lunes, 25 de mayo de 2009

DESPELOTES EN CADENA



Cuando la vida te alcanza, no te queda otra que cagarte de risa (o hacer la gran Celeste Carballo y tomar la ruta 3)


Pareciera ser que los quilombos no vienen solos, se agrupan en cadenas largas como los genes en las de ADN. Vienen así en fila, como tren bala, y antes de que te des cuenta te atropellan. Primero vez la luz de la locomotora y te quedás encandilado como perro en la ruta. Cuando estás por decidir para cual de los dos costados vas a pegar el saltito, te congelás como una merluza en la góndola de los pescados. Entonces arremete la locomotora sin piedad. Levantás la cabeza, pero detrás viene el primer vagón y TUC (onomatopeya de golpe seco en la frente) otra vez aplastado como una estampilla…y así hasta que termine de desfilar el resto de la formación (unos veinte vagones promedio, según una estadística arbitraria y propia que no pienso explicar).
¿Qué hay de positivo en todo esto? Pues uno mismo, y la manera en que uno se para frente a la locomotora. Bueno, la locomotora a veces te agarra desprevenido y mal parado; pero para el resto de los vagones no hay mejor cosa que pelar el dedo medio para arriba enroscando el resto en forma de puño, enfrentando la cosa con el pecho henchido, la frente alta y una buena carcajada (onda el genial Guasón de Heath Ledger).
Si, no hay nada que le de más miedo al miedo que unos cojones de titanio y la virtud de verle la gracia hasta la desgracia más grande. Obvio que me refiero a una escala de desgracias tolerables, no me vengan ahora a aleccionar sobre desapariciones físicas de seres queridos (aunque debo reconocer que hasta en esos percances afloran, en algunos, esos gloriosos momentos en los que se recuerda al que se fue con una risotada…que no tiene nada de malo aunque el fiambre esté aún caliente).
Reírse hasta llorar o llorar hasta terminar riendo es más terapéutico que dos tiras de antidepresivos, una semana en un spa brasilero o ganarse el loto (bueno ahí me fui un poco de mambo).

La cosa se sucede de la siguiente manera. Un día de cadena de despelotes común y corriente:
Te quedaste dormido porque no escuchaste el despertador o programaste mal el celular o simplemente tu mente eligió, subliminalmente, incluir la cancioncita tierna que has elegido como alarma para musicalizar el sueño en el que estas por subirte a la Harley Davidson de George Clooney.
Obviamente, tu puta conciencia del deber y el hemisferio cerebral que comanda la responsabilidad te bajan de un hondazo de la nube onírica, justo antes de poner la manito en el hombro de George y la pata en el estribo.
Te vas a bañar con una sensación de injusticia que va a sentar jurisprudencia porque es muy probable que intentes la comisión de un homicidio antes de las once de la mañana (sin armas *ver punto 10).
Abrís la canilla y suspirás aliviado porque hay agua. Vas debajo del chorro con confianza porque el agua está. Está helada. Tenés fé, ya va a calentar. Te enjabonás el pelambre para descubrir que el enjuague va a ser doloroso. Guai? Simple, se apagó el termotanque.
Ponés la pava para tomar algo que te devuelva del más allá arrancándote de la hipotermia y devolverle un cacho de color a tu cara de cadáver moradito. Mientras el agua hierve te untás la tostadita. Te das vuelta para sacar la pava del fuego y ves con furia que tu felino se ha engullido tu desayuno (la última rebanada de pan de una heladera tan vacía que tu voz hace eco cuando hurgas puteando buscando un suplemento para un estómago vacío). Recordás que es día de compras (día largo, si los hay, salir del trabajo para esquivar pendejos sin desnucarlos, en un hipermercado).
La camisita del trabajo no está planchadita. La otra está para lavar. Hay una que zafa pero huele a perro revolcado en zanja putrefacta (ah, si, fue el abrazo que me dio la perra ayer). Puteando al can pelás la tabla y enchufás la plancha. La plancha no plancha. Junta agua y escupe sarro. Sobre la camisa que estaba limpia. Ahora tiene lunares grises. Y el clonazepam todavía no llegó al torrente sanguíneo.
Te vestís como podés bajando las escaleras con taco aguja haciendo equilibrio para no terminar de culo en el último escalón. Prueba superada. Seguro y alegre te encaminás al auto (es un decir porque pisás un pequeño desnivel de la vereda y desaparecés del horizonte). Con las rodillas en el barro, porque llovió toda la noche, te colgás del baúl del auto para levantar tus kilos del piso sin ayuda de una grúa.
Ya dentro de la nave, te percatás de que hay barro hasta en tus pestañas. Ya fue, no hay tiempo para cosmética ni cambio de ropa. Decidido le das arranque al auto. El auto está mimoso, pide cebador (y nafta y aceite y un mecánico, y un urgente pase a retiro). Luego de insultarlo le suplicás que te de un respiro y señales de vida. Las da, hace un rugido exagerado y se para otra vez. No hay una sola lucecita del panel que no se prenda augurando inminentes problemas. ¿Lo ahogaste? Paciencia, repiqueteando el taquito con los brazos cruzados mirando el motor con cara de pocos amigos esperás el tiempo prudencial para reiniciar la batalla. Termina por arrancar pero escupe un par de carbones como para que no te entre un alfiler en el culo todo el maldito camino al laburo. El tablero sigue encendido como un arbolito de Navidad (en julio).
Tomás la curvita cerrada para darte cuenta que el freno está laaaaaargo. Tan largo que podemos decir, básicamente, que no frena. Bombeás con desesperación y a dos centímetros de un camión con acoplado la máquina se planta. Lindo, sobretodo porque el chofer brasilero te está haciendo toda clase de gestos obscenos usando su espejo retrovisor (que tiene el tamaño del televisor de mi casa). Le devolvés la cortesía porque tenés ganas de jugar y el tipo saca medio cuerpo por la ventanilla para mostrarte algo que solo le mirarías al dueño de tu sueñus interruptus de la matina.
En el trabajo, el teléfono no para de sonar. Todos piden algo que uno podría hacer si la maldita maquinita dejara de repicar en tu tímpano izquierdo. La frasecita “¿lo pudiste hacer?” (con carita de decepción ante tu negativa) te empuja a la comisión del delito aberrante descripto anteriormente. Matando dos pájaros de un tiro, arrancás el cable del demoníaco aparatito que no paraba de sonar y le das tres vueltas al cuello del infeliz que tuvo la mala leche de hacer la pregunta incorrecta en el momento incorrecto. Alguien te mete un destornillador entre el cable y los dedos para hacer palanca y salvar la vida del cristiano que jadea buscando oxígeno.
La tarde transcurre en forma vertiginosa. Veinte monos agolpados contra un vidrio que te separa de una multitud ansiosa, siguen tus movimientos con los ojos fijos en tu persona señalándote con el dedo porque sos quien debería estar ocupándose de sus problemas. Como si el problema del que tenés sentado frente al escritorio fuera un entretenimiento pago, regalo de la empresa que te paga el sueldo. Tu nombre se escucha por todos los rincones, TODOS absolutamente TODOS, te esperan a vos…como era de esperarse en un día como este. Ahora sabés lo que siente el hipopótamo de Temaiken cuando los chicos lo señalan y le exigen que se pare en dos patas, aplauda, abra la boca, se coma la sandía que le acaban de arrojar, nade estilo rana y pronuncie un par de palabras.
Cuando te subís al auto recordás que tenés terapia en quince minutos a 20 Km. del lugar, llegarás solamente con la ayuda de un helicóptero y/o el batimóvil. La cafetera te la complica y caprichosea un par de veces hasta que arranca. Salís arando, pero en la primera derrapada te das cuenta que el freno funciona a zapatazo limpio. Lo mejor será llegar tarde, pero llegar. Mejor avisar, para que no se mosquee la terapeuta (y espere porque hoy más que nunca necesitás que te acomoden los caramelos en el frasco). Mensaje de texto mientras manejás sin frenos, “Rápido y Furioso VI” versión sudaca. Con mucho esfuerzo, sin lentes, redactás un “llego más tarde” esquivando motoqueros y lomos de burro. Presionás la tecla “send”, el mensajito queda guardadito (en la carpeta de “a enviar”) por horas. Claro, no tenés crédito, lo cual te arranca la doceava carcajada de la jornada.
Llegás y le vomitás el contenido de tu cerebro a una señora que se va corriendo para atrás con el celular en la mano. El miedo no es zonzo, pero el cansancio te gana, sos inofensivo como un gorrión recién salido del cascarón.
Salís reconfortado. Dura exactamente dos minutos, los dos minutos que tardás en recordar que tenés la heladera vacía y necesitás dinero en efectivo. ¿Qué puede pasar? El cajero está fuera de servicio. Ese y todos los de tu maldito banco, que debe estar haciendo mantenimiento en el horario que uno más lo necesita.
Te internás en el hipermercado llenando el chango con lo mínimo indispensable para sobrevivir tres días (que es lo que va a durar el resto de tu sueldo). El chango es ingobernable, los pendejos pegan alaridos en una frecuencia insalubre para el oído humano, las luces de las góndolas te dejan ciego y tu marca favorita de café brilla por su ausencia. Cartón lleno.
La caja no lee la tarjeta. El puto banco sigue sin sistema. Dejás únicamente lo que podrás pagar con los tres últimos billetes y todas las monedas que tu prole necesita para viajar.
Cargás la compra en el auto escuchando a una mujer que te insulta incomprensiblemente. ¿Qué te pasa pelotuda? ¿No te das cuenta que te enfrentás a una asesina serial en potencia? La imbécil, que creó con su autito una fila de quince autos que no paran de tocar bocina, intenta darte una lección de civismo porque el chango (que estaba al ladito tuyo hasta hace segundos) decidió tomarse el palo sin avisar. “¡NO LO VI, MALDITA PERRA FRIGIDA, ANDA A HACERTE ATENDER Y BAJA EL DEDITO ACUSADOR PORQUE SOY CAPAZ DE MORDERTELO HASTA ARRANCARTELO Y ESCUPIRSELO A MI PERRA COMO CENA!” Enésima carcajada del día, más diabólica que la del Guasón, merezco un cacho de su Oscar o una mención en los premios ACE.
Menú del día: Milanesas con puré. Ideal. Tengo huevo, tengo perejil, tengo papas, tengo sal, tengo todo, TODO menos pan rallado. A estas alturas el alcohol se impone. Botellita de blanco helado, le incrustás el sacacorchos y le das con alma y vida partiendo el cuello de la fucking botella. Risas y más risas, ¿lo colás o te arriesgás a hacerte buches de vidrio molido? La respuesta depende de tu instinto de autoconservación.
Con el octanaje adecuado en tus venas, las milanesas se convierten en escalopes; aunque no recordás qué va primero…si la harina o el huevo. Seguramente lo hiciste al revés. Pero ya te chupa un huevo y la mitad del otro.
Llamado de mamá. Los gritos se escuchan en dos cuadras a la redonda. Molesta porque no estás para escuchar el decálogo de problemas que la aquejaron en su fatídico día, te dice que te nota “un tanto nerviosa”. Y sí, será porque se quemaron las tres últimas papas que había en el canasto mientras hablabas con ella. Le sacás la cascarita negra con martillo y destornillador y las pisás con el mismo martillo para hacer puré. Te hacés puré un dedo que te queda del tamaño de una ciruela (y del mismo color púrpura). Servís la cena cabeceando sobre la montañita de puré a la que moldeaste con el tenedor dándole la misma formita que la de Dreyfus en “Encuentros Cercanos”. Cantando los acordes de la peli te da otro ataque de risa. Es que te vino a la cabeza la imagen de una gigantesca nave espacial que te succiona con un haz de luz llevándote de paseo a Saturno.
Llegar a la cama es una tarea simple, te dejás caer durmiéndote con la esperanza de retomar el sueño de la mañana, como si fuera una peli que uno dejó en pausa hasta nuevo aviso. Pero el sueño será monotemático, un “Guernica” de Picasso con todos los pedazos de esos maravillosos momentos del día: un pedazo de barro, una luz de batería baja encendida, un teléfono descolgado, un señor que repite tu nombre como un loro, una botella partida, una papa quemada, una mujer enojada, un cajero tildado…y una carcajada de fondo. Ah, en el sueño, el Guasón tiene tu cara. Maquillaje corrido, pelos parados, la máscara de pestañas a nivel de los orificios nasales y el mismo pérfido sentido del humor.

El día siguiente te sentarás frente a la PC a recordar el día anterior, secándote las lágrimas de risa; para escribir esto que vos estás leyendo.

domingo, 17 de mayo de 2009

AUTOGESTION



Sobredosis de “AUTOASSHHUDA”

La génesis de este palo enjabonado que nos lleva irremediablemente al piso (más precisamente al desembolso de un puñado de billetes a cambio de un libro con recetas mágicas para la plenitud espiritual y el engrosamiento de la cuenta bancaria), tiene una fórmula matemática perfectamente comprensible:

EQUIS (libro escrito por gurú ladri) = alma en pena – fé en Entidad Superior + problemas económicos x pérdida de control de malos hábitos al cuadrado – autoestima x (frustración + impotencia) + abstinencia de psicofármacos al cubo – psicoterapeuta idóneo

Despejaremos equis al final, concentrándonos primero en los factores que potencian la súbita caída en esta exposición a literatura S.O.S. “fatto in casa”.

Alma en pena
Toda crisis sacude la estantería de una cabeza bien acomodada. No hay que desestimar ningún problema, por más banal que sea. A cada cual le jode lo que le jode. Para un pendejo de quince puede ser fatal perder la bolita jamaiquina del piercing, del mismo modo que para una mujer de treinta descubrir que su marido se curte a su Contador. No se puede minimizar la tragedia propia, cada cual se deja sacudir por lo que puede o le ha tocado en suerte. Para algunos chocar el auto los deja al borde del suicidio y a otros los mata enterarse de que van a ser madre/padre cuando les salió la beca que hace seis años esperaban. Minas que armarán un escándalo porque no consiguen turno para el service de las uñas esculpidas se sumirán en la más profunda depre mientras que para otras la mancha de humedad en la pared del baño las arrastra a la crisis de fé más grande de sus católicas vidas. La escasa o nula tolerancia al conflicto es lo que convierte a un ser humano en un alma en pena, carne de diván (si se lo cubre la prepaga) o de librito escrito por pastor evangelista si el bolsillo se lo permite. Las crisis son la mecha que enciende este mecanismo mezcla de desesperación y apuro por sacar la cabeza del agua abrazados a una tabla de surf en forma de libro con nubecitas y promesas en la tapa. Libro plagado de optimismo que proviene de un autor cerebrito de corcho, que hace honor al nombre de la góndola donde reposa su producción (con lo que factura queda claro que se súper ayuda a sí mismo).

Fé en Entidad Superior
En algún momento de nuestras vidas dejamos de creer en algo. En el Intendente de nuestro Municipio, en la bondad de nuestro ángel de la guarda, en los poderes del Gauchito Gil, en la generosidad de la palomita blanca que ha elegido este año para cagarse sobre nuestras cabezas o en la moratoria de ARBA. Nuestro sistema de creencias se derrumba, y con él se va a la mierda todo aquello a lo que le asignábamos un determinado valor. Entonces saltamos al vacío buscando una mancuerna de la cual aferrarnos; nada mejor que la colección completa de libritos de bolsillo de un médico hindú o un hawaiano adinerado, para darnos la manito que estamos buscando. Porque estamos buscando respuestas, y esas páginas están repletas de frases lacrimógenas, estrategias difícilmente ejecutables en la vida real, consejos ridículos, filosofía de supermercado y una gruesa batería de testimonios marketineros que auguren un resultado positivo (sobretodo en las ventas del libro en cuestión).

Problemas económicos
Si pusiéramos cada centavo que gastamos en esta bibliografía tarada, no tendríamos problemas económicos. No se sabe qué vino primero, si el libro es el huevo o la gallina. Pero vino el resumen de la tarjeta y tenemos un pago mínimo equivalente al 80% del sueldo; que prolijamente invertimos en lectura que nos iba a convertir en “mishonarios” para poder pagar, con toda comodidad, el resumen de dicha tarjeta. El libro contiene la receta para el atajo, para llegar a la cima sin levantarnos del sillón donde, despatarrados, leemos con fascinación repitiendo como loros “sho me amo, sho me aprecio, sho me estimo, sho me mimo”.

Pérdida de control de malos hábitos
¿Quién no ha comprado el librito con los veinte consejos para dejar de fumar, la dieta de la rodaja de melón, la medicina ayurvédica para bajar el consumo de antidepresivos o el de los doce pasos para dejar de ser un dependiente emocional con una ligera tendencia a la psicopatía? ¿Ud. no? Le aviso que miente, y lo sabe. Lo que ocurre es que miente bien porque se agenció la primera edición de “Yo estoy bien, el mundo está equivocado”; ahora ni siquiera se da cuenta de que tiene un problema, con lo cual está básicamente sanado, anuló el síntoma y se dedica a joderle la vida la prójimo sin tener el más mínimo registro de ello ni un ápice de culpa.

Autoestima
La autoestima de los compradores compulsivos de autoasshuda, es una montaña de arena que hay que levantar del piso con una cucharita de café. Eso, si todavía existe rastro de ella. Para caer en la trampa de estos libros hay que tenerse escaso aprecio, o vivir convencido de que uno se quiere tanto que se autoregala un libro para aprender a quererse. Que conste que se lo autoregala porque no tiene a nadie que se lo regale, y no sigo escribiendo porque me da penita.

Frustración e impotencia
Este matrimonio hecho en el infierno, fue creado por la Entidad del Mal para hacernos caer en la tentación. El que se frustra porque no puede manosear a su estrella de cine favorita, vacacionar en Mykonos u obtener un sustancioso aumento de sueldo; caerá rendido a los pies de un ejemplar de esos que te enseñan a meditar y visualizar aquello que sólo obtendrás soñando despierto (porque seamos honestos, ni meditando diez horas seguidas podrás zamparle un pico en la boca a Humphrey Bogart…que lleva muerto más de un cuarto de siglo, por más visualizaciones que hagas). Lo cual te genera la impotencia suficiente como para comprarte el próximo ejemplar del Cosho ese que compiló y publicó todas las frases que escuchó en la serie Kung-Fú, ¡pequeño ladri saltamontes!

Abstinencia de psicofármacos
Acá tenemos un problema de logística que gira en torno al farmacéutico turro que se asustó con tanto narco suelto y ahora no te vende ni una tira de aspirinetas sin receta. El proveedor de tu ansiolítico favorito ha decidido unilateralmente que de ahora en más te pegues un voltio por el Psiquiatra para clavarte el mismo clonazepam que hace veinte años consumís porque él te lo vende a dos mangos la docena de 2 miligramos.. Con los ojos dados vuelta y un cable a 220 en el culo, saldrás despedido como el transbordador espacial a comprar un libro que te diga como lidiar con todos esos gusanitos de colores que se pasean delante de tus globos oculares. Cuando te dejen de temblar las manos, podrás leer el prólogo llegando a la conclusión de que el libro sólo te assshhuda a alimentar tus ganas de poner un laboratorio clandestino (lo cual es un buen negocio, definitivamente llegarás a mishonario, pero no gracias al libro).

Psicoterapeuta idóneo
Existen, pero cobran un huevo. El libro te cuesta un cuarto de sesión y te dura un mes (considerando que lo leas exclusivamente cuando vas a defecar, que es lo que hace la mayoría). Muchos terapeutas escriben autoasshuda para autoasshudarse, escriben sobre manipuladores y de cómo evitar a la gente tóxica (sentado en el inodoro, es muy fácil pensar que con un puff de “Glade Brisas de los Bosque de Salzburgo” repeles indeseables…aromas y personas por igual).

Equis=bibliografía para problemas existenciales, filosóficos, religiosos, dérmicos, culinarios, sexuales, parentales, legales, pediátricos, psicológicos, mecánicos, intestinales, metafísicos, cosméticos…algunos ejemplos…

“Cómo sanar tu alma en cinco días”
“La dieta del té”
“Sé millonario”
“Sé feliz”
“Atrae todo a tu vida” (tipo imán, hasta se te pegan los clips en la oficina)
“Resultados maravillosos sin mover un dedo”
“Cómo mantenerse casado sin morir en el intento”
“Lifting espiritual”

Pequeño test para saber si eres adicto a la bibliografía de autoasshhuda (3 es más que suficiente)

Te lees todas las notas de yoga, de medicina alternativa, de Reiki, del horóscopo Maya, sobre biografía de Dalai Lama, y reportajes a Donald Trump/Bill Gates/De Narváez; que salen en los suplementos de los periódicos dominicales.
Kitaro es el único músico que ha echado raíces en tu mp3.
Tenés una wish list en la mesa de luz (larga como el Antiguo Testamento).
Tenés una piedra favorita que frotás todas las mañanas mientras le reiterás tu agradecimiento por los dones recibidos y a la que le renovás el pedido del día (con dos ítems nuevos).
A sorbitos de té verde ponés tu mente en alfa pegándote un viaje extra-corpóreo de tal magnitud que contestás el teléfono cual autómata: -La señora está descansando, llame después-
Se te dio por consumir porotos, semillas y cereales. También suplantaste el tabaco por lo que plantaste en la maceta. Pero eso se llama bio-asshhuda.
No das un paso sin consultar tu libro asshhudador de cabecera, tenés estrategias hasta para comprar chicles y rituales para enjabonarte el tujes con jabón de coco (todo sea por conseguir un racimo de good vibes).
Sacaste el crucifijo de la cabecera de la cama. Ahora hay un bisshhete con cinco ceros agregados a mano con marcador indeleble. Y una foto de Bill Gates con la leyenda “tú puedes”.

JA!

viernes, 8 de mayo de 2009

EMPRESAS FAMILIARES



Circos de pueblo
En un pueblito magro (no pretendo ser despectiva, me refiero a la oferta de entretenimiento no al tamaño ni a la calidad de la población), donde el radio promedio del centro comercial es de aproximadamente cuatro cuadras; suelen aparecer de cuando en cuando estos circos ambulantes tan típicos del interior de la Argentina.
El primer indicio del desembarco de estos espectáculos suele ser un Ford Falcon modelo 73 destartalado y agujereado por los embates del óxido, en cuyo techo descansa un gigante altoparlante, que va peinando las calles del inhóspito poblado importunando la siesta de sus habitantes con un estruendoso mensaje publicitario. El piloto del auto, devenido en locutor aficionado, va pregonando las bondades del Circo con una voz impostada y pastosa pronunciando palabras que a duras penas se entienden gracias a la apoyatura del maxilar superior sobre el micrófono bañado en una gruesa capa de saliva. Igual todo el mundo entiende de qué se trata, sobretodo los que no pasan la barrera de los diez años. Además, el Falcon suele tener pegado un gigantesco sticker o en su defecto un trapo atado a las ventanas, con el logo del espectáculo en cuestión. “Gran Circo Tebas”, “El Circo de los Hermanos Mussopapa”, “Splendid Circus” o “Colozal Sirco Varcelona” son moneda corriente en la lista de los nombres elegidos por este grupo de artistas nómades que se ganan la vida de pueblo en pueblo.

Una vez publicitado el evento, el Circo fondea en el potrero estratégico de la zona; un lugar donde generalmente pastan los caballos, la gente estaciona chatarras fuera de uso y donde descansan un par de volquetes abandonados que hace siglos vomitan madejas de hierros retorcidos y restos de mampostería.
La acción se desarrolla vertiginosamente. A la mañana, cuatro rollos de lona apilados en el piso y dos vagones de hojalata despintados de colores que alguna vez fueron brillantes, no llaman demasiado la atención de los paseantes. A la tarde, las cuatro lonas se alzan en forma de catedral imponente por la altura y cantidad de parches y remiendos. Los vagones ya son cinco y a esos cinco se les suman los cuatro vagones jaula donde descansa un león esquelético y sin dientes que relojea con desconfianza al más malevo de los perros de la jauría callejera autóctona (quien no duda en mostrar su dentadura completa mientras ruge como un verdadero felino). En otra de las jaulas, tres monos tristes se aferran a los barrotes fascinados con los primeros chicos que se amontonan a investigar la oferta de este nuevo entretenimiento. En el tercer vagón jaula, un elefante deprimido le da la espalda a la concurrencia mientras se hamaca de lado a lado, hasta que es convocado por su entrenador a arrastrar piezas del decorado con una soga atada a su obeso cuerpo. En la cuarta jaula, un conventillo de once perros histéricos hacen las veces de Prima Donna demandando atenciones a puro aullido. Como por arte de magia, aparece la primera soga de donde prolijamente penden, recién lavados, trapos trapitos y calzones de todos los colores. Para cuando cae la noche, el predio se ha convertido en una pequeña ciudad luminosa donde todos sus integrantes están avocados a una actividad específica que hará posible la primera función del día siguiente. Mientras el auto sigue circulando, la boletería se habilita para que los pueblerinos se amuchen a reservar su entrada. La fila nunca sobrepasa los dos o tres integrantes, gente que se lleva feliz, dos entradas al precio de una (impresas en un papel áspero y barato color verde jabón con la cara de un feroz tigre al lado del signo pesos). El valor de la butaca (si se le puede decir butaca a una desvencijada silla de chapa helada o a una ajada sillita de plástico gris que pellizca el tujes), es siempre un anticipo de la calidad del espectáculo que uno va a tener el disgusto de tolerar (porque uno lo hace por los chicos, seamos francos).

Cinco pesos es el precio estipulado para cagarse de frío durante dos horas con el culo achatado por la incomodidad y los tímpanos heridos gracias a la reverberación de dos parlantes desconados que saturan los sonidos graves y emiten los chillidos de un micrófono que siempre está acoplando. Cinco pesos duele deleitarse la vista mirando como una equilibrista entrada en carnes se deja colgar del rodete mientras el marido se cobra las facturas de toda una vida haciéndola girar locamente para depositarla bruscamente en el piso. La misma señora con idéntico rodete ocultará sus medias de red agujereadas y su leotardo turquesa que se incrusta en los tres rollos abdominales, debajo de una túnica amarilla saliendo a vender pochocho frío y gomoso al mismo precio de la entrada (lo cual le otorga una explicación más que razonable a la ganga, que no resultó ser, el valor de la entrada). Mientras la esposa hace su negocio, el amo y señor del Circo se deshará de su overol amarillo dejando al descubierto su generosa anatomía embutida en una calza blanca y una chaqueta roja con solapas negras. Galera de por medio y un látigo raído, el domador hará su fastuosa aparición acompañado de un desganado león que se niega rotundamente a saltar de un minúsculo banquito a otro. Ni el agudo chasquido del látigo, que levanta una nube de polvo toda vez que toca el piso, logrará hacer cambiar de opinión al felino que se acuesta sobre su vientre lamiéndose una pata en franca señal de descontento gremial. Ni siquiera un gruñido podrá arrancarle el domador, atinando solamente a especular con la inquietud de este auditorio de cincuenta y dos personas, mostrando los dientes del temible animal. Mientras el león cabecea al borde del sueño, el opulento dueño del Circo pelará sus mejores aspavientos para terminar abriendo las fauces del animal con la punta del látigo, para asombro de la concurrencia.
Tras vender la última entrada de la noche, el señor de la boletería se calzará su traje multicolor, su peluca de lana amarilla y se encajará la bocha roja en la nariz luego de haber pintado su cara en apenas doce segundos. Ayudando a arrastrar a Michi (el león) de la arena a su jaula, escucha su nombre “Poroto” y la banda sonora de “El chavo” que anunciará el comienzo de su número de humor. El payaso (y cuñado del domador) se trenzará en una frenética pelea con idéntico espécimen (el hijo de catorce) que no deja de propinarle patadas de zapato rojo número 58 en el culo, ante las carcajadas de una parva de mocosos sin dientes que disfrutan como locos con la desgracia ajena. Se correrán de una punta a la otra y saltarán hacia los palcos amenazando con tirarse baldes supuestamente llenos de agua, que resultará ser papel picado que obviamente aterrizará sobre la pelada de algún padre desprevenido.
Luego llegará el turno de Sharon, la contorsionista y madre del payaso menor. Enfundada en un minúsculo traje de baño de lycra negro, se las ingeniará para demostrar que puede auto empacarse en una maleta (y que la depilación no siempre llega al último rincón de algunas partes). Removida del escenario, dentro de la valija, por ambos payasos; la señora dará paso al mago (que no es otro que el domador con la misma chaqueta roja, ahora negra ya que la misma es reversible). Hará un par de trucos con cartas para los cuales convocará a dos miembros de la audiencia, hará desaparecer trapitos de colores en las mangas (esos que a la mañana colgaban de la soga) y hará aparecer una paloma en una cacerola (nunca sabremos si la paloma termina guisada en esa misma cacerola dos horas después). En el entreacto, la contorsionista se pasea vestida con un kimono agujereado por veinte quemaduras de cigarrillo, ofreciendo linternitas de colores al compás del payaso que saca instantáneas con una polaroid del año 1978 (que luego venderá por la módica suma de diez pesos a la salida del espectáculo). La otrora pochoclera equilibrista, ahora vende conitos de papas fritas cuyo aroma mitiga agradablemente el olor a bosta y pileta Pelopincho, del lugar.

Se bajan las luces, de un saque, provocando el pánico de los pendejos que se vuelcan la Coca encima del susto llorando como marranos; comienza la segunda parte del “Chow” (como anuncia el locutor, que es el payaso y el boletero y el fotógrafo y el gerente de marketing y el malabarista…como estamos a punto de comprobar). Largando el micrófono como empanada hirviendo, correrá los veinte pasos que lo separan de la arena para instalarse al lado de una mesita que contiene cinco aros pintados con brillantina, cuatro pelotas naranjas semi-desinfladas, seis platos de plástico y media docena de bastones despintados. Lanzará estos objetos al aire, perdiendo el control de los mismos en la mayoría de los casos, pero logrará arrancar algunas risas cuando la media docena de platos aterriza sobre su cabeza.
Con la musiquita de “The final countdown”; la señora entrada en carnes, su hija y la contorsionista se acercarán a la pista en puntas de pie vestidas con idénticos bodys de lycra dorados bordados con lentejuelas y canutillos. Haciendo ademanes, posando para la concurrencia y dejando ver las hilachas de sus trajes y el rojo carmín desbordado de sus labios; las mujeres se colgarán de tres trapecios cuya altura será calibrada mediante sogas por el resto de la familia circense (incluida la elefanta). Las mujeres se hamacarán lo que dura la canción de Europa, para deleite de la audiencia masculina que no le quita los ojos de encima al culo de la quinceañera que se menea sobre sus cabezas.
El final de la canción deja paso a un bache musical que será subsanado por el payaso multifunción, quien secretamente sueña con dejar caer la soga que sostiene a su mujer para poder llegar de una vez por todas a enganchar el tema de “Carrozas de fuego” a tiempo. El tema da paso a Yessica, la elefanta que será compulsada por el payaso a sentarse en dos patas recibiendo una ovación del público; y a una jauría de perros con polleras de tul rosa que correrán en círculos con una sincronización maravillosa hasta que uno de ellos olfatea a una perra pueblerina en celo abandonando las filas por una noche de pasión campestre. Lamentablemente, Chicho no será el único perro acalorado por los favores de la prostituta canina, el resto de la troupe lo seguirá al galope dando por terminado el numerito de los perritos. El mago hará su última aparición de la noche, y al son de un redoble de tambores, hará equilibrio sobre un grueso cable suspendido a un metro del piso (el mismo cable del que a la mañana colgaban sus trapitos de colores recién lavados y los calzoncillos de su cuñado). Descalzo y habiéndose quitado camisa y chaqueta, el hombre camina en musculosa blanca transpirando los pelos del pecho hasta llegar al final del cordón (los chicos, que ya no aguantan más, a estas alturas corretean por toda la carpa sin percatarse de tamaña proeza).

El último número saca de su hastío hasta a la abuela que ronca con el mentón incrustado en la clavícula izquierda. El domador, otra vez con sus calzas blancas, convoca a un chimpancé vestido de marinero cuya única destreza es fumar habanos y dos monos titíes desmadrados que no sólo se niegan a saltar a través del aro en llamas, se ofuscan y se arrancan uno al otro con los dientes, sus vestiditos de satén amarillo. La pelea da por terminada la función, uno de los miembros del staff (el hijo mayor del domador), apaga con un matafuego el incipiente incendio provocado por el aro en llamas que cayó sobre un fardo de heno.
Con la cortina musical “Había una vez un circo” de Gaby, Fofó y Miliki; desfilan todos los artistas del show (cinco, sin contar los animales). Recibiendo una tímida devolución del público, se aprestan a despedirlo en la puerta aprovechando para venderles a los chicos el último pancho, la última gaseosa, la última pulserita fluorescente y la foto para el recuerdo.
El Circo sólo se quedará el fin de semana. Luego retomará las rutas para llevar su esplendorosa decadencia a otro pueblo, a otros chicos; sumando en cada viaje un nuevo agujero en las medias de red, en las calzas de lycra, en la sonrisa del león y en la lona de la carpa.