lunes, 27 de agosto de 2012

PADRES MODERNOS




Niños insoportables

Cuando uno llega a la mitad de la vida ha pasado por experiencias de todo tipo. Ya cambiamos pañales, limpiamos mocos, nebulizamos toses y toleramos aullidos de 1000 decibeles.  Cuando uno es joven la paciencia viene implícita con la edad, y uno es capaz de comer en cuotas la comida fría mientras un pendejo berrea como un energúmeno mientras con el dedito índice se le da sin tregua al botón del volumen de la tele.
Pero con la edad vienen las mañas, el oído se pone sensible y la paciencia tiene un límite cortísimo.  Los niños que antes te caían en gracia ahora te caen como una patada en el medio del culo y la simple aparición de uno de estos engendros en un restaurante a medianoche te puede hacer brotar una alergia cutánea, una diarrea, una dispepsia y/o un ataque de pánico severo.

El tema es que estos infantes suelen aparecer acompañados de sus padres modernos.  Criados por niñeras y empleadas que ayudan a las madres a desaparecer durante el día para huir de sus hogares (y las comprendo) para asistir a laburos donde cambian el dinero o, las más acomodadas; a sus clases de pilates, pintura, telar, golf, automaquillaje, service de uñas de acrílico y alisados definitivos; estos críos desarrollan a edad muy temprana la habilidad de romper los huevos en forma industrializada.
Dotados de la garganta de Pavarotti (debe ser algo con lo que se los alimenta, algún cereal Power con veinticinco vitaminas, enriquecidos con todos los elementos de la tabla periódica) estos pequeños diablitos suelen tener una inteligencia para la manipulación que solo puede provenir de su educación frente a la tele y la pc.  Porque estos chicos suelen manejar con una destreza alucinante todos los gadgets de la casa a la tierna edad de cuatro años.  Crecen con el control remoto de la tv Smart en la mano y usan el Smartphone del padre como sonajero en cualquier lugar público donde se intente que la criatura deje de gritar como un monstruo enajenado.  La pc es un artículo tan familiar para ellos como para nosotros la calesita o el patito de hule en la bañadera.  A la tierna edad de seis años son pequeños demonios listos para arruinar la vida de todo aquel que no pertenezca a su propia familia…bah a sus familias también pero la diferencia radica en que a ellos no les queda otra que aguantarlos…a nosotros nos dan ganas de deportarlos a Islandia.

Pero lo más exasperante de todo es la total falta de interés que los padres muestran por el prójimo (vecino, comensal de restaurante, paciente de una sala de espera, etc.) y lo que es peor…por su propia descendencia.  Pareciera que son inmunes a los alaridos, a los juguetes revoleados por el aire, a los caprichos, los mocos y los quejidos. 
Es muy común estar sentado en un restaurante, a la luz de las velas un viernes a las once de la noche tomando un delicioso Malbec enfrascado en una charla relajada con tu pareja cuando de pronto se abre la puerta del lugar y baja una pareja con cuatro niños en una franja de edades que oscila entre los dos y los ocho años.  Todos vestidos con el uniforme escolar hecho un acordeón, con la mugre del milenio en las chombas blancas estampadas con el escudo del colegio inglés al que asisten.  Dos vienen dormidos en brazos de sus padres.  Los otros dos bajan con las marcas del tapizado del auto impresas sobre las mejillas, tirándose piñas y patadas mientras avanzan como un huracán sobre Miami en pleno verano.  Y uno se pregunta ¿hay necesidad de desembarcar en un restaurante un día viernes después de un día agotador de escuela y trabajo con los cuatro críos fregados?  Seguramente sí porque la madre no quiere cocinar para un batallón y la entiendo.  ¿Había necesidad de embarazarse cuatro veces en menos de ocho años?  Seguramente si, esas cuatro noches llovía torrencialmente y no quedaba un puto forro en la casa.  Pero, ¿había necesidad de cagarle la noche a una docena de parejas con hijos criados o durmiendo en las casas de sus abuelos? ¿Qué culpa tengo yo de tu calentura, tu falta de forros y tus pocas mañas a la hora de hacer una comida para un ejército de enanos que proviene de tus propias gametas?  Ninguna.  Pero no hay abogado que te zafe de esta, la vas a pasar mal y lo sabés.  Porque lo viviste.  Tuviste que huir de restaurantes y salas de espera, de negocios de ropa y oficinas porque tu amado hijito se convertía en una bestia peluda en cualquier lugar público.  Pero te ibas.  No te sentabas. 

Pero volviendo a los Von Trapp desensillando en restaurante el viernes a la noche, les llevará unos veinte minutos encontrar la paz sentados.  Los críos más grandes se van a cagar a trompadas por la silla del otro mientras sus padres juntarán cuatro sillas para acostar a los dos menores, fuera de combate. Olvidate de la salud de tus tímpanos, van a arrastrar las sillas produciendo un ruido ensordecedor que no te va a permitir escuchar ni tu propia voz interior. En el instante preciso en que terminan de acomodarlos y arroparlos con sus camperas los mocosos se van a erguir como indios salvajes frente al embate de las tropas españolas en franca actitud de guerra.  Pasando del sueño profundo a la incomodidad de la vigilia en un lugar público sobre una incómoda silla de cuerina de un restaurante después de una agotadora jornada escolar, los dos más chicos se van a enfrascar de inmediato en una carrera desde su mesa a la puerta del lugar haciendo tambalear a los mozos y dejando la puerta de acceso sistemáticamente abierta congelando a los comensales de las mesas linderas.  Los “padres modernos” harán el pedido sin inmutarse y meterán sus narices en sus celulares, uno arreglando negocios de última hora y ella chequeando las novedades del Facebook mientras los pibes más grandes visitaron el baño unas catorce veces dejando canillas abiertas y rollos enteros de papel flotando en la pileta.  Los más chicos, que decidieron volver con sus padres, se van a tirar con el contenido entero de la panera rompiendo un par de copas en el trayecto de los misiles aire tierra. 

Entablar una conversación a estas alturas es una pretensión estúpida, solo queda tragar, pagar y salir como rata por tirante.  Pero la comida va a demorarse porque el destino se ha empeñado en joderte la velada.  Los chicos no van a probar bocado, se van a hamacar en sus sillas hasta que una se te venga encima.  La criatura se va a dar la cabeza con el suelo, cayendo casi sobre tus zapatos, amarrado a su mantel que catapulta sus canelones de verdura sobre tu abrigo y la pared.  Inmutables, los padres levantarán al crío caído en combate y pedirán hielo para bajar el terrible moretón multicolor en la frente.  Berreando como un lechón en un matadero, la gran amenaza blanca abrirá la boca como una boa pitón dejando caer litros de baba y verdura con salsa.  Como si esto fuera poco, va a vomitar lo poco que había ingerido con los tres litros de coca cola que se chupó esperando la comida.  Luego de una limpieza superficial de la ropa y la cara del monstruo, como si nada hubiera pasado, papi y mami seguirán engullendo la cena cada uno en su mundo sin intercambiar una mísera oración que no sea “pásame la sal”. 

La jornada termina con el local vacío, botellas de vino a medio terminar, vidrio molido en el piso, manchas de tuco en los manteles y un ejército de comensales que ha decidido construir un refugio antisísmico para tener una cena en paz.  Porque mientras existan estos padres light que mastican rúcula posteando frases filosóficas desde sus Blackberries en sus muros, ignorando cada consejo del gurú de moda en materia de educación cuyo videíto han diseminado por toda red; nosotros, los que nos hemos cagado de frío en la calle cuando nuestros chicos molestaban en un restaurante, no vamos a poder gozar de una velada agradable en un lugar público.

Cuando yo era chica, si llegaba a hacer ese quilombo mi vieja me pellizcaba finito en el antebrazo hasta que yo me quedaba quietita con un lagrimón corriendo por la mejilla.  Mi viejo era más didáctico todavía, una buena patada en el culo por año y una mirada asesina diaria que me hacía temblar las rodillas, con eso bastaba.  No será muy moderno, pero era muy efectivo.   Padres modernos, por favor, fúmense a sus propios engendros en casa.  Nosotros ya lo hicimos.

Una pequeña muestra del potencial de estos infantes...


lunes, 14 de mayo de 2012

Historia de mis adicciones


La música

 
No podría precisar el momento exacto, el recuerdo más añejo data de mis cinco o seis años.  Nos recuerdo a mi hermana y a mí bailando en bombacha y zuecos de corcho en el patio de mi abuela, al compás de algún vinilo de colores editado por el programa de tv auge del momento.  Canciones pasatistas y comerciales, pero super pegadizas que incitaban a revolear los huesos aunque uno fuera una momia.  Recuerdo el aparato, un Winco regalo de alguna Navidad o Reyes.  Una cosa semi-portátil del tamaño de una caja de guitarra, que constaba de un parlante y una bandeja giradiscos.
Para la misma época, aprendía los primeros acordes de alguna balada de Roberto Carlos, en las clases de guitarra del colegio.  Y como si esto fuera poco, castigaba el piano de la casa de mis abuelos paternos, leyendo pentagramas con cara de erudita.  Recuerdo haber jugado con el “combinado” de mis abuelos.  Un mueble gigante que tenía una radio y una bandeja giradiscos y espacio para guardar los pesados discos de pasta con grabaciones de jazz y música clásica que el abuelo nos ponía para darle tregua a su castigado piano.

Luego vinieron mis otros abuelos de viaje, y con ellos una bandeja giradiscos portátil color naranja rabioso, del tamaño de una cartera que yo llevaba de aquí para allá con el multiúnico disco simple que tenía en ese momento (la banda sonora de la peli “El Golpe”).
Mi papá fue quien supo alimentar mi adicción desde el vamos.  Y por suerte me expuso a música que no hubiera conocido si no me la hubieran entregado servida en bandeja, en bandeja giradiscos claro está.  Jazz, bossa nova, blues, tango, folklore, rock, reggae; cualquier colectivo me dejaba bien.  Ya a los diez años podía cantar la mayoría de las canciones de Toquinho y Vinicius en un perfecto portugués y traducía con avidez las letras de las canciones de Los Beatles.  

Para mis doce años, la música se había convertido en una adicción.  Algo que no podía esquivar ni postergar.  Algo que me transportaba a lugares felices, me inmunizaba de aquello que me disgustaba y me servía de evasión cuando la realidad no era la más divertida del mundo.  Recuerdo haber pasado horas con el dedo morado sobre la tecla “REC” en un vano intento por capturar completa aquella canción deseada que la radio mezquinaba o pisaba obligándote a comprar el cassette o el long play.  Eso, si uno tenía la suerte de que el locutor habilitara los datos del cantante, de lo contrario iba a pasarme horas escuchando la radio para hacerme del dato que pudiera juntarme con esa melodía que me cansaba de cantar en la ducha.
Llegaría entonces el radio grabador y la pila de cassettes con compilados de horas y más horas de grabaciones de radio con temas que me ponían a bailar sobre la cama y cantar disfrazada con los camisones de mi vieja y un colador haciendo las veces de micrófono.  Días enteros tirada en la cama escuchando Bee Gees, Peter Frampton, Sui Generis o María Bethania (si, siempre fui de lo más ecléctica).

Con la llegada del Walkman pude darle rienda suelta a mis gustos y escuchar a todo volumen aquello que me daba vergüencita porque no estaba de moda.  ¿Qué persona de 14 años escuchaba a María Creuza o Frank Sinatra en pleno auge de Génesis o Kiss?  Así fue como aprendí a despuntar la clandestinidad del vicio que había tomado posesión de mi alma.  Y fui por más.  Le saqué a mi viejo sus auriculares profesionales y los enchufé a su super equipo de música mientras me daba con altas dosis de Supertramp, Paul Williams y una Rapsodia Bohemia de Queen cuya pista erosioné hasta el cansancio.  Escuchaba y caminaba.  Escuchaba y bailaba. Y así fue como depilé la alfombra del living de mi casa hasta el cáñamo.  Enfrascada en ese mundo lleno de acordes y colores mi vida era una película de Spielberg.  Todo era mejor, todo tenía sentido; la fantasía se apoderaba de mi cabeza para llevársela lejos de ese tercer piso del barrio de Caballito donde mi familia se iba disgregando de a poco.  Recuerdo haberme dormido con el walkman en las orejas en el volumen más alto, para tapar las voces de mis padres que discutían hasta altas horas de la madrugada.  La música era mi refugio, mi remedio, mi panacea.

Mis primeros ahorros fueron a parar a un disco de vinilo.  Luego vinieron más y más.  Cruzaba el parque Rivadavia para sumergirme en las góndolas de la disquería de la esquina de Rivadavia y Campichuelo; con un puñado de billetes y monedas fruto de algún regalo de cumple o simplemente de la cartera de mi abuela Vicenta.  Seru Giran, Gilberto Gil, Stevie Wonder, Rod Stewart…cualquier disco era mejor que una pilcha o un par de zapatillas.  Dinero mejor invertido no había, a mi criterio.
Entonces mi papá desembarcó con un órgano Yamaha y un profesor de música a domicilio.  Convencido de que mi facilidad para escuchar era directamente proporcional a mi capacidad para arrancarle un acorde armónico a algún instrumento, me dejó en manos de un señorito de 23 años al que mi hermana y yo volvimos literalmente loco.  Cuando se percató de que las clases no daban absolutamente ningún fruto en clave de sol y el profe se divertía de lo lindo con nosotras, decidió cambiar por algo más radical y enciclopédico.  Entonces apareció un señor bigotudo de unos setenta años y un aliento a caballo muerto que voy a recordar hasta el fin de mis días.  Dotado de una mecha cortísima y un carácter de mierda, el Señor “Nomeacuerdosunombre” incrustaba sus tres dedos del diámetro de un salamín tandilense en tres teclas del piano mientras vociferaba “LAAAAAAAAAAAAAAA”.  Recuerdo ese “LA” porque detrás de esa nota venía una onda expansiva de olor a riachuelo que me tumbaba.  Era preferible hacerlo bien de entrada, para que el profe no tuviera que volver a gritar el acorde deseado.

Nunca pude aprender a tocar nada demasiado bien.  Volví a incursionar en la guitarra con idénticos magros resultados.  Me conformé pensando que mis dedos eran demasiado cortos para un FA que requiere las falanges de Largo (el de los Locos Addams). Pero nunca pude abandonar mi adicción a la música.  Ella me acompaña desde siempre.  En las pelis y sus bandas sonoras que he comprado sin asco.  En las series donde se la utiliza como un protagonista más y que en muchos casos me ha ayudado a descubrir bandas y cantantes; pirateando como he podido desde el Ares, el Torrent, Taringa, Napster y cuanto sitio de descarga gratuita se haya inventado en este mundo.  He empeñado mi alma para comprar entradas para un recital, he vendido pulseras de oro para comprar una edición limitada de la discografía completa de Pink Floyd (y no me arrepiento), he pasado noches enteras sin dormir auto infringiéndome dosis masiva de ocho horas non-stop de música. 
El amor por la música fue tal, que quise inculcarle a mi hijo desde el vamos, la gratificante sensación de escuchar una melodía bien escrita y ejecutada.  Recuerdo haberle puesto auriculares a una panza de siete u ocho meses de embarazo para que mi hijo pudiera escuchar a la Vargas Blues Band conmigo.  Tuve el hijo perfecto heredero de tanta pasión musical, un socio y compinche a la hora de compartir canciones y recitales.  Ahora con dieciocho años es el quien me arrastra kilómetros de arena incandescente para participar de un concierto de reggae playero.  Demás está decir que nunca he ofrecido resistencia alguna.

Y así fue como llegamos al 2012, a quinientas canciones guardadas en dos pen drive de 4 GB.  En una pc con 2 terabytes de memoria para poder almacenar dos millones de canciones, como tesoros de un barco pirata en altamar.  La música me acompaña cuando voy a trabajar, cuando vuelvo de trabajar, cuando me voy a dormir, cuando salgo a pasear, cuando lavo ropa, cuando me enamoro y cuando sufro por amor.  Bailé “Stay” de U2 con mi hijo de meses a upa y lo filmé a los tres años jugando con sus juguetes un 25 de diciembre al son de “Fill me up” de Linda Perry.  La música está en mi casa por todas partes.  Cuatro cajas llenas de vinilos, una pared del piso al techo tapizada de cd’s, más de una docena de cajas de cassettes que nunca pude tirar y una guitarra en el escritorio a la que nunca pude sacarle dos notas dignas de ser escuchadas.

El tema que mi hijo escuchaba antes de nacer…



jueves, 1 de marzo de 2012

H2O


Mi extraña relación con el agua

El agua me gusta más que a un delfín.  Puedo vivir sin energía eléctrica, pude sobrevivir sin auto, lavarropas, celulares y Coca Light (casi).  Pero no sobrevivo media hora sin agua de la canilla.  Ya sé lo que estarán pensando, nadie sobrevive sin el líquido elemento, estamos construidos casi íntegramente con agua; pero yo no me refiero a la que uno toma.  Me refiero al líquido que usas para bañarte, cepillarte los dientes, lavar los platos, lavarte el traste cuando vas al baño, hacerte un mate o jugar al carnaval.  Ese, precisamente ese que nunca valorás hasta que desaparece.  Y en mi caso particular, se me hizo difícil conseguirlo en varias oportunidades de mi vida, que pasaré a relatar.

Nidito de amor, recién casada, cambiando cueritos

Un soleado día de invierno, más precisamente un sábado, a mi ex marido se le ocurre cambiar el cuerito de las canillas de la ducha.  Vestidita y maquillada impecablemente para ir a almorzar afuera, mi “peor es nada” de aquellos días me solicita amablemente que lo ayude en tan difícil tarea.  Inmersa en las mieles del amor me presté solícita a sostener con premura el vástago de la canilla de agua caliente mientras “cuchi-cuchi” me anunciaba que iba a habilitar el paso de agua al baño.  El brazo derecho me dio tres vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj y una catarata de agua hirviendo cubrió todo mi ser.  Cuando abrí la boca para gritar tragué unos 25 litros de agua caliente, cantidad promedio que una persona de edad adulta ingiere haciendo infusiones en el lapso de tres meses.

Nidito de amor otra vez, pero esta vez el agua invade el lecho nupcial

Una hermosa mañana de invierno busco en mi placard una prenda acorde a los cuatro grados de temperatura ambiente.  Me llaman poderosamente la atención unos lunares verdes en una impecable camisa de seda color marfil.  Siempre odié los lunares, así que llamó mi atención esa prenda y todas las que le seguían hasta el borde del perchero.  Los mismos lunares verdes, una y otra vez.  Resultó ser que los lunares tenían una textura aterciopelada bastante llamativa.  Más llamativo aún fue descubrir que todos mis zapatos del fondo derecho del placard parecían haber sido confeccionados en una pana verde que combinaba exquisitamente con el tono de los lunares.  Lo no tan exquisito de la cuestión fue el aroma rancio a humedad que penetró mis orificios nasales poniéndome a estornudar como una máquina.  Saqué toda la ropa y encontré a la madre del borrego: la mancha verde más espantosa en la historia de las humedades caseras.  Ahí, agazapada y amenazante, la muy hija de puta me desafiaba dibujando monstruosidades frente a mis narices.  Llamé al Consorcio, el Consorcio me mandó al plomero.  El plomero y su ayudante, dos personas a las que hubiera herido de muerte si esto que voy a contar me lo hubieran hecho ahora, se aprovecharon de mi juventud y mi ineptitud para evaluar situaciones que involucran caños y grandes masas de agua.  Picaron la pared del placard desde la altura de mi cabeza hasta el piso, desde ahí hasta la ventana y de la ventana un metro adentro del patio.  Dejaron el caño a la vista, desagüe de la terraza de un edificio de ocho pisos, yo ocupaba la planta baja.  Operaron al caño culpable, lo castraron de la cintura para abajo y juraron volver al día siguiente.  Una, que era tonta pero no tarada, desliza una preguntita al pasar “¿y si mañana llueve?”.  A lo que el Sr. Plomero Hijo de un vagón cargado de putas contestó “Nahhhh, mañana no hay pronóstico de lluvia”.  El día siguiente fue consagrado como el día más lluvioso de la década.  Cayeron 100 milímetros en un par de horas.  Ese par de horas que me la pasé corriendo con dos baldes de la cama al baño cual bomba de achique humana.  Ese par de horas donde tuve cascada y lago artificial dentro del dormitorio al más puro estilo Telo carísimo de Panamericana.  El plomero volvió dos días después con el rabo entre las patas argumentando que su faltazo se debió a que el diluvio le hubiera impedido empalmar el maldito caño.

Hogar dulce hogar campestre: Casa nueva, problemas nuevos (siempre hidráulicos, para variar)

Estábamos de estreno, nada podía fallar.  Tanque de fibrocemento conectado a bomba presurizadora que impulsaba el agua a la casa de manera fenomenal.  La presión de la ducha era tan impresionante que parecía soda.  En el tiempo que tardó el plomero de la obra en llegar a su casa, agarrar las valijas y salir del país (nunca más lo encontré), la gotera apareció en el techo del living.  Firme y contundente fue dibujando manchas con la cara de alguna figura bíblica o Satanás, dependiendo de mi estado de ánimo.  En el término de diez años pasaron por ese baño maldito unos quince especialistas.  Me levantaron la bañera y la amuraron a la pared, sellaron las juntas del piso y la pared, cambiaron caños, flexibles y canillas.  Nada, el problema iba y venía cargándose nuestros ahorros y arruinándome las fotos de todos los eventos familiares.  La mancha verde amarronado brindando como un invitado de lujo en el cumple de mi hijo, en la Navidad del 2004, en Año Nuevo 2006, en Pascuas 2003 y en mi fiesta de cumple Nº 40.  Maldita hija de tu madre, me dejaste pintar todo el techo para volver a aflorar tres días después de guardar la brocha!.
Como si esto fuera poco, la bomba se fue rindiendo de a poco.  Le hablé, le recité poemas, le recé novenas y se la llevé a rebobinar al colorado Sanchez.  Hice todo lo que había que hacer para que me dejara lavarme los dientes a la mañana.  Estuve unos tres años cebándola, cargándole agua por un agujerito minúsculo, con el recipiente de la plancha previo remover una tuerca con una llave inserta en un ángulo incomodísimo (de noche, sin luz y con un frío de perros no es tarea fácil).
Hasta que la bomba me abandonó.  El mismo año que mi ex decidió dejar el Titanic matrimonial a medio naufragar.  No lo culpo, hubiera hecho lo mismo pero tenía un hijo del que ocuparme.  Eso fue lo que hice.  Cansada de salir a las siete de la mañana en pleno invierno a cagarla a patadas para que me permita bañarme para ir a trabajar, ella y yo nos dijimos “andate a la recontra mierrrda”. Empeñe mi aguinaldo de junio y gasté a cuenta del de diciembre.  Compré la Robocop de las bombas.  Silenciosa y cromada, una Ferrari en el mundo de las hidroneumáticas.  Joya.  Tuve agua y bailé en pelotas por el parque.  Fui felíz por un tiempo.  El tiempo que tardó en joderse el automático del tanque.  Recuerdo muy bien el día en el que le maldito cable se zafó mientras yo corría la pesada tapa para ver cuánto faltaba para llenar el tanque.  En camisón, noche cerrada de invierno, niebla hasta en las pestañas y la humedad ambiente de la ostia abriéndome los poros.  Era una nebulización en cinemascope.  Tiré de la tapa y el cable rozó los dedos de mi mano derecha.  La descarga me dejó las falanges inutilizadas por dos días.  Tuve que agarrar el volante del auto con los dientes para estacionar porque no podía cerrar los dedos ni para agarrar una lapicera. 

Demás está decir que durante todos esos preciosos momentos tuve que utilizar mi ingenio para bañarme en las zanjas, cepillarme los dientes con el agua del depósito de los baños, lavarme los sobacos con el agua de los fideos, cocinar con agua mineral y lavarme el culo con soda (toda una experiencia).

Hace unos días la Robocop Pump falló y tuve que empastillarme para superar la crisis de ansiedad.  Cuando salí del coma farmacológico autoinducido (léase siesta monumental post clonazepam), el señor que me acompaña le había practicado una cirugía a membrana abierta al corazón acuático de la casa.  El agua salía a chorros por todas las canillas de la casa.  Me dieron ganas de hacer sopa, de tomar té, de apretar el pomo, de hacer acqua dance en la pileta de lona, de jugar a los escupitajos y bañar al perro.

Algo cambió en mi vida, me parece que el agua y yo nos estamos llevando mejor…

Gracias Gerard!  ♥U




lunes, 23 de enero de 2012

DESCANSANDO DEL DESCANSO





Vacaciones “made in Hell”

Si, ya sé que una se pone grande, chúcara y pocas pulgas. Lo que antes te divertía ahora te molesta. Con la edad, la arena metida en el culo hasta las siete de la tarde ya no es tan buena idea y el volumen de audio de cualquier cosa que profiera sonidos no debe superar el umbral de los cincuenta decibeles para evitarte una crisis nerviosa de importancia superlativa. Ya lo he comentado en otras entradas, existe una edad para todo, y la edad para procrear y/o soportar críos desmadrados propios o ajenos ya fue para mí. No soporto los pendejos. No los tolero. Sobretodo si tienen pulmones del tamaño del contrabajo de una orquesta sinfónica y unos padres blandos como una torta de crema al sol. Me sacan los personajes que entienden que su libertad se extiende hasta el borde de tus falanges del pie y la medida de tu paciencia o falta de ganas a la hora de crear un altercado que genere mucho ruido. La clave en mi caso es el ruido. Y las muchedumbres que suponen que tu masa corporal (intensa) está conformada por materia degradable con el agua, el viento o los empujones. Mis vacaciones fueron un poco de todo esto y ameritaron la entrada que hoy escribo.

La música (que se puede catalogar como ruido, dependiendo quien la escuche=en este caso: io)

Todo aquel que me conozca o me haya leído sabrá que si hay algo que me gusta con locura en la vida es la música. Me gusta fuerte, a lo guaso, siendo bastante ecléctica en mis gustos. Puedo escuchar casi todo. Casi todo. Pero no todo, todo. Tengo una fobia que debo tratar con drogas (de esas que se compran con receta de archivo) al reggaetón y al rap. Puedo llegar a escuchar a un Snoop Dog o Calle 13, pero si me ponen Eminem salgo disparada por una ventana y corro hasta el puesto sanitario más cercano. No considero que mis gustos sean superiores ni inferiores a ese tipo de música, no intento imponerle a nadie las gaitas de la música celta ni los violazos de David Gilmour; para eso se inventaron los auriculares (que parecen estar en desuso). Es por esto que tampoco entiendo a la fauna que deambula por las calles de las ciudades balnearias a bordo de un auto convertido en equipo de sonido para cancha de futbol sobre cuatro ruedas, evangelizando musicalmente al resto de los veraneantes.
Así me recibió la costa argentina, a puro perreo ambulante. Decenas de autos me dejaron el corazón trepidando como una pandereta en medio de una tarantela, afónica para intentar seguir manteniendo una conversación con mi pareja subiéndome al ruido insoportable proferido por una caja acústica que ocupaba el baúl de un Volkswagen Gol donde cuatro mequetrefes con pinta de subnormales se meneaban al compás de una canción que invitaba a mami a darle “eso” al que cantaba (si se le puede llamar cantar a eso).
No son los únicos que quieren reggaetonizar al planeta, también están los que deambulan como epilépticos sacudiéndose al ritmo de baladita pedorra donde el cantante pide “quiero tu abertura para una aventura sin censura”. Todo esto saliendo por un puto mini parlante de un celular minúsculo (malditos ponjas y su tecnología cada vez más chica, potente y accesible) que la portadora zamarrea con los auriculares desconectados al cuello, cual collar de perlas, ubicándotelo en la oreja izquierda mientras avanzás lentamente por una calle peatonal infestada de sujetos de similar especie. Estos zombies idiotizados también se encuentran en las playas, casas y edificios de departamentos, lugares donde también desatan su infernal zangoloteo al ritmo insoportable del reggaetón portátil a 130 decibeles, despertándote de una siesta sobre la arena o interrumpiendo tu sueño a las siete de la mañana. Gracias a Dios no he sido bendecida con una pistola calibre 38 ni el permiso para portarla, o ya tendría una página entera en la crónica policial del diario más sensacionalista del verano argento.

Los ruidos que no pueden catalogarse como música

Tuve la suerte de alquilar un departamento con vecinos a diestra y a siniestra. A la derecha, dos simpáticas criaturas engendros malignos de un sordo y una muda, se encargaron de explotar petardos comprados a Kadafi antes de su captura, cada media hora por reloj desde las 17 horas hasta altas horas de la madrugada. Detonados en un patio contiguo al mío, la explosión era tan grande que a mi perro fue necesario insertarle un marcapaso para que pudiera seguir viviendo. Anticipando la detonación, un fogonazo azul me obligaba a tirarme cuerpo a tierra cada vez que me encontraba colgando una bombacha en la soga. Con los dientes apretados y el broche para la ropa incrustado en la palma de mi mano (y el perro incrustado entre mis glúteos), recuperaba el aire intentando proseguir con mis actividades. Pero un día, el monstruo verde que vive en mí estaba tomando un baño con la ventana abierta. Agachada en una pose incomodísima con la cabeza debajo de la jabonera, afeitándome las piernas arrebatadas de sol, fui sorprendida por el ruido ensordecedor de una bomba de fabricación israelita que aflojó los vidrios de las ventanas. En el acto levanté la cabeza dándome la nuca con la jabonera (todavía tengo un moretón y veo borroso), me rebané 100 gramos de rodilla derecha y me entró jabón en los ojos. No pude con mi genio vociferando algo así como “¿La concha de tu madre, cuándo carajo se te van a acabar esos petardos de mierda? Porqué no te metés uno en el orto y te prendés fuego hasta salir disparado a Urano, pedazo de pelotudo. ¿Quién te está cuidando, tu abuela sorda, hijo de puta?”. Demás está decir, que el infante (que al día siguiente saludé con toda educación mientras paseaba al perro infartado) de no más de siete años, nunca más prendió nada más que la radio en su celular de última generación.

La corneta del vendedor de churros, la cumbia de la vendedora de medialunas, el grito del barquillero y la puta madre que los parió a todos.
Echada en la arena caliente, boquiabierta y babeando en relax total; fui sorprendida por una bocina de bicicleta que me hizo levitar unos 10 centímetros sobre el nivel del mar. Al tipo que la hace sonar no le importa que la gente ahorre todo un año para escuchar el arrullador sonido del mar o el cantar de las gaviotas. Al tipo le importa cagarse de risa de tu cara de estupor cuando saltás en el lugar y comenzás a vestirte para ir a trabajar convencida de que se te hace tarde. Porque al tipo le lleva un segundo rebobinar tu ejercicio anti estrés devolviéndote de una patada a tus días de madrugones y preocupaciones. Sin mencionar que te estaciona un carro del tamaño de una heladera con freezer doble puerta, sobre los deditos del pie obstaculizando tu maravillosa vista oceánica que supiste conseguir quemándote los pies en busca de un spot playero inhabitado. Encima, si no le comprás un choclo es muy probable que no corra el carro aunque se lo supliques, invitando a otros vendedores a hacer “polémica playera” sobre tus pertenencias mientras la marea sube estrolando el carro sobre tu cabeza (quemándote con el agua hirviendo de sus delicatesen).

Los vecinos pegadores y las grandes familias confinadas a espacios reducidos

En un dúplex exactamente igual al mío, desembarcó un hermoso día soleado de enero, una Renault Master Minibus de quince asientos pintada con los característicos colores escolares (blanco y naranja). Del vehículo no solamente bajaron 15 personas y un bebé de un año. También lo hicieron doce mil metros de toallas, sábanas; quince kilos de metal fundido en paelleras, ollas a presión y cuchillos varios; los kilos de carbón suficiente para alimentar una central nuclear por doce días; y un matrimonio entrado en kilos cuya costumbre más peculiar era llamarse cuchi-cuchi a los gritos desde el patio hasta la vereda de enfrente. Como era de esperarse, el Desembarco de Normandía dio menos trabajo y contaminó menos (auditivamente hablando) que este peculiar operativo. Toda esa artillería pesada subió y fue desplazada por los dos pisos de la casa al son de la pelota de básquet del niño de doce años que portaba una camiseta de los San Antonio Spurs. Las valijas fueron arrastradas a las trincheras por adolescentes con menos voluntad que un caracol en un salitral. El matrimonio taconeaba sobre unas chancletas de cuero que producían un ruido “plaf plaf” francamente insoportable. El bebé lloraba veintitrés de las veinticuatro horas del día, sin pausa, salvo cuando la madre le enchufaba algo en la boca. De lo contrario sus cuatro tías adolescentes lo hamacaban sin parar logrando, únicamente, que el crío aullara al compás del vaivén. El dúplex de mi vecino “cuchi cuchi” estaba equipado con una bomba que subía agua al tanque toda vez que alguien abría una canilla (igual que mi departamento) pero la gran diferencia la hacía el sonido equivalente al que hace un tanque Sherman en movimiento (y la cantidad de veces que alguien abría una canilla en esa casa). Imaginaos pues un ejército de personas que se bañan sin darle tregua a una bomba que no cesa de trajinar, más la madre lavando las verduras para la ensalada, las mujeres lavando los trajes de baño, los inodoros llevándose todo vestigio del guiso de la noche anterior… UN DELEITE PARA LOS TÍMPANOS SENSIBLES. Además de bañarse y jugar al básquet en el comedor, esta simpática familia dedicó los siete días que permaneció pared de por medio a jugar distintos juegos que incluyeron los dados, los naipes cantando “truco” a los gritos y saltos ornamentales en las camas marineras.
En el dúplex contiguo a mis amiguitos, se hospedó una pareja cuyo mayor entretenimiento fue insultarse mutuamente hasta que el señorito en cuestión cagaba a trompadas a una mujer que lloraba y suplicaba clemencia. Una particular noche de lluvia, luego de sacar la bolsa de la basura (que contaba con varias botellas de alcohol vacías), la mujer comenzó a gritar como un lechón en un matadero. Presa de un ataque de lástima y llanto decidí hacer mi obra de bien mensual llamando a la policía. Mientras la telefonista me preguntaba la numeración y las entrecalles, la mujer era estampada contra las paredes ferozmente. Le avisé que si seguíamos perdiendo el tiempo enviara a los bomberos para juntar los pedazos, pero la telefonista insistió en que yo saliera a la calle a señalar con el dedo índice la puerta del golpeador. “Ni en pedo” le contesté, pero mi heroísmo pudo más y salí a la calle con el dedito apuntando al este, cueste lo que me cueste. La policía vino, un rato después (un rato largo), si la gresca hubiera sido espesa…todavía la estábamos velando. Pero para mi sorpresa, la mujer salió al cruce del patrullero con cara de sorpresa, asegurando que la casa estaba en orden. Al rato sonó un bolero de Luis Miguel y asumí una reconciliación con moretones que me avergonzó por mi estúpida inocencia.

Las muchedumbres, la aglomeración y los niños maleducados

Siempre me sorprendió la gente que nombra a la gente y no se siente incluida en ese grupo. Es como si estuvieran construidos de una materia diferente que los pone en una categoría especial ya que la gente es aquella que llena los teatros, se aglomera a esperar en los restaurantes donde se come bien y va a la playa cuando ellos desean estar en la playa sin gente. “Vino mucha gente este fin de semana”, “La gente camina como vacas al matadero por la peatonal”, “Yo no entiendo cómo la gente hace fila para tomar helado ahí”, “La gente espera horas en el cajero automático”. Yo me pregunto ¿y vos qué mierda sos, una estatua de gelatina sin sabor, un personaje de Harry Potter, la hermana melliza del Espíritu Santo?
No soy fan de las aglomeraciones, no me gusta que mi brazo se pegue como un sticker al brazo de la señora que acaba de embadurnarse en aceite de coco. Tampoco me gusta meter mi nariz en una mata de pelo con aroma a Sedal Crema en sachet. Mucho menos fumarme un pedo del pendejo de quince que se clavó un waffle y un licuado de banana con leche dos horas antes. Por eso, tampoco voy a las procesiones. Prefiero pudrirme en el infierno. La única manera de meterme en el medio de una aglomeración es en un estadio donde toque una banda que me vuelva loca. Y hasta por ahí nomás, teniendo en cuenta que en mi última incursión a un concierto (de Los Piojos), caí al suelo boca arriba mientras cien mil personas saltaban a mi alrededor. Pero en estas vacaciones, poseída por la emoción de la libertad del yugo laboral y los restos mortales de la alegría navideña, tomé la calle Peatonal más de una vez, pisando chicles; tragando estornudos ajenos y esquivando manzanas acarameladas.
En la playa, una tarde apacible descansaba sobre mi sillita plegable. Me quedé profundamente dormida mirando a mi hijo y su amigo acostados sobre una esterilla. Cuando volví en mí, abrí los ojos y me encontré con una casa con galería para seis personas armada a escasos dos centímetros del dedo gordo de mi pie izquierdo. Una señora que estaba a mis espaldas recibía instrucciones de un imbécil (el arquitecto del emprendimiento), para aparcar el cochecito del bebé sobre las esterillas de mi hijo (que jugaba a la pelota en la orilla). Las ojotas de mi hijo quedaron literalmente rodeadas por una rueda de sillas en el “patio” de la casa. Mi perro pasó a ser el perro de ellos y mis pies, de no haberlos corrido a tiempo, hubieran pasado a formar parte de la heladera monumental que instalaron a las 16.20 horas del día 7 de enero del 2012. Me acuerdo porque no pude creer que alguien se tomara tanto trabajo para armar semejante despliegue por dos o tres horas de playa. Le saqué fotos porque no iba a permitir que el boludo jerarca familiar con sobredosis de revista “Weekend” no quedara escrachado en este blog, como digno resarcimiento de la ocupación colonialista que hizo sobre mi pequeño pedazo de paraíso playero (VER FOTO DEL BOLUDO).
Un capítulo aparte merecen los niños maleducados. Aquellos seres angelicales como querubines trabajando de incógnito para Satanás, que tienen la boca más sucia que un marinero de un pesquero ruso. Aquellos dulces monstruitos que en los comederos profieren sonidos insalubres para el oído humano haciéndote volcar la copa del vino caro que te diste el lujo de degustar luego de un año de ardoroso esfuerzo. Esos “locos bajitos” como decía Serrat, que de simpáticos solo tienen el nombre: “Nahuel”, “Valentino”, “Bautista”, “Sol”, “Anita”; pero que cuando son dejados a merced de su propio albedrío cuentan con la capacidad suficiente para dejar un lugar patas para arriba echando de bares y restaurantes a todo aquel que hubiera cometido el error de sentarse a menos de dos kilómetros a la redonda de la mesa de sus padres. Vandalizan los baños, la decoración, le dejan los huevos al plato al personal del lugar sin que sus padres miren una sola vez de costado para relojear su comportamiento. Los detesto. Quiero que crezcan de golpe o se suban al tren de la alegría hasta Machu Pichu sin escalas. Deseo con todo mi ser que los padres no vuelvan a tener relaciones sexuales sin preservativos. Quiero que las abuelas se los lleven y se los entreguen vivos al hombre de la bolsa. Quiero que prohíban el ingreso de menores de 18 años a todos los lugares públicos después de las 20.00 horas.


Agotada de tanto descanso, con la cabeza minada de ruidos, los pies doloridos de tantos pisotones y los brazos llenos de moretones volví a mi casa. Volví más cansada que antes de partir. Ahora tengo que esperar un año entero para vacacionar otra vez. Snif…

Un videíto sobre la música mencionada en esta entrada...