domingo, 2 de noviembre de 2008

Arrebatadores de algarabía



Cuando la vida cotidiana es un suplicio

Uno, que es un ser alegre, evita a toda costa las situaciones donde sabe que alguien lo va a sacar de las casillas. Por eso los alegres nos dedicamos a hacer las compras de supermercado por Internet, a encargar la pizza por teléfono y a pagar los servicios por computadora.
Pero, hay situaciones en las que uno se ve forzado a sacar la cabeza del bunker para alquilar un dvd, comprar un melón maduro o ir al cine; y en esos casos no hay más remedio que poner el monstruo que uno lleva dentro a prueba.

Estos son algunos de los personajes y episodios que suelen derribar mi algarabía cotidiana

Los domingueros

En este grupo viven los especímenes que se calzan el equipo super deportivo para montarse al bote que manejan (probablemente una 4X4 todo terreno con un motor de dos millones de caballos y vidrios polarizados) con el único fin de hacer dos cuadras hasta la carnicería.
Probablemente manejen el poderoso batimóvil a 10 kilómetros por hora ya que van hablando por teléfono con sus parejas tratando de retener todo lo que tienen que comprar. ¿No podrían haberlo anotado en casa y ahorrarnos el paseíto detrás de ellos cual cortejo fúnebre?.
Cuando hacen pie en la carnicería son los que ponen a la mujer en altavoz o bien vociferan todo lo que sus mujeres les dicen para que quien los atienda vaya embolsando el pedido (y para que todos nos enteremos que hoy tiene asado para treinta personas).
A este grupo pertenecen los que se toman el café de la mañanita acaparando todos los diarios del bar debajo de los codos aunque estén mirando la final de Wimbledon en el plasma del local.
También pertenecen a esta elite los que se meten en la fila de 20 unidades del supermercado, con el chango lleno hasta el desborde e invocan cualquier excusa porque no llegan a tiempo para prender el fueguito.
Las mujeres que se prueban veinte lápices de labios en la farmacia que está de turno mientras doce personas esperan para comprar calmantes o antibióticos.
Los tipos que chapean el nombre de algún pez gordo conocido, para entrar antes en la Parrilla que está hasta las manos (como si el resto que espera hace una hora juntando hambre en la antesala, fuera parte del cuadro de Berni “Pan y trabajo”).
Los que están apuradísimos como si tuvieran que depositar un cheque en el banco, cuando en realidad solo tienen que encontrar un lugar para estacionar y comprar el Clarín del domingo.
Las que se te meten delante en la fila de la verdulería, con la excusa de que sólo necesitan una plantita de rúcula y terminan comprando verdura como para forestar el desierto de Gobi.
Los que estacionan en doble fila dejando veinte autos rehenes detrás, para comprarse un paquetito de fasos y después se indignan porque les peinaste el auto para escapar del embudo.
Los que sacan a pasear el perro permitiendo que la bestia que llevan de la correa meta su hocico mojado entre tus piernas o simplemente te haga derrapar de narices en un lío de cuerdas y cadenas peleándose con otro bicho que pasaba.
Las que refunfuñan en la fábrica de pastas porque tienen el número 198 y van por el 4, con lo cual sólo las separan dos horitas de cuatro planchas de ravioles (eso sí…caseritos). ¿Porqué no se van a la mierda en vez de suspirarme en la nuca y farfullar en voz baja improperios al mejor estilo Patán?.
Los que salen de misa y se dedican a los sociales dominicales en el medio de la calle o la avenida cortando el tráfico (como si los dones recibidos en el acto litúrgico les otorgaran inmunidad vial).
Los que se enojan con el panadero porque a las 13.45 hs. se le acabaron las figazzitas de manteca…¿y ahora con qué hago los “sanguchitos de chorizo”?.
Los que son capaces de matar por la última docena de medialunas de manteca o el último ejemplar del diario deportivo.

Los que manejan para el culo

En este Club se encuentran los que jamás usan la luz de giro.
Los que vienen haciendo luces en el carril izquierdo de la ruta, un kilómetro antes, para que te lo vayas sabiendo nomás.
Los que usan las altas compulsivamente porque no ven un burro a dos metros, encandilando a todo el mundo en vez de visitar al oftalmólogo para que les recete un buen par de culos de botella.
Los que te pegan la trompa del auto en el baúl mientras estás rebasando un camión con acoplado, como si estuvieras manejando el auto Fantástico y pudieras levantar vuelo para dejarlos pasar.
Los que van a sesenta por el carril izquierdo.
Los que van a doscientos por el carril derecho.
Los que van hablando por el celular zigzagueando al compás de la discusión.
Los que paran a mirar el accidente entorpeciendo el tráfico.
Los que tocan bocina todo el tiempo (ojalá algún día les incrusten el claxon por el recto a ver si les gusta darle a la bocinita).
Las motos que te aparecen de cualquier lado obligándote a frenar o a hacer maniobras inesperadas para no levantarlos por el aire. Aunque le harías un favor a la humanidad deshaciéndote de media docena…
Los que pretenden pasar de la izquierda a la derecha en un nanosegundo porque súbitamente se acordaron que bajan en este puente.
Los que son dominados por sus máquinas subiéndose a los canteros y llevándose puestas las bicicletas y las motos estacionadas.
Las mujeres que usan el retrovisor para maquillarse, únicamente.
Los que piensan que todas las mujeres manejan mal pero son ellos los que chocaron todos, absolutamente todos los autos que tuvieron desde los dieciocho años.
Los que empiezan la frase así: “Me chocaron”, porque no pueden admitir que hicieron una mala maniobra y se tragaron el volquete.
Los que se creen Fangio pero manejan como Lindsay Lohan.
Los taxistas que van en procesión haciéndote perder quince semáforos antes de poder doblar a la derecha en la esquina.
Los colectiveros que te hacen un fino y te dejan media hora con taquicardia.
Los pendejitos de doce años que en los barrios y countries andan en moto a cien por hora quitándote las ganas de sacar el auto por miedo a tragarte cuatro juntos (lo peor es que ganas no te faltan).

Los reclamos injustos y algunas pequeñas cositas

Recibir facturas erróneas, obligándote a perder dos horas de laburo peleando con una obtusa que repite la misma frase como si fuera un androide.
Cuando una grabación de alguna empresa de servicios te dice que tenés una deuda inexistente, pero serás vos la que tenga que salir a probar lo contrario (otra vez a perder tiempo tratando de razonar con una mononeurona parlante).
Que el colegio de tu hijo te reclame el pago de la matrícula del año que viene porque no encuentra la transferencia que hiciste por Internet aunque le hayas mandado una copia del comprobante, un mail de aviso desde la web del banco y otro mail desde tu casilla. ¿Qué más hace falta, una carta del Marqués de Sade escrita con heces?.
El frasco de mermelada cuyo diseño hace una ligera cuña en el fondo, donde se atasca el dulce, obligándote a enchastrarte los dedos para no desperdiciar las últimas cucharadas.
El dulce que no se adhiere a la tostada, chorreando por todos los costados.
Descubrir que te encajaron seis yogures vencidos y que no vas a hacer veinte kilómetros para devolverlos gastando la diferencia en combustible.
Los que quieren compartir su música con todo el barrio y la ponen a todo volumen a la hora de la siesta.
Los que dan la vuelta del perro seiscientas veces, con la música del auto a todo lo que da y cara de winners totales (incluyendo anteojos negros a las once de la noche).
Descubrir el Tupper de las galletitas abierto, con todo su contenido húmedo e incomible (habría que linchar a los hijos de su madre que no cierran los tuppers).
El helado berreta que viene con pedacitos de hielo.
Las moscas. Especialmente esa turra que se salvó del trapazo y sobrevuela tu cabeza a oscuras cuando el reloj marca las seis horas que faltan para levantarte. Soy capaz de mascar pastillas de Gamexane para matarlas con mi aliento venenoso.
Cuando el lavarropas comienza a hacer ruidos extraños paralizándote el corazón. He llegado al extremo de hablarle y acariciarlo para que se sienta mejor.
Cuando los electrodomésticos te declaran la guerra y comienzan a rebelarse de a uno por semana.
Los que se comen la media milanesa y te dejan el plato vacío en la heladera.
Los que se comen la parte de arriba del flan.
Los que arrebatan las frutillas o los M&M de las tortas.
El hielo del freezer mezclado con migas, jugo de carne y restos mortales de quién sabe qué.
La bicicleta desinflada.
El corcho partido en la botella de vino.

En el trabajo

El que te pide la birome para anotar algo mientras habla por teléfono y jamás te la devuelve.
La fotocopiadora demoníaca, a la que habría que exorcizar; porque se apaga sola, se traga el papel y siempre se queda sin toner cuando más la necesitás.
Las impresoras que se desconfiguran solas y escupen 150 copias de lo mismo avisando en el display que existe un tamaño de papel inesperado.
La gente a la que uno pide ayuda e históricamente te manda a hablar con otra que históricamente hace exactamente lo mismo y así sucesivamente.
Los que te sacan a pasear la abrochadora.
Los que te revuelven los cajones buscando un clip y te saquean las reservas de té y mate cocido.
El que siempre desaparece cuando lo estás buscando.
El que siempre aparece cuando menos lo esperabas.
Los terroríficos mails de desvinculación de la empresa.
El que te habla cuando estás sacando una cuenta.
El miserable que pone para el cumple de Fulano pero no para el de Mengano porque no le gustó como lo miró ayer a la mañana.


Antídoto: Auto transportarse mentalmente a la playa cuyo power point te mandaron cuarenta veces y nunca abriste por falta de tiempo (Bali). Respirar hondo, contar hasta ciento cincuenta mil, tomar un par de vasos de alcohol y/o un blister entero de pastillas de valeriana. Poner una canción linda en el mp3 y mandar a todo el mundo a freír churros.
Eso o recurrir a la “Gran Charles Manson”, cualquier cosa es mejor que dejarse arrebatar la algarabía.






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