lunes, 23 de enero de 2012

DESCANSANDO DEL DESCANSO





Vacaciones “made in Hell”

Si, ya sé que una se pone grande, chúcara y pocas pulgas. Lo que antes te divertía ahora te molesta. Con la edad, la arena metida en el culo hasta las siete de la tarde ya no es tan buena idea y el volumen de audio de cualquier cosa que profiera sonidos no debe superar el umbral de los cincuenta decibeles para evitarte una crisis nerviosa de importancia superlativa. Ya lo he comentado en otras entradas, existe una edad para todo, y la edad para procrear y/o soportar críos desmadrados propios o ajenos ya fue para mí. No soporto los pendejos. No los tolero. Sobretodo si tienen pulmones del tamaño del contrabajo de una orquesta sinfónica y unos padres blandos como una torta de crema al sol. Me sacan los personajes que entienden que su libertad se extiende hasta el borde de tus falanges del pie y la medida de tu paciencia o falta de ganas a la hora de crear un altercado que genere mucho ruido. La clave en mi caso es el ruido. Y las muchedumbres que suponen que tu masa corporal (intensa) está conformada por materia degradable con el agua, el viento o los empujones. Mis vacaciones fueron un poco de todo esto y ameritaron la entrada que hoy escribo.

La música (que se puede catalogar como ruido, dependiendo quien la escuche=en este caso: io)

Todo aquel que me conozca o me haya leído sabrá que si hay algo que me gusta con locura en la vida es la música. Me gusta fuerte, a lo guaso, siendo bastante ecléctica en mis gustos. Puedo escuchar casi todo. Casi todo. Pero no todo, todo. Tengo una fobia que debo tratar con drogas (de esas que se compran con receta de archivo) al reggaetón y al rap. Puedo llegar a escuchar a un Snoop Dog o Calle 13, pero si me ponen Eminem salgo disparada por una ventana y corro hasta el puesto sanitario más cercano. No considero que mis gustos sean superiores ni inferiores a ese tipo de música, no intento imponerle a nadie las gaitas de la música celta ni los violazos de David Gilmour; para eso se inventaron los auriculares (que parecen estar en desuso). Es por esto que tampoco entiendo a la fauna que deambula por las calles de las ciudades balnearias a bordo de un auto convertido en equipo de sonido para cancha de futbol sobre cuatro ruedas, evangelizando musicalmente al resto de los veraneantes.
Así me recibió la costa argentina, a puro perreo ambulante. Decenas de autos me dejaron el corazón trepidando como una pandereta en medio de una tarantela, afónica para intentar seguir manteniendo una conversación con mi pareja subiéndome al ruido insoportable proferido por una caja acústica que ocupaba el baúl de un Volkswagen Gol donde cuatro mequetrefes con pinta de subnormales se meneaban al compás de una canción que invitaba a mami a darle “eso” al que cantaba (si se le puede llamar cantar a eso).
No son los únicos que quieren reggaetonizar al planeta, también están los que deambulan como epilépticos sacudiéndose al ritmo de baladita pedorra donde el cantante pide “quiero tu abertura para una aventura sin censura”. Todo esto saliendo por un puto mini parlante de un celular minúsculo (malditos ponjas y su tecnología cada vez más chica, potente y accesible) que la portadora zamarrea con los auriculares desconectados al cuello, cual collar de perlas, ubicándotelo en la oreja izquierda mientras avanzás lentamente por una calle peatonal infestada de sujetos de similar especie. Estos zombies idiotizados también se encuentran en las playas, casas y edificios de departamentos, lugares donde también desatan su infernal zangoloteo al ritmo insoportable del reggaetón portátil a 130 decibeles, despertándote de una siesta sobre la arena o interrumpiendo tu sueño a las siete de la mañana. Gracias a Dios no he sido bendecida con una pistola calibre 38 ni el permiso para portarla, o ya tendría una página entera en la crónica policial del diario más sensacionalista del verano argento.

Los ruidos que no pueden catalogarse como música

Tuve la suerte de alquilar un departamento con vecinos a diestra y a siniestra. A la derecha, dos simpáticas criaturas engendros malignos de un sordo y una muda, se encargaron de explotar petardos comprados a Kadafi antes de su captura, cada media hora por reloj desde las 17 horas hasta altas horas de la madrugada. Detonados en un patio contiguo al mío, la explosión era tan grande que a mi perro fue necesario insertarle un marcapaso para que pudiera seguir viviendo. Anticipando la detonación, un fogonazo azul me obligaba a tirarme cuerpo a tierra cada vez que me encontraba colgando una bombacha en la soga. Con los dientes apretados y el broche para la ropa incrustado en la palma de mi mano (y el perro incrustado entre mis glúteos), recuperaba el aire intentando proseguir con mis actividades. Pero un día, el monstruo verde que vive en mí estaba tomando un baño con la ventana abierta. Agachada en una pose incomodísima con la cabeza debajo de la jabonera, afeitándome las piernas arrebatadas de sol, fui sorprendida por el ruido ensordecedor de una bomba de fabricación israelita que aflojó los vidrios de las ventanas. En el acto levanté la cabeza dándome la nuca con la jabonera (todavía tengo un moretón y veo borroso), me rebané 100 gramos de rodilla derecha y me entró jabón en los ojos. No pude con mi genio vociferando algo así como “¿La concha de tu madre, cuándo carajo se te van a acabar esos petardos de mierda? Porqué no te metés uno en el orto y te prendés fuego hasta salir disparado a Urano, pedazo de pelotudo. ¿Quién te está cuidando, tu abuela sorda, hijo de puta?”. Demás está decir, que el infante (que al día siguiente saludé con toda educación mientras paseaba al perro infartado) de no más de siete años, nunca más prendió nada más que la radio en su celular de última generación.

La corneta del vendedor de churros, la cumbia de la vendedora de medialunas, el grito del barquillero y la puta madre que los parió a todos.
Echada en la arena caliente, boquiabierta y babeando en relax total; fui sorprendida por una bocina de bicicleta que me hizo levitar unos 10 centímetros sobre el nivel del mar. Al tipo que la hace sonar no le importa que la gente ahorre todo un año para escuchar el arrullador sonido del mar o el cantar de las gaviotas. Al tipo le importa cagarse de risa de tu cara de estupor cuando saltás en el lugar y comenzás a vestirte para ir a trabajar convencida de que se te hace tarde. Porque al tipo le lleva un segundo rebobinar tu ejercicio anti estrés devolviéndote de una patada a tus días de madrugones y preocupaciones. Sin mencionar que te estaciona un carro del tamaño de una heladera con freezer doble puerta, sobre los deditos del pie obstaculizando tu maravillosa vista oceánica que supiste conseguir quemándote los pies en busca de un spot playero inhabitado. Encima, si no le comprás un choclo es muy probable que no corra el carro aunque se lo supliques, invitando a otros vendedores a hacer “polémica playera” sobre tus pertenencias mientras la marea sube estrolando el carro sobre tu cabeza (quemándote con el agua hirviendo de sus delicatesen).

Los vecinos pegadores y las grandes familias confinadas a espacios reducidos

En un dúplex exactamente igual al mío, desembarcó un hermoso día soleado de enero, una Renault Master Minibus de quince asientos pintada con los característicos colores escolares (blanco y naranja). Del vehículo no solamente bajaron 15 personas y un bebé de un año. También lo hicieron doce mil metros de toallas, sábanas; quince kilos de metal fundido en paelleras, ollas a presión y cuchillos varios; los kilos de carbón suficiente para alimentar una central nuclear por doce días; y un matrimonio entrado en kilos cuya costumbre más peculiar era llamarse cuchi-cuchi a los gritos desde el patio hasta la vereda de enfrente. Como era de esperarse, el Desembarco de Normandía dio menos trabajo y contaminó menos (auditivamente hablando) que este peculiar operativo. Toda esa artillería pesada subió y fue desplazada por los dos pisos de la casa al son de la pelota de básquet del niño de doce años que portaba una camiseta de los San Antonio Spurs. Las valijas fueron arrastradas a las trincheras por adolescentes con menos voluntad que un caracol en un salitral. El matrimonio taconeaba sobre unas chancletas de cuero que producían un ruido “plaf plaf” francamente insoportable. El bebé lloraba veintitrés de las veinticuatro horas del día, sin pausa, salvo cuando la madre le enchufaba algo en la boca. De lo contrario sus cuatro tías adolescentes lo hamacaban sin parar logrando, únicamente, que el crío aullara al compás del vaivén. El dúplex de mi vecino “cuchi cuchi” estaba equipado con una bomba que subía agua al tanque toda vez que alguien abría una canilla (igual que mi departamento) pero la gran diferencia la hacía el sonido equivalente al que hace un tanque Sherman en movimiento (y la cantidad de veces que alguien abría una canilla en esa casa). Imaginaos pues un ejército de personas que se bañan sin darle tregua a una bomba que no cesa de trajinar, más la madre lavando las verduras para la ensalada, las mujeres lavando los trajes de baño, los inodoros llevándose todo vestigio del guiso de la noche anterior… UN DELEITE PARA LOS TÍMPANOS SENSIBLES. Además de bañarse y jugar al básquet en el comedor, esta simpática familia dedicó los siete días que permaneció pared de por medio a jugar distintos juegos que incluyeron los dados, los naipes cantando “truco” a los gritos y saltos ornamentales en las camas marineras.
En el dúplex contiguo a mis amiguitos, se hospedó una pareja cuyo mayor entretenimiento fue insultarse mutuamente hasta que el señorito en cuestión cagaba a trompadas a una mujer que lloraba y suplicaba clemencia. Una particular noche de lluvia, luego de sacar la bolsa de la basura (que contaba con varias botellas de alcohol vacías), la mujer comenzó a gritar como un lechón en un matadero. Presa de un ataque de lástima y llanto decidí hacer mi obra de bien mensual llamando a la policía. Mientras la telefonista me preguntaba la numeración y las entrecalles, la mujer era estampada contra las paredes ferozmente. Le avisé que si seguíamos perdiendo el tiempo enviara a los bomberos para juntar los pedazos, pero la telefonista insistió en que yo saliera a la calle a señalar con el dedo índice la puerta del golpeador. “Ni en pedo” le contesté, pero mi heroísmo pudo más y salí a la calle con el dedito apuntando al este, cueste lo que me cueste. La policía vino, un rato después (un rato largo), si la gresca hubiera sido espesa…todavía la estábamos velando. Pero para mi sorpresa, la mujer salió al cruce del patrullero con cara de sorpresa, asegurando que la casa estaba en orden. Al rato sonó un bolero de Luis Miguel y asumí una reconciliación con moretones que me avergonzó por mi estúpida inocencia.

Las muchedumbres, la aglomeración y los niños maleducados

Siempre me sorprendió la gente que nombra a la gente y no se siente incluida en ese grupo. Es como si estuvieran construidos de una materia diferente que los pone en una categoría especial ya que la gente es aquella que llena los teatros, se aglomera a esperar en los restaurantes donde se come bien y va a la playa cuando ellos desean estar en la playa sin gente. “Vino mucha gente este fin de semana”, “La gente camina como vacas al matadero por la peatonal”, “Yo no entiendo cómo la gente hace fila para tomar helado ahí”, “La gente espera horas en el cajero automático”. Yo me pregunto ¿y vos qué mierda sos, una estatua de gelatina sin sabor, un personaje de Harry Potter, la hermana melliza del Espíritu Santo?
No soy fan de las aglomeraciones, no me gusta que mi brazo se pegue como un sticker al brazo de la señora que acaba de embadurnarse en aceite de coco. Tampoco me gusta meter mi nariz en una mata de pelo con aroma a Sedal Crema en sachet. Mucho menos fumarme un pedo del pendejo de quince que se clavó un waffle y un licuado de banana con leche dos horas antes. Por eso, tampoco voy a las procesiones. Prefiero pudrirme en el infierno. La única manera de meterme en el medio de una aglomeración es en un estadio donde toque una banda que me vuelva loca. Y hasta por ahí nomás, teniendo en cuenta que en mi última incursión a un concierto (de Los Piojos), caí al suelo boca arriba mientras cien mil personas saltaban a mi alrededor. Pero en estas vacaciones, poseída por la emoción de la libertad del yugo laboral y los restos mortales de la alegría navideña, tomé la calle Peatonal más de una vez, pisando chicles; tragando estornudos ajenos y esquivando manzanas acarameladas.
En la playa, una tarde apacible descansaba sobre mi sillita plegable. Me quedé profundamente dormida mirando a mi hijo y su amigo acostados sobre una esterilla. Cuando volví en mí, abrí los ojos y me encontré con una casa con galería para seis personas armada a escasos dos centímetros del dedo gordo de mi pie izquierdo. Una señora que estaba a mis espaldas recibía instrucciones de un imbécil (el arquitecto del emprendimiento), para aparcar el cochecito del bebé sobre las esterillas de mi hijo (que jugaba a la pelota en la orilla). Las ojotas de mi hijo quedaron literalmente rodeadas por una rueda de sillas en el “patio” de la casa. Mi perro pasó a ser el perro de ellos y mis pies, de no haberlos corrido a tiempo, hubieran pasado a formar parte de la heladera monumental que instalaron a las 16.20 horas del día 7 de enero del 2012. Me acuerdo porque no pude creer que alguien se tomara tanto trabajo para armar semejante despliegue por dos o tres horas de playa. Le saqué fotos porque no iba a permitir que el boludo jerarca familiar con sobredosis de revista “Weekend” no quedara escrachado en este blog, como digno resarcimiento de la ocupación colonialista que hizo sobre mi pequeño pedazo de paraíso playero (VER FOTO DEL BOLUDO).
Un capítulo aparte merecen los niños maleducados. Aquellos seres angelicales como querubines trabajando de incógnito para Satanás, que tienen la boca más sucia que un marinero de un pesquero ruso. Aquellos dulces monstruitos que en los comederos profieren sonidos insalubres para el oído humano haciéndote volcar la copa del vino caro que te diste el lujo de degustar luego de un año de ardoroso esfuerzo. Esos “locos bajitos” como decía Serrat, que de simpáticos solo tienen el nombre: “Nahuel”, “Valentino”, “Bautista”, “Sol”, “Anita”; pero que cuando son dejados a merced de su propio albedrío cuentan con la capacidad suficiente para dejar un lugar patas para arriba echando de bares y restaurantes a todo aquel que hubiera cometido el error de sentarse a menos de dos kilómetros a la redonda de la mesa de sus padres. Vandalizan los baños, la decoración, le dejan los huevos al plato al personal del lugar sin que sus padres miren una sola vez de costado para relojear su comportamiento. Los detesto. Quiero que crezcan de golpe o se suban al tren de la alegría hasta Machu Pichu sin escalas. Deseo con todo mi ser que los padres no vuelvan a tener relaciones sexuales sin preservativos. Quiero que las abuelas se los lleven y se los entreguen vivos al hombre de la bolsa. Quiero que prohíban el ingreso de menores de 18 años a todos los lugares públicos después de las 20.00 horas.


Agotada de tanto descanso, con la cabeza minada de ruidos, los pies doloridos de tantos pisotones y los brazos llenos de moretones volví a mi casa. Volví más cansada que antes de partir. Ahora tengo que esperar un año entero para vacacionar otra vez. Snif…

Un videíto sobre la música mencionada en esta entrada...