lunes, 11 de marzo de 2013

LA DOCENTE PAPARULA


Aquella boba que pulula en los patios de las escuelas como los globos en los cumpleaños

Ví un comercial de un auto que refrescó mi memoria.  Mi hijo acaba de terminar el Colegio Secundario y se inscribió en la Universidad.  Como corolario de toda una vida escolar, escribí en el muro de mi Facebook  algo así “Ya cumplí, forré cuadernos, le conté la historia de Egipto y la Revolución Francesa, le expliqué matemáticas, pintamos planetas, germinamos porotos, fuí a verlo actuar a los actos y me fumé todas las reuniones de padres. Lo llevé y me lo traje junto con dos o tres compañeros. Preparé nesquik para una banda, organicé campamentos y pyjama parties. Me amargué con una mala nota y festejé cada triunfo. No sé si será un sabio pero estoy segura de que es una buena persona y que siempre voy a estar orgullosa de él (aunque a veces lo quiera estampar contra una pared).”  Cuestión que en un breve pantallazo resumí lo que fuera para mí la vida de madre de un niño en edad escolar y de algunas maestras que se llevaron todos los premios en cuanto a estupidez y el pedazo de viaje lunático que tenían en la cabeza.

¿Cómo saber que te ha tocado una maestra paparula?

Habla con un tonito y una cadencia digna de una tortuga adicta a la marihuana (si es que la tortuga pudiera hablar).  Le habla a un ser humano que puede recitar las doce mil guarangadas del diccionario lunfardo de memoria, como si fuera un estúpido hipoacúsico, no vidente y subnormal.  Pronuncia cada palabra con una dicción tan marcada que generalmente escupe al chico en la cara (ya que para hablarle baja el cogote como una jirafa y se le pone a dos centímetros de la cara).

Tiene cara de feliz cumpleaños perenne.  Más que una sonrisa es una mueca digna de Michael Jackson después de la vigésimo sexta cirugía facial.
Te llama “mami” más de veinte veces por día y suele propasarse en gestos y aspavientos.  

Te pide que forres seis cuadernos, dos cajas de zapatos y un arsenal de libros con papeles de determinado color (todos distintos y difíciles de conseguir).  Y que a todo le pongas nombre.  Hasta los calzones sucios van tatuados con el nombre, como si uno los fuera a conservar como trofeo de guerra.

Te pone reunioncitas cada quince días en horarios en los que uno está trabajando u ocupando el tiempo para pintarse el pelo o ir al dentista.  También te convoca para que lo veas recitar, cantar, amasar choricitos con masa, masticarse a un compañerito, tocar los toc-toc, lavarse las manos solito, reconocer su mochila en el perchero, imitar al perro y la gallina y bailar el pericón.

Te llama a la salida, te frunce el ceño y apuntándote con el dedo índice acusa a tu hijo de dos años de haber arañado a una compañerita que resulta ser la hija de Chuky y bien merecido se lo tenía la perra esa.

Te invita amorosamente a hornear una tortita para treinta y cinco pendejos.  La misma debe tener dos pisos, ser de vainilla, cubierta con grana de los colores del colegio y la cara del cartoon de moda dibujada con grageas de chocolate sobre la superficie (como si uno fuera un diseñador de Pixar).

Te sugiere visitar a la Psicopedagoga (la madre de todas las maestras paparulas) porque tu hijo se mojó los pantalones (porque no le dio bola cuando el crío pidió a gritos que alguien lo llevara al inodoro).  Entonces argumentan que el “educando” tiene problemitas y entran a hurgar en la vida de pareja de los progenitores con el mismo rigor científico con el que Ventura y Rial analizan los problemas de droga de Diego Maradona.

Ya en la escuela primaria, es aquella que se indigna porque el pibe no copia habiéndolo sentado en la última fila y no se da cuenta que el alumno: NO VE UN POMO!

Es la que te inflama los ovarios llamándote todas las semanas para “ponerte al día” con las últimas novedades de tu hijo.  Que no sabe sumar, que no sabe leer, que se distrae y la mar en coche.  Si no aprendió todo eso es porque VOS NO SABES ENSEÑAR SALAMINA!

También es la que se entusiasma con una ecuación de álgebra que bajó de internet y no se da cuenta que es la misma que mandó a John Nash al Neuropsiquiátrico.  Seguramente la respuesta correcta amerita un cónclave familiar y un par de mails a los foros del Instituto Balseiro y el MIT de Massachusetts.  

Es aquella señorita que todavía no es madre y no tiene puta idea de lo difícil que es obligarlos a hacer la tarea, bañarse, comer verduras, guardar los juguetes y largar la tele; entonces les pide que hagan una maqueta del aparato digestivo con materiales descartables para MAÑANA!.  Tarea para mamita, el crío se queda dormido sobre dos maples vacíos de huevos que le dejan la cara cuadriculada, sobre la mesa de la cocina, a las once de la noche mientras vos recortás piolines, lanas y hojas secas intentando fabricar un intestino delgado de la nada sobre un tablero de telgorpor.

Probablemente sea la divagante que en su afán de inculcar “valores” los tenga una hora parados en el patio con cuatro grados bajo cero porque ninguno se digna a delatar al compañero que se tentó largando una sonora carcajada cuando ella se confundió la letra del himno y quedó cantando sola sobre un solo de piano de la vetusta grabación escolar.

Andan sueltas por los patios de los colegios.  Gracias a Dios hay maestras geniales como Patri, Andrea, Grachu, Elenita, Lulu, Susana y mi propia hermana.  Son el antídoto para estas paparulas escolares con cerebro de pájaro (como diría mi cuñado, que también es docente).

El comercial que inspiró el relato