viernes, 26 de septiembre de 2008

Odiosas comparaciones


VICENTA Y BERTHA

Las comparaciones son odiosas. Pedirle a una niña que responda a la consabida -¿a quién querés más a Bertha o a Vicenta?- va en contra de todos los manuales de Psicopedagogía moderna, la moral, la ética, las buenas costumbres y el sentido común.
Evidentemente mi familia, como todas, carecía de sentido común y otras cualidades antes mencionadas; así que no pude escapar a la pregunta, hecha infinidad de veces por ambas mujeres durante toda mi infancia. Tampoco se salva de ser sometida a la infalible e inescrupulosa lupa de mi memoria pueril donde la respuesta tiene una contundente ganadora: Vicenta, la mujer que atesoro en mi corazón desde que mis neuronas comenzaron a almacenar preciosos recuerdos…alhajas sin precio, el mejor legado que un abuelo puede dejarle a sus nietos.
Lamentablemente, este ser extraordinario devenido de una mujer y un hombre que supieron inculcarle el amor a la vida; se fue demasiado rápido para mi gusto y entendimiento (jamás voy a perdonarle a quien sea que maneja los hilos de la extensión de nuestras vidas, que me la prestara por tan poco tiempo). Pero siempre queda el consuelo de la calidad por sobre la cantidad y la certeza de que ella no sólo vive en mí porque mi personalidad está impregnada de los sabores y matices de la suya del mismo modo que mi cocina de sus mejores recetas. Ella está viva en mi sentido del humor, en mis dedos parecidos a los suyos, en las fotos y en mi corazón; que treinta años después de su partida la palpita, cuando el tintineo de las llaves en la puerta pudiera ser aún, el anuncio de su inminente llegada.

Vicenta no cuidaba su figura, odiaba las dietas, le gustaba comer, cocinar, agasajar, las reuniones multitudinarias en una mesa atiborrada de comensales ávidos de recibir un cucharón extra de sus exquisitos manjares y jamás delegaba en manos de terceros la manufactura de sus platillos. Nadie cocinaba como Vicenta, ella lo sabía pero no lo usaba para pavonearse. Era un hecho inobjetable, un exquisito don que utilizaba para alegrar a los demás sin pretensiones de prestigio ni comprometidas alabanzas. Era felíz observando la felicidad ajena.

Bertha vivía a dieta. Sus comidas eran magras y desabridas. Rara vez ensuciaba sus inmaculados dedos pecosos, regordetes, de uñas color coral (con la medialuna al estilo francés pulcramente diseñada por la manicura de los jueves), enterrándolos en una bola pegajosa de papa y harina para amasar pastas. Ella delegaba, más bien regalaba el dominio de su cocina a su asistenta, Hortensia; quien invertía buena parte de su mañana hirviendo mustios vegetales sin sal y sacando brillo a impolutas cacerolas que aullaban por ser desfloradas para gestar un guisado de esos que salpican jugo cual lava volcánica dejando manchas indelebles en manteles y servilletas. Bertha detestaba tener invitados, utilizar el comedor principal (reservado para los grandes eventos que pocas veces sucedían), ensuciar copas y platos finos. Odiaba que le despeinen la alfombra, que le dejen la huella del culo en los almohadones de terciopelo, que le marquen la madera encerada con los tacos de los zapatos y disfrutaba con alivio el final de toda fiesta, cumpleaños o velada. Detestaba cumplir años, festejarlos (pero aceptaba de buena gana los regalos que siempre cambiaba por otra cosa) y había desterrado de nuestro vocabulario el término “abuela”. Mi hermana y yo le decíamos “Minina”, apodo que ella misma había elegido y que le caía como anillo al dedo por su temperamento felino.

En la casa de Vicenta casi todo estaba permitido. Todo se podía tocar. Las figuras chinas talladas en marfil que el abuelo Adolfo, vendía en la Joyería por fortunas; en su casa se convertían en un ejército samurai. “Los chinitos”, como solíamos llamarlos nosotras, eran desparramados en la alfombra de la sala del piano, para luchar contra dos gigantescos gallos de plata parapetados detrás de un enorme jarrón de la dinastía Ming (que se tambaleó durante años hasta que cedió al embate de los samuráis y cayó como el muro de Berlín, aunque en trozos un poco más pequeños).
La baranda de la escalera se convertía en un tobogán, la fuente del patio andaluz en una pileta olímpica, las sogas del toldo del patio en las lianas de una selva tropical y una tarde agobiante de verano en una fiesta de agua y descontrol.
A nadie le importaba que las baldosas del patio no brillaran como en las fotos de las revistas, las baldosas brillaban con la luz de las sonrisas de sus nietas que se sumaban a las danzas indígenas en ropa interior invocando al Dios del tiempo, para que lloviera y aflojara el calor. Ni la siesta del abuelo obtenía la sagrada inmunidad que merecía el cansancio de este hombre de bastón y bigotes con cara de mecha corta y corazón de dulce de leche. El piano era azotado por tres pares de frenéticas manos, emitiendo una ridícula canción de protesta que se fusionaba con los ronquidos del abuelo Adolfo, quien milagrosamente dormía pared de por medio como un bebé que escucha la más dulce canción de cuna.
Ni siquiera el blondo pajarito del reloj cu-cú se salvaba de ser capturado cual rehén por una reina tirana, despeinada, con su tiara de diamantes de plástico colgando de la oreja izquierda, embutida en un ampuloso vestido de gala celeste (el camisón de la abuela), suecos de corcho de doce centímetros (regalo de mamá); que haciendo malabarismos en puntitas de pie sobre el banquito de la cocina, esperaba que den las doce para acogotar al desprevenido animalito.
No había rincón de la casa que estuviera a resguardo, bajo llave o prohibido so pena de quedarse sin postre y/o dormir la siesta sin ganas.
Los cosméticos y ruleros eran usados para someter al abuelo al más salvaje de los tratamientos de belleza conocidos por la humanidad. Sus únicos tres pelos sobrevivientes a la calvicie soportaban el peso de hebillas y pinzas mientras sus “dos amorcitos” le inventaban lunares en la cara, aplastando lápices labiales de un fucsia rabioso en los cachetes de este pobre viejo que se conformaba con escuchar las risotadas de su mujer y mirar el final de “Bonanza” esquivando los ataques de un crayón delineador azabache en los globos oculares.
La siesta nunca sucedía. Nos acostábamos las tres en bombacha y camiseta, con el aire acondicionado a todo vapor, a leer fotonovelas y contar chistes non-sanctos cuya única trasgresión era una mala palabra de escaso calibre pero todo el encanto de lo no permitido. Nos reíamos hasta quedar sin aliento, buscábamos caras en las manchas de humedad del techo y paisajes en los dibujos del empapelado del dormitorio. Nos probábamos los sombreros del abuelo, las carteras de la abuela, usábamos sus perfumes, hacíamos caritas en el espejo del tocador y terminábamos las tres saltando sobre el colchón ante la mirada horrorizada de “Paquita”, la perra, que no paraba de ladrar en franco desacuerdo con la desmesura del evento.
Cuando el sol bajaba, Vicenta nos llevaba al bar de la esquina. Nos sentaba en la ventana del kiosco esperando que Gloria, la dueña, deslizara la ventana de vidrio para encandilarnos con una tonelada de glucosa enmascarada en fulgurantes paquetes de diversas formas y colores, diseñados para engolosinar la mirada obnubilada de cualquier niño con un páncreas de titanio. Luego de elegir el botín a dos manos la abuela preguntaba por las figuritas del momento y para nuestra total fascinación compraba todos los sobrecitos disponibles (cuando no encargaba las cajas enteras con la debida antelación).
Demás está decir que no esperaba retribución por tanto derroche de felicidad pero nosotras sabíamos que la manera de decir gracias era acompañarla por el barrio a saludar a las vecinas que se asomaban con la fresca, a barrer las veredas o simplemente a tomar aire y cotillear. Nos exhibía con orgullo como el pintor que muestra su mejor obra; hasta entraba en la Peluquería sabiendo perfectamente que a esa hora encontraba a todas las abuelas del barrio atadas a secadores de pelo, redecillas, piletas o con los pies en las palanganas sin posibilidad de escape. Entonces mi hermana y yo desfilábamos delante de esas mujeres, portando sonrisas llenas de agujeros de dientes de leche caídos en el cumplimiento del deber, recitando alguna poesía previamente aprendida a la hora de la siesta, para completo deleite de aquellos ojos oscuros de mirada profunda y tierna.

A Bertha le gustaba viajar. Le gustaba comprar muñecas para sus nietas. Pero como le salían muy caras y nosotras no les dábamos el valor adecuado, nos las mostraba y las volvía a guardar en sus cajas de orígen escondiéndolas en el fondo del placard hediondo por los vapores del antipolillas. Cada tanto, Hortensia y ella misma las sacaban de su encierro, las peinaban, les lavaban los vestiditos y volvían a esconderlas -¡hasta que crezcas, Pichi!-.
Su casa era un mausoleo, un museo donde las plantas tenían más derechos y más vida social que sus nietas. El living-comedor estaba prohibido, el escritorio también, el dormitorio principal era inviolable como la caja fuerte de un banco suizo y nuestras actividades se circunscribían al lavadero, el comedor diario y la habitación de Hortensia. Si teníamos que desplazarnos fuera de ese radio de acción, teníamos que hacerlo patinando sobre dos cuadrados de felpa para no rayar el piso de madera, y era gravísima ofensa aplastar la naríz contra el ventanal que daba al balcón para mirar el cielo o dibujar corazoncitos sobre la mancha de vapor dejada por nuestro propio aliento tibio.
Las plantas no se tocaban, sus hojas habían sido lavadas y lustradas obsesivamente, no necesitaban mimos de dedos embadurnados con mermelada de naranja (amarga como la dueña de casa). Los dulces brillaban por su ausencia, recuerdo revolver cajones y latas buscando alfajores o caramelos que ni por asomo existían. Bebida oficial de la casa: agua tónica (amarga como la dueña de casa) o gasificada y a temperatura ambiente para evitar las anginas. No había galletas caseras rellenas, ni polvorones de chocolate, ni flanes, ni tortas. La televisión, una agenda usada del año anterior y una birome que siempre amenazaba con expirar, únicos entretenimientos de una tarde de goma. Todo estaba fuera de nuestro alcance.

A Vicenta le gustaba sonreír. A Bertha todo la ponía de mal humor. Vicenta llamaba a Queca, su modista para que nos confeccionara el traje de princesa de nuestro cuento favorito. A Bertha le gustaba tejer. Nos tejía unos sweaters de cuello alto que siempre le salían demasiado angostos y con una trama tan apretada que pasarlos por la cabeza era un suplicio y aguantarlos todo el día se parecía al cepo con el que castigaban a los ladrones en la antigüedad. A Vicenta le gustaba bailar. Bertha se resistía a sacudir la osamenta en público. Vicenta jugaba a la escoba de quince por porotos. Bertha jugaba al poker por dinero. A Vicenta le gustaba su cara. Bertha se la estiraba toda vez que el bolsillo y su marido se lo permitían. Vicenta tenía amigas que le aparecían de sorpresa para tomarse un licorcito y hacerle compañía. Bertha decía que sus amigas le quemaban las plantas con la mirada. Vicenta elogiaba, Bertha buscaba los defectos. Vicenta se enojaba y se enteraba todo el barrio; gritaba, perdonaba y al rato se le pasaba la rabieta. Bertha no hablaba por una semana; era rencorosa, tragaba su bronca y días después pegaba donde más dolía.
Vicenta me escribía desde la playa para decirme que me extrañaba. Nunca se olvidaba de decirme lo mucho que me quería. Todos los días; con palabras, con gestos, con budines recién horneados, con abrazos y caricias de dedos torcidos, encallecidos. Con la mirada orgullosa, con un cuento antes de dormirme, haciéndome sentir segura y a salvo de todos los males de esta tierra.

Todavía hoy, en sueños o cuando miro alguna de sus fotos, ella me pregunta cómo estoy y vuelve a repetirme, como si hiciera falta, cuanto me adora.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Pau! cuando deje de llorar te hago mi comentario.
Espero ser como la abuela Vicenta para mis nietos, como mi abuela lo fue para mi(la unica que conoci ya que la otra fallecio cuando mi papa era chiquito).
Sos una genia!!! Estoy orgullosa de ser tu amiga.
Besotes.

Unknown dijo...

éste me emocionó!!! y me hizo recordar momentos de mis más tienna infancia!!!

Anónimo dijo...

Maravilloso. Todavía estoy emocionado, imaginando el cariño de la abuela Vicenta, los juegos y su ternura. Me quedo con una sanísima envidia de estos maravillosos recuerdos y mucha nostalgia.
Nuevamente gracias por los buenos momentos, a Vicenta y a vos.