrio a pesar de que los vecinos de cinco cuadras a la redonda lo puteaban sin asco.  No solamente escuchaba las puteadas, el muy hijo de puta las contestaba.

Es por esto que me permito hacer un Top Five de los ruidos más molestos que he escuchado (todos adrede y producidos por gente que debería ser colgada de los genitales en las Plazas Públicas como escarmiento y ejemplo)

NIÑOS SUFRIENDO EN RESTAURANTES FINOS A LAS DOCE DE LA NOCHE

Escena de lo más común: Niño de dos años destruido de cansancio deambula sonámbulo entre las mesas de un restaurante de lujo.  Los padres y abuelos cenan felices a la luz de las velas mientras el mozo descorcha un burbujeante champagne.  El párvulo se menea de aquí para allá intentando embocarse el chupete en el ojo y la mamadera en el culo.  Como ninguna de las dos actividades lo satisface (más bien lo frustran), el pichón de Tarzán llena de aire sus mini pulmones y ejecuta un alarido digno de Mick Jagger sobre el escenario.  Sin el talento para el canto y la habilidad para estallar copas de cristal de María Callas, el pendejo aúlla ante la mirada condescendiente de unos padres que nacieron sin oídos o se los amputaron al parir el demonio de Tasmania que sigue berreando como un lobo estepario.  Sin levantar medio milímetro el culo de la silla, los padres chocan las copas y dejan que el mocoso busque asilo político en cualquier falda femenina en la cual decide dejar una gruesa capa de mucosidad verdusca.  Conforme va gritando, dos burbujas de moco salen de los orificios nasales; la abuela: bien gracias.  Ni siquiera se para para limpiar el desastre con una servilleta.

MUJERES QUE NO SE ESCUCHAN Y GRITAN COMO UN DEMONIO

Mismo restaurante (juro que es verdad).  Mujer de unos treinta y tantos le explica a sus amigas todo su periplo matutino.  En un tono de voz similar al que utilizó Master Chief John para convertir a Demi Moore en un Marine de los Navy Seals, la señora nos hace saber cuánto le costó la depilación definitiva de sus partes, que arrasó con el bosque que alguna vez forestara sus genitales, que pagó en tres cuotas con tarjeta y que su hija menor vomitó la chocolatada y los cereales del desayuno en el asiento trasero.  Todo esto mientras intentás llevarte unas costillas de cerdo con salsa barbacoa a la boca.  Como si esto fuera poco, tu pareja te habla pero solamente ves una boca que se abre y cierra en un vano intento de comunicación.  Porque el vozarrón de la señora ocupa todos los canales y te deja fuera de combate.  El resto de la velada te comunicarás por señas.

EL BOLUDO DE LA MAQUINITA DE CORTAR PASTO

Este imbécil descerebrado vive en la Ciudad, y tiene casa de fin de semana donde vos vivís.  Viene buscando la paz del campo.  Para destruirla, obviamente.  Con un vaso de vino encima en el almuerzo y la pastillita “todomechupaunhuevo” que te clavaste a la mañana (por prescripción médica), la siesta no debería ser un problema.  Te equivocaste.  En bolas, babeando y abrazado a la almohada bajo el tenue vientito del ventilador de techo caerás en la cuenta de que esa dulce modorra va a ser interrumpida por el ruido de un motor fuera de punto de una máquina de cortar pasto que parece un helicóptero desmadrado.  Cruzando los dedos desearás que la faena termine pronto, pero la muy puta no regula y se le apaga cada dos por tres, con lo cual la tarea terminará cuado tu siesta haya llegado a su fin.  Lo peor del caso es que lo puteaste cincuenta y ocho veces pero jamás te escuchó.

EL DISC JOCKEY DEL BARRIO

Tarado como pocos, este engendro del Mal, hijo bastardo de Darth Vader y Ursula de los Mares está convencido de que su gusto musical es compartido por el resto de los vecinos.  Como a él le gusta, seguro que a los demás les encanta.  O bien, no lo conocen, es hora de que desasne musicalmente a mis congéneres.  Muñido de dos gigantescas torres de parlantes, el bobo enganchará un hitazo (así los llama él) detrás del otro.  A las dos de la tarde de un sábado o domingo.  Cumbia, reggaeton, merengue, hip-hop, rap o cualquier otro ritmo ideal para conciliar el sueño serán los elegidos en este espiral musical random diseñado para provocar epilepsia y sordera.

LA BOCINITA DEL ORTO

El adicto a la bocinita no tiene paz.  Porque con la misma asiduidad que se prende de la bocina del auto o el cuatriciclo, bien podría masajearse las partes para descargar un poco de esa ansiedad que lo corroe por dentro.  Ni se plantea que la gente de la cuadra pueda estar durmiendo luego de una semana de arduo trabajo.  El quiere que su amiguito salga de la casa.  Entonces tocará y tocará la bocina.  Primero pequeños toquecitos.  Luego apoyará la mano con alma y vida sobre el volante hasta que el ruido ensordecedor haga bajar al marrano que tiene por cómplice.  Una vez en el auto, el boludo saludará a la madre del amigo.  No con un beso, no con un agitar de manos o un guiño del ojo.  No, con la puta y condenada bocina del auto.  Y si llegara a ver más conocidos en su periplo hacia vaya a saber dónde, seguirá demostrando su afecto a puro bocinazo.  Un imbécil, con todas las letras.


Remedio:  Tapones de siliconas.  Un rifle de aire comprimido.  Una catapulta de agua caliente.  Un perro asesino.  Un planeta deshabitado…