lunes, 24 de noviembre de 2008

Dilemas de la vida femenina


To cortarme or not to cortarme el pelo y alguna que otra preguntita

Vejaciones, una padece durante toda su vida. Ya hemos visto lo dulce que es dejarse perforar un pedazo de uno mismo (cuando no arrancar), a manos del sadodentista.
Ciertos tratamientos y estudios médicos de los que hablaremos más adelante nos pueden salvar la vida o ayudar a dar vida; pero no dejan de ser una tortura franciscana, legal, salvaje, cuando no onerosa.
Pero hay ciertas cositas que una se busca solita, en pos de una mejor figura, una cabeza más bella o una piel menos arrugada y peluda.

Cuando yo era chica, aprendí que el pelo lacio era algo que había que conseguir aún cuando de mi cabeza pendieran dos docenas de indómitos bucles alla Shirley Temple. Entonces había que dormir con un rulero del tamaño de un caño de desagüe en la coronilla y diecisiete pinzas de alumnio incrustadas alrededor de la crisma para asegurar las lengüetas de cabello estiraditas y obedientes que produjeran el milagro que a algunas perras malditas se les daba naturalmente, el dichoso capilar lacio-sedoso. Obediencia, cabe destacar, que se desvanecía con el primer atisbo de vapor proveniente de la ducha caliente, la olla burbujeante del puchero en la cocina o un típico día rioplatense con viento sudeste. Entonces los bucles amenazaban con entrar en paro por tiempo indeterminado. Evadiendo las humedades saltando con la velocidad del correcaminos, o enfundando mi cabeza en bolsas de polietileno, me pasé media vida (hasta el exceso de bañarme en invierno con agua casi fría). Pero a fuerza de cepillo y peine en plena rebelión, la que suscribe ajusticiaba los rulos humectados hasta desarticular el motín. Lo único que lograba con esta maniobra era un peinado similar al de Mafalda (pero sin moño). Una cabeza de dimensiones dignas de una investigación exhaustiva por parte de Mulder y Scully ya que dentro de esa mata de pelo, se podría haber escondido un extraterrestre durante horas, ameritando la apertura de un expediente X.

Con el advenimiento de la primera planchita comprada en Miami, por obra y gracia de Martínez de Hoz, al que siempre le estaré agradecida por haber conocido USA y Europa (aunque todavía hoy esté pagando esos viajecitos con sangre); mis problemas parecieron haber conseguido un paliativo tecnológico para toda la eternidad. Pero, otra vez, la humedad me jugó la misma mala pasada que las doce a Cenicienta. Cada vez que salía orgullosa, con mi cortina de pelo sedoso rozándome los omóplatos adolescentes; me sentía la Reina de Saba. El mundo era mío, la noche me esperaba…y con ella el fantasma de la niebla que anulaba rápidamente el hechizo. ¿Cómo me daba cuenta que la carroza era calabaza?. Fácil, el pelo ya no rozaba los omóplatos, más bien las orejas. La que una vez fuera la Reina del Carnaval de Gotemburgo ahora era la Princesa del Bagre de la Laguna de Mar Chiquita y la autoestima: bien gracias, si te he visto no me acuerdo.
Era evidente que los rulos habían llegado para quedarse, así que decidí unirme al enemigo ante la incapacidad de vencerlo, como dice el refrán; y sumé antes que restar. Me hice una permanente. Con la cabeza de los Jackson Five (todos juntos sobre un mismo cráneo), salí orgullosa al mundo. El orgullo me duró lo que tardé en ver mi estampa voluminosa reflejada en el vidrio del primer edificio que me devolvió la imagen del horror. Me enterré haciendo patito debajo de la cama y no salí hasta que tuve pelo suficiente para hacerme la trenza de Rapunzel.
Como no soy de escarmentar y un tanto desfachatada e irreverente a la hora de probar cosas nuevas, decidí darme un nuevo rush de adrenalina cortándome el pelo a tijeretazo-mordisco limpio, a manos de los peluqueros top de ese momento. Si me hubieran podado con una motosierra hubiera quedado más prolija. Tuve el flequillo tan corto y desmechado que viví cuatro meses sin sacarme un par de anteojos de sol macro gigantescos, que no me atreví a remover ni siquiera para dormir o bañarme (eso explica los moretones que salen en mis fotos de los veintidós años, ya que me comí un par de puertas…pero mantuve firme el anonimato, hasta mi perra me ladraba desconociéndome).

Tuve el pelo rosa; tuve el pelo platinado como mi muñeca Pamela; tuve el pelo chocolate oscuro recto con flequillo rollinga cual China de Mao; tuve el pelo naranja ensortijado; me hice reflejos, claritos y cualquier otra cosa que me causara gracia porque a medida que iba creciendo llegué a la conclusión de que el pelo crece y hubiera sido peor quedarme con las ganas de probar. Aparte, ¿quién me quita lo bailado?. Ese frío que te recorre la espalda cuando te remueven la gorra de los reflejos o te lavás la cabeza después de haberte echado dos pomos completos de ignota tintura color “Avena super ceniza” descubriendo con estupor que el pelo, luego de un par de chapuzones en la pileta, te tira al verde a full por efecto del cloro (y porque la chingaste comprando la tintura más barata que encontraste). El mismo frío que te eriza los pelos de la nuca cuando le decís al coiffeur “hacé lo que quieras” y el tipo se pone a crear al mejor estilo Johnny Depp en “El Joven Manos de Tijera”. Mirando al piso como oveja australiana a merced de gigantesco esquilador, viendo caer toneladas de pelo florecido y vaqueteado; disfruto de la taquicardia de levantar la cabeza para comprobar con las yemas de los dedos que donde había un bosque ahora hay un arbustito re-manejable. Eso es la gloria.

La misma evolución la sufrieron mis pelos corporales. Un día que no olvidaré jamás, juré que nunca volvería a someterme a la flagrante aniquilación de mi flora autóctona con el consabido e implícito flagelo que ello implica. Recuerdo haberme pasado horas esperando que la depiladora estrella de mi barrio se dignara a poner el cacharro al fuego para volcar ese líquido incandescente, sin piedad, sobre mis adoradas piernas a las que les tengo demasiado cariño. Una vez soportado el incendio inicial, tragándome todos los epítetos del diccionario español, ilusa yo; pensé que lo peor ya había pasado. Sin embargo, muy a mi pesar, la peor parte es la que sucede cuando uno se relaja. El tirón. El tirón es lo más parecido a ser cuereado vivo. Te arrancan lonjas de cera y pelo, que se llevan puestos bulbos capilares, que se conectan a terminaciones nerviosas, que le informan a tu cerebro que eso duele como la cotorra de la Vaca Flora. Con lágrimas en los ojos me aguanté los cachetazos post tirón, que se supone fueron diseñados para sufrir menos (lo cual es cierto porque el cachetazo duele más que el tirón inicial, con lo cual te olvidás del tirón para concentrarte en el cachetazo…que le vas a devolver a la turra que te acaba de pegar…y a la que le vas a pagar por ello, misteriosamente). Luego de veinte años ininterrumpidos de sufrimiento medieval, la chica evolucionada decidió adherir al movimiento en contra de la mutilación del clítoris en ciertas tribus africanas y abolir de su vida la esclavitud de la cera. Fue así como entré en el mundo de los filos. Claro, mis amigas realmente peludas y morochas me odian porque a ellas no les funciona este método. Pero si ese hubiera sido mi caso, me hubiera rebelado y hubiera aplicado para el casting de “Gorilas en la niebla” sin ningún problema. Cualquier cosa antes que sufrir.
Como si esto fuera poco, la moda de hoy en día hizo que la mayoría de las mujeres que conozco se ocupen de deforestar la zona púbica como los productores de soja al norte argentino. En lo que a mi humilde entender es la Introducción a la Pedofilia, millones de mujeres se parecen cada vez más a nenitas de ocho o nueve años. Entre las dietas que las hacen desaparecer delante de nuestra vista para entrar en un talle de pantalón al que sólo entran las quinceañeras anoréxicas, los liftings y las extensiones de pelo; es muy fácil confundir a mujeres de cuarenta y largos con nenitas de Primaria. Se quedaron sin culo, sin tetas, sin caderas, sin brazos, sin fuerzas, sin ganas, sin hambre, sin pelos donde siempre hubo y sin todas aquellas características que las convertían en mujeres como la Loren o la más reciente Bellucci (por la que todos los tipos mueren). Niñas espectros de ojos cansados y miradas maduras, deambulan por la vida intentando, infructuosamente, volver el tiempo atrás (cosa que sucede únicamente en la serie “Lost”, si Ben quiere).

Con la misma sabiduría oriental con la que aborté todos los métodos alienantes para convertirme en algo que no soy, entré un verano a un local en la Costa donde obtuve orgullosísima mi primer tatuaje (a la tierna edad en que las mujeres se hacen el primer lifting o se anotan en un curso de telar). Nadie me obligó, este me lo busqué solita, y puedo afirmar que no se me movió un pelo por el dolor (ya que es mucho peor quemarse con la plancha, una mamografía o las siete manos que te encajan por todos los orificios cuando estás al borde de parir). Pero la cabeza va más rápido que el cuerpo, y mi cabeza comenzó a pensar en las veinte enfermedades que podía contagiarme mientras el tipo dibujaba mi hombro izquierdo. Inspeccionando la pulcritud del local, relojeando al señor perforado que ostentaba la aguja e imaginando mi nombre en la lista de espera para transplantes de hígado fue que me desvanecí, para volver veinte segundos después envuelta en una nube de pedo rosa ante la mirada aterrada de un punk, que juraba no volver a tatuar a una señora boluda cuyo reloj mental le atrasaba unos quince años. Lo mejor del caso es que no me quedé con las ganas, lo cual está bueno…muy bueno. El punk todavía me está puteando…eso también está bueno...

No me meto con las cirugías porque no tengo experiencia en el ramo, todo lo que sé lo he visto por televisión o me lo han contado quienes han pasado por el quirófano. Supongo que quienes se dejan incrustar cánulas en las piernas para succionar grasa, cortarse pedazos de panza y fabricarse nuevos ombligos o rellenarse las tetas con bolsas de agua o siliconas, sus motivos tendrán; a mí no me agarran ni bajo los efectos de hongos alucinógenos. Porque duele, estoy segura. Y porque solamente entro a un quirófano para resolver un tema médico o para cachondearme con algún cirujano bonito que se parezca al Dr. Mac Dreamy. Porque voluntariamente no me agarran ni en pedo.

Soy esto. Tengo algo de panza, un par de rollos que me acompañan desde que decidí que era mejor cenar con un buen vino que con gaseosa light, alguna que otra arruga, algún que otro pelo, rulos, pecas, un par de pocitos celulíticos, tetas y un culo que amenaza con desmoronarse en cualquier momento.
¿Qué estoy dispuesta a hacer para deshacerme de todo eso?. Eso es lo que me pregunto todas las mañanas. Aunque, por ahora, parece que absolutamente nada.

El dilema de todas las mujeres. Ser o no ser mujer. That’s the question.

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