viernes, 8 de mayo de 2009

EMPRESAS FAMILIARES



Circos de pueblo
En un pueblito magro (no pretendo ser despectiva, me refiero a la oferta de entretenimiento no al tamaño ni a la calidad de la población), donde el radio promedio del centro comercial es de aproximadamente cuatro cuadras; suelen aparecer de cuando en cuando estos circos ambulantes tan típicos del interior de la Argentina.
El primer indicio del desembarco de estos espectáculos suele ser un Ford Falcon modelo 73 destartalado y agujereado por los embates del óxido, en cuyo techo descansa un gigante altoparlante, que va peinando las calles del inhóspito poblado importunando la siesta de sus habitantes con un estruendoso mensaje publicitario. El piloto del auto, devenido en locutor aficionado, va pregonando las bondades del Circo con una voz impostada y pastosa pronunciando palabras que a duras penas se entienden gracias a la apoyatura del maxilar superior sobre el micrófono bañado en una gruesa capa de saliva. Igual todo el mundo entiende de qué se trata, sobretodo los que no pasan la barrera de los diez años. Además, el Falcon suele tener pegado un gigantesco sticker o en su defecto un trapo atado a las ventanas, con el logo del espectáculo en cuestión. “Gran Circo Tebas”, “El Circo de los Hermanos Mussopapa”, “Splendid Circus” o “Colozal Sirco Varcelona” son moneda corriente en la lista de los nombres elegidos por este grupo de artistas nómades que se ganan la vida de pueblo en pueblo.

Una vez publicitado el evento, el Circo fondea en el potrero estratégico de la zona; un lugar donde generalmente pastan los caballos, la gente estaciona chatarras fuera de uso y donde descansan un par de volquetes abandonados que hace siglos vomitan madejas de hierros retorcidos y restos de mampostería.
La acción se desarrolla vertiginosamente. A la mañana, cuatro rollos de lona apilados en el piso y dos vagones de hojalata despintados de colores que alguna vez fueron brillantes, no llaman demasiado la atención de los paseantes. A la tarde, las cuatro lonas se alzan en forma de catedral imponente por la altura y cantidad de parches y remiendos. Los vagones ya son cinco y a esos cinco se les suman los cuatro vagones jaula donde descansa un león esquelético y sin dientes que relojea con desconfianza al más malevo de los perros de la jauría callejera autóctona (quien no duda en mostrar su dentadura completa mientras ruge como un verdadero felino). En otra de las jaulas, tres monos tristes se aferran a los barrotes fascinados con los primeros chicos que se amontonan a investigar la oferta de este nuevo entretenimiento. En el tercer vagón jaula, un elefante deprimido le da la espalda a la concurrencia mientras se hamaca de lado a lado, hasta que es convocado por su entrenador a arrastrar piezas del decorado con una soga atada a su obeso cuerpo. En la cuarta jaula, un conventillo de once perros histéricos hacen las veces de Prima Donna demandando atenciones a puro aullido. Como por arte de magia, aparece la primera soga de donde prolijamente penden, recién lavados, trapos trapitos y calzones de todos los colores. Para cuando cae la noche, el predio se ha convertido en una pequeña ciudad luminosa donde todos sus integrantes están avocados a una actividad específica que hará posible la primera función del día siguiente. Mientras el auto sigue circulando, la boletería se habilita para que los pueblerinos se amuchen a reservar su entrada. La fila nunca sobrepasa los dos o tres integrantes, gente que se lleva feliz, dos entradas al precio de una (impresas en un papel áspero y barato color verde jabón con la cara de un feroz tigre al lado del signo pesos). El valor de la butaca (si se le puede decir butaca a una desvencijada silla de chapa helada o a una ajada sillita de plástico gris que pellizca el tujes), es siempre un anticipo de la calidad del espectáculo que uno va a tener el disgusto de tolerar (porque uno lo hace por los chicos, seamos francos).

Cinco pesos es el precio estipulado para cagarse de frío durante dos horas con el culo achatado por la incomodidad y los tímpanos heridos gracias a la reverberación de dos parlantes desconados que saturan los sonidos graves y emiten los chillidos de un micrófono que siempre está acoplando. Cinco pesos duele deleitarse la vista mirando como una equilibrista entrada en carnes se deja colgar del rodete mientras el marido se cobra las facturas de toda una vida haciéndola girar locamente para depositarla bruscamente en el piso. La misma señora con idéntico rodete ocultará sus medias de red agujereadas y su leotardo turquesa que se incrusta en los tres rollos abdominales, debajo de una túnica amarilla saliendo a vender pochocho frío y gomoso al mismo precio de la entrada (lo cual le otorga una explicación más que razonable a la ganga, que no resultó ser, el valor de la entrada). Mientras la esposa hace su negocio, el amo y señor del Circo se deshará de su overol amarillo dejando al descubierto su generosa anatomía embutida en una calza blanca y una chaqueta roja con solapas negras. Galera de por medio y un látigo raído, el domador hará su fastuosa aparición acompañado de un desganado león que se niega rotundamente a saltar de un minúsculo banquito a otro. Ni el agudo chasquido del látigo, que levanta una nube de polvo toda vez que toca el piso, logrará hacer cambiar de opinión al felino que se acuesta sobre su vientre lamiéndose una pata en franca señal de descontento gremial. Ni siquiera un gruñido podrá arrancarle el domador, atinando solamente a especular con la inquietud de este auditorio de cincuenta y dos personas, mostrando los dientes del temible animal. Mientras el león cabecea al borde del sueño, el opulento dueño del Circo pelará sus mejores aspavientos para terminar abriendo las fauces del animal con la punta del látigo, para asombro de la concurrencia.
Tras vender la última entrada de la noche, el señor de la boletería se calzará su traje multicolor, su peluca de lana amarilla y se encajará la bocha roja en la nariz luego de haber pintado su cara en apenas doce segundos. Ayudando a arrastrar a Michi (el león) de la arena a su jaula, escucha su nombre “Poroto” y la banda sonora de “El chavo” que anunciará el comienzo de su número de humor. El payaso (y cuñado del domador) se trenzará en una frenética pelea con idéntico espécimen (el hijo de catorce) que no deja de propinarle patadas de zapato rojo número 58 en el culo, ante las carcajadas de una parva de mocosos sin dientes que disfrutan como locos con la desgracia ajena. Se correrán de una punta a la otra y saltarán hacia los palcos amenazando con tirarse baldes supuestamente llenos de agua, que resultará ser papel picado que obviamente aterrizará sobre la pelada de algún padre desprevenido.
Luego llegará el turno de Sharon, la contorsionista y madre del payaso menor. Enfundada en un minúsculo traje de baño de lycra negro, se las ingeniará para demostrar que puede auto empacarse en una maleta (y que la depilación no siempre llega al último rincón de algunas partes). Removida del escenario, dentro de la valija, por ambos payasos; la señora dará paso al mago (que no es otro que el domador con la misma chaqueta roja, ahora negra ya que la misma es reversible). Hará un par de trucos con cartas para los cuales convocará a dos miembros de la audiencia, hará desaparecer trapitos de colores en las mangas (esos que a la mañana colgaban de la soga) y hará aparecer una paloma en una cacerola (nunca sabremos si la paloma termina guisada en esa misma cacerola dos horas después). En el entreacto, la contorsionista se pasea vestida con un kimono agujereado por veinte quemaduras de cigarrillo, ofreciendo linternitas de colores al compás del payaso que saca instantáneas con una polaroid del año 1978 (que luego venderá por la módica suma de diez pesos a la salida del espectáculo). La otrora pochoclera equilibrista, ahora vende conitos de papas fritas cuyo aroma mitiga agradablemente el olor a bosta y pileta Pelopincho, del lugar.

Se bajan las luces, de un saque, provocando el pánico de los pendejos que se vuelcan la Coca encima del susto llorando como marranos; comienza la segunda parte del “Chow” (como anuncia el locutor, que es el payaso y el boletero y el fotógrafo y el gerente de marketing y el malabarista…como estamos a punto de comprobar). Largando el micrófono como empanada hirviendo, correrá los veinte pasos que lo separan de la arena para instalarse al lado de una mesita que contiene cinco aros pintados con brillantina, cuatro pelotas naranjas semi-desinfladas, seis platos de plástico y media docena de bastones despintados. Lanzará estos objetos al aire, perdiendo el control de los mismos en la mayoría de los casos, pero logrará arrancar algunas risas cuando la media docena de platos aterriza sobre su cabeza.
Con la musiquita de “The final countdown”; la señora entrada en carnes, su hija y la contorsionista se acercarán a la pista en puntas de pie vestidas con idénticos bodys de lycra dorados bordados con lentejuelas y canutillos. Haciendo ademanes, posando para la concurrencia y dejando ver las hilachas de sus trajes y el rojo carmín desbordado de sus labios; las mujeres se colgarán de tres trapecios cuya altura será calibrada mediante sogas por el resto de la familia circense (incluida la elefanta). Las mujeres se hamacarán lo que dura la canción de Europa, para deleite de la audiencia masculina que no le quita los ojos de encima al culo de la quinceañera que se menea sobre sus cabezas.
El final de la canción deja paso a un bache musical que será subsanado por el payaso multifunción, quien secretamente sueña con dejar caer la soga que sostiene a su mujer para poder llegar de una vez por todas a enganchar el tema de “Carrozas de fuego” a tiempo. El tema da paso a Yessica, la elefanta que será compulsada por el payaso a sentarse en dos patas recibiendo una ovación del público; y a una jauría de perros con polleras de tul rosa que correrán en círculos con una sincronización maravillosa hasta que uno de ellos olfatea a una perra pueblerina en celo abandonando las filas por una noche de pasión campestre. Lamentablemente, Chicho no será el único perro acalorado por los favores de la prostituta canina, el resto de la troupe lo seguirá al galope dando por terminado el numerito de los perritos. El mago hará su última aparición de la noche, y al son de un redoble de tambores, hará equilibrio sobre un grueso cable suspendido a un metro del piso (el mismo cable del que a la mañana colgaban sus trapitos de colores recién lavados y los calzoncillos de su cuñado). Descalzo y habiéndose quitado camisa y chaqueta, el hombre camina en musculosa blanca transpirando los pelos del pecho hasta llegar al final del cordón (los chicos, que ya no aguantan más, a estas alturas corretean por toda la carpa sin percatarse de tamaña proeza).

El último número saca de su hastío hasta a la abuela que ronca con el mentón incrustado en la clavícula izquierda. El domador, otra vez con sus calzas blancas, convoca a un chimpancé vestido de marinero cuya única destreza es fumar habanos y dos monos titíes desmadrados que no sólo se niegan a saltar a través del aro en llamas, se ofuscan y se arrancan uno al otro con los dientes, sus vestiditos de satén amarillo. La pelea da por terminada la función, uno de los miembros del staff (el hijo mayor del domador), apaga con un matafuego el incipiente incendio provocado por el aro en llamas que cayó sobre un fardo de heno.
Con la cortina musical “Había una vez un circo” de Gaby, Fofó y Miliki; desfilan todos los artistas del show (cinco, sin contar los animales). Recibiendo una tímida devolución del público, se aprestan a despedirlo en la puerta aprovechando para venderles a los chicos el último pancho, la última gaseosa, la última pulserita fluorescente y la foto para el recuerdo.
El Circo sólo se quedará el fin de semana. Luego retomará las rutas para llevar su esplendorosa decadencia a otro pueblo, a otros chicos; sumando en cada viaje un nuevo agujero en las medias de red, en las calzas de lycra, en la sonrisa del león y en la lona de la carpa.

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