Otra vez más, la Gabaldon logra hacer de las suyas, esta vez
en la pantalla.
Desde que las novelas de Diana Gabaldon, cuyo prota
masculino “Jamie Fraser” es la fantasía sexual literaria más consumida del
planeta, desembarcaron en las librerías se habla de un posible traslado del
texto a la pantalla. Esto ha generado
infinidad de foros, post, quejas, sugerencias y hasta la radical oposición de quienes dicen que esto destruirá
la ilusión dándole vida en el cine a algo que cada una ha proyectado en el
hueso occipital del cráneo luego de consumir los libros.
Es que la experiencia literaria no le pega a todo el mundo
igual de la misma manera que el alcohol o la marihuana no le pegan en forma
idéntica a todo el mundo. Yo misma puedo
consumir un litro de vino y caminar derecho pero con tres copas de champagne me
convierto en un felpudo baboso que tiene que arrastrarse encima de su propia
baba para llegar a una cama. Es así como
Jamie para algunas es algo semejante al actor Eric Dane y para otras es Gerard
Butler porque es así y se acabó!.
Claramente, cada cerebro ha armado su propia película con el texto que
esta bruja a la que adoramos, gurú de la secta highlandesca a la que todas
hemos sido abducidas cuando nos pusieron “Outlander” enfrente. Como quien interpreta una receta de cocina y
donde Diana dice “dos cucharadas de esencia de vainilla”, la lectora elegirá
una cucharada de jugo de naranjas y otra de miel; cada cual ha hecho con estas
novelas una torta diferente. Mi amiga la
hizo de chocolate bañada en dulce de leche y rociada con grageas de
colores. La mía es un pie de frutos del
bosque con crema y gelatina. Y ahí nomas se armó el bardo (quilombo=lío=revolución en el granero de Jamie). Es que llevar a la pantalla todas las tortas
juntas es dificilísimo. Las de veinte
quieren un prota de edad suficiente para fornicar de parado. Las de treinta quieren uno no tan tierno
porque les da culpita. Las de cuarenta
queremos a uno con algunas canas (aunque tenga que protagonizar al pibe de 20
del primer libro de la saga) y las de más de cincuenta quieren a George Clooney
con trenzas, barba y la cafetera Nespresso en la mano (porque ya no da para
pasar frío y hambre, tienen ganas de revolcarse en el Lago di Como que está más
cálido que el Ness y tomar café).
Desde que las novelas salieron a la luz se han subido unos
dos millones de videos que con suma artesanía y genialidad mujeres de todo el
mundo han editado con música celta y su elección del candidato al trono de intérprete
de Jamie Fraser. Recuerdo cadenas
interminables de mails y threads de foros de actores, películas, la propia Gabaldon
y sus libros donde la eterna discusión radicaba en quiénes iban a encarnar a
nuestros adorados Jamie y Claire y los no menos importantes personajes
periféricos que tanto amamos como Roger, Brianna o Lord John. He leído, mientras me dieron el tiempo y las
ganas, tantas barbaridades como proponer a Brad Pitt para hacer de Jamie. Lo siento, Brad Pitt es a Jamie lo que una
carreta tirada por un burro cojo a una Ferrari Testarossa. Ya sé, las amantes de Brad me van a gestionar
un maleficio para que se me caiga el pelo y las uñas se me escamen pero lo
tengo que decir porque mi Jamie es COLORADO, ALTO, CORPULENTO, CUARENTON y se
parece a Gerard Butler o Eric Dane.
Pero claro, no soy la dueña del casting así que no pienso
enfrentarme con las doscientas millones de féminas enfervorizadas que
creyéndose dueñas del copyright mental de Diana declaran “JAMIE ES JAMIE FOXX”
(para el acento le ponemos un coach y para los colores está George Lucas y su
ILM (la empresa encargada de crear los efectos de Star Wars entre otras pelis). Así fue como poco a poco se fue generando el
caos, primero vino el libro ilustrado (ni fu ni fa para mí, debo decir) y luego
la gran noticia: una miniserie. Temiendo
llegar tarde al evento, antes de que se firmaran los contratos ya había mujeres
enviándole sus propuestas de casting a Diana y poniendo a tiro sus sitios de
descargas favoritos ya que nadie estaba muy seguro para ese entonces si la
miniserie iba a estar disponible en todos los países, por qué emisora o vaya
uno a saber qué trabas más. Porque las
seguidoras de los libros sabemos que esta plaga se expandió mucho más rápido
que el antídoto, y los primeros libros se conseguían más fácil en Indonesia que
en Argentina, en cantonés antes que en español y si no tenías la suerte de
saber inglés eras capaz de hacer un curso acelerado con la mismísima Queen
Elizabeth para ponerte a la par de las fantasías erótico-festivas de tus amigas
angloparlantes. Sabemos de palos en la
rueda, las lectoras de Diana; estamos acostumbradas a indigestarnos con una
frase posteada en su foro, adelanto del libro que estaba por editar dos años
después, y vivir colgadas de esas dos oraciones hasta el aterrizaje de la
maldita novela a las góndolas. Y digo
maldita a conciencia, porque nos hemos tomado dos años sentadas zapateando
contra el piso releyendo una y otra vez
las entregas anteriores para estar lo suficientemente aceitadas para leer el
nuevo. Y al nuevo lo devorábamos en
cuarenta y ocho horas (las más lentas); con lo cual le dábamos a Diana la
ventaja de otros dos o tres años para volver a armar otra bomba letal que se
llevara puestos nuestros hogares, nuestros matrimonios y nuestra vida chata AJ
(antes de Jamie).
No es raro entonces encontrarnos sumidas en discusiones de
cuatrocientos post y horas de cotorrerío incesante intentando ponernos de
acuerdo en quién debía ser el intérprete de tamaño ser de culto y
adoración. He leído mujeres batirse a
duelo y boxearse con palabrotas porque para una el tipo tiene pelo castaño
rojizo y para otra es naranja zanahoria (carrot-top). Se han insultado, amigas de años han dejado
de hablarse por meses, ha habido guerras de castings con fotos, amenazas,
cartas a todas las empresas americanas involucradas en la industria del séptimo
arte y hasta exorcismos (fuentes que han preferido el anonimato han provisto
esta información).
En mi grupete de amigas (gente, me incluyo, que supo
convivir quince días bajo el mismo techo leyendo en una especie de “book club”
pasado de rosca fragmentos de “Outlander” previamente marcados en una suerte de
“misa negra”) decidimos aceptar lo que venga en pos de una amistad que ya lleva
años y porque cada una tiene clarísimo que Jamie es de cada quien lo haya leído
con las características propias que el cerebro (y las hormonas) haya sabido
crear. Obviamente comprendemos que el
Jamie de Outlander debe ser encarnado por un borrego lampiño con más cara de
bebé que de hombretón guerrero y salvaje.
Y también tenemos clarísimo que la miniserie será consumida por millones
de mujeres pero no va a llegar ni a los talones de la película mental que Diana
y su pluma suprema han sabido crear sin necesidad de una cámara, un megapíxel o
un castillo fastuoso generado por computadora.
Como todos los libros que se llevan a la pantalla, es raro que el
producto final conforme, justamente por eso, porque leer ejercita la
imaginación y a esa no hay con qué darle.
¿Qué opinan de Sam Heughan?