lunes, 14 de mayo de 2012

Historia de mis adicciones


La música

 
No podría precisar el momento exacto, el recuerdo más añejo data de mis cinco o seis años.  Nos recuerdo a mi hermana y a mí bailando en bombacha y zuecos de corcho en el patio de mi abuela, al compás de algún vinilo de colores editado por el programa de tv auge del momento.  Canciones pasatistas y comerciales, pero super pegadizas que incitaban a revolear los huesos aunque uno fuera una momia.  Recuerdo el aparato, un Winco regalo de alguna Navidad o Reyes.  Una cosa semi-portátil del tamaño de una caja de guitarra, que constaba de un parlante y una bandeja giradiscos.
Para la misma época, aprendía los primeros acordes de alguna balada de Roberto Carlos, en las clases de guitarra del colegio.  Y como si esto fuera poco, castigaba el piano de la casa de mis abuelos paternos, leyendo pentagramas con cara de erudita.  Recuerdo haber jugado con el “combinado” de mis abuelos.  Un mueble gigante que tenía una radio y una bandeja giradiscos y espacio para guardar los pesados discos de pasta con grabaciones de jazz y música clásica que el abuelo nos ponía para darle tregua a su castigado piano.

Luego vinieron mis otros abuelos de viaje, y con ellos una bandeja giradiscos portátil color naranja rabioso, del tamaño de una cartera que yo llevaba de aquí para allá con el multiúnico disco simple que tenía en ese momento (la banda sonora de la peli “El Golpe”).
Mi papá fue quien supo alimentar mi adicción desde el vamos.  Y por suerte me expuso a música que no hubiera conocido si no me la hubieran entregado servida en bandeja, en bandeja giradiscos claro está.  Jazz, bossa nova, blues, tango, folklore, rock, reggae; cualquier colectivo me dejaba bien.  Ya a los diez años podía cantar la mayoría de las canciones de Toquinho y Vinicius en un perfecto portugués y traducía con avidez las letras de las canciones de Los Beatles.  

Para mis doce años, la música se había convertido en una adicción.  Algo que no podía esquivar ni postergar.  Algo que me transportaba a lugares felices, me inmunizaba de aquello que me disgustaba y me servía de evasión cuando la realidad no era la más divertida del mundo.  Recuerdo haber pasado horas con el dedo morado sobre la tecla “REC” en un vano intento por capturar completa aquella canción deseada que la radio mezquinaba o pisaba obligándote a comprar el cassette o el long play.  Eso, si uno tenía la suerte de que el locutor habilitara los datos del cantante, de lo contrario iba a pasarme horas escuchando la radio para hacerme del dato que pudiera juntarme con esa melodía que me cansaba de cantar en la ducha.
Llegaría entonces el radio grabador y la pila de cassettes con compilados de horas y más horas de grabaciones de radio con temas que me ponían a bailar sobre la cama y cantar disfrazada con los camisones de mi vieja y un colador haciendo las veces de micrófono.  Días enteros tirada en la cama escuchando Bee Gees, Peter Frampton, Sui Generis o María Bethania (si, siempre fui de lo más ecléctica).

Con la llegada del Walkman pude darle rienda suelta a mis gustos y escuchar a todo volumen aquello que me daba vergüencita porque no estaba de moda.  ¿Qué persona de 14 años escuchaba a María Creuza o Frank Sinatra en pleno auge de Génesis o Kiss?  Así fue como aprendí a despuntar la clandestinidad del vicio que había tomado posesión de mi alma.  Y fui por más.  Le saqué a mi viejo sus auriculares profesionales y los enchufé a su super equipo de música mientras me daba con altas dosis de Supertramp, Paul Williams y una Rapsodia Bohemia de Queen cuya pista erosioné hasta el cansancio.  Escuchaba y caminaba.  Escuchaba y bailaba. Y así fue como depilé la alfombra del living de mi casa hasta el cáñamo.  Enfrascada en ese mundo lleno de acordes y colores mi vida era una película de Spielberg.  Todo era mejor, todo tenía sentido; la fantasía se apoderaba de mi cabeza para llevársela lejos de ese tercer piso del barrio de Caballito donde mi familia se iba disgregando de a poco.  Recuerdo haberme dormido con el walkman en las orejas en el volumen más alto, para tapar las voces de mis padres que discutían hasta altas horas de la madrugada.  La música era mi refugio, mi remedio, mi panacea.

Mis primeros ahorros fueron a parar a un disco de vinilo.  Luego vinieron más y más.  Cruzaba el parque Rivadavia para sumergirme en las góndolas de la disquería de la esquina de Rivadavia y Campichuelo; con un puñado de billetes y monedas fruto de algún regalo de cumple o simplemente de la cartera de mi abuela Vicenta.  Seru Giran, Gilberto Gil, Stevie Wonder, Rod Stewart…cualquier disco era mejor que una pilcha o un par de zapatillas.  Dinero mejor invertido no había, a mi criterio.
Entonces mi papá desembarcó con un órgano Yamaha y un profesor de música a domicilio.  Convencido de que mi facilidad para escuchar era directamente proporcional a mi capacidad para arrancarle un acorde armónico a algún instrumento, me dejó en manos de un señorito de 23 años al que mi hermana y yo volvimos literalmente loco.  Cuando se percató de que las clases no daban absolutamente ningún fruto en clave de sol y el profe se divertía de lo lindo con nosotras, decidió cambiar por algo más radical y enciclopédico.  Entonces apareció un señor bigotudo de unos setenta años y un aliento a caballo muerto que voy a recordar hasta el fin de mis días.  Dotado de una mecha cortísima y un carácter de mierda, el Señor “Nomeacuerdosunombre” incrustaba sus tres dedos del diámetro de un salamín tandilense en tres teclas del piano mientras vociferaba “LAAAAAAAAAAAAAAA”.  Recuerdo ese “LA” porque detrás de esa nota venía una onda expansiva de olor a riachuelo que me tumbaba.  Era preferible hacerlo bien de entrada, para que el profe no tuviera que volver a gritar el acorde deseado.

Nunca pude aprender a tocar nada demasiado bien.  Volví a incursionar en la guitarra con idénticos magros resultados.  Me conformé pensando que mis dedos eran demasiado cortos para un FA que requiere las falanges de Largo (el de los Locos Addams). Pero nunca pude abandonar mi adicción a la música.  Ella me acompaña desde siempre.  En las pelis y sus bandas sonoras que he comprado sin asco.  En las series donde se la utiliza como un protagonista más y que en muchos casos me ha ayudado a descubrir bandas y cantantes; pirateando como he podido desde el Ares, el Torrent, Taringa, Napster y cuanto sitio de descarga gratuita se haya inventado en este mundo.  He empeñado mi alma para comprar entradas para un recital, he vendido pulseras de oro para comprar una edición limitada de la discografía completa de Pink Floyd (y no me arrepiento), he pasado noches enteras sin dormir auto infringiéndome dosis masiva de ocho horas non-stop de música. 
El amor por la música fue tal, que quise inculcarle a mi hijo desde el vamos, la gratificante sensación de escuchar una melodía bien escrita y ejecutada.  Recuerdo haberle puesto auriculares a una panza de siete u ocho meses de embarazo para que mi hijo pudiera escuchar a la Vargas Blues Band conmigo.  Tuve el hijo perfecto heredero de tanta pasión musical, un socio y compinche a la hora de compartir canciones y recitales.  Ahora con dieciocho años es el quien me arrastra kilómetros de arena incandescente para participar de un concierto de reggae playero.  Demás está decir que nunca he ofrecido resistencia alguna.

Y así fue como llegamos al 2012, a quinientas canciones guardadas en dos pen drive de 4 GB.  En una pc con 2 terabytes de memoria para poder almacenar dos millones de canciones, como tesoros de un barco pirata en altamar.  La música me acompaña cuando voy a trabajar, cuando vuelvo de trabajar, cuando me voy a dormir, cuando salgo a pasear, cuando lavo ropa, cuando me enamoro y cuando sufro por amor.  Bailé “Stay” de U2 con mi hijo de meses a upa y lo filmé a los tres años jugando con sus juguetes un 25 de diciembre al son de “Fill me up” de Linda Perry.  La música está en mi casa por todas partes.  Cuatro cajas llenas de vinilos, una pared del piso al techo tapizada de cd’s, más de una docena de cajas de cassettes que nunca pude tirar y una guitarra en el escritorio a la que nunca pude sacarle dos notas dignas de ser escuchadas.

El tema que mi hijo escuchaba antes de nacer…