Cuando la vida te alcanza, no te queda otra que cagarte de risa (o hacer la gran Celeste Carballo y tomar la ruta 3)
Pareciera ser que los quilombos no vienen solos, se agrupan en cadenas largas como los genes en las de ADN. Vienen así en fila, como tren bala, y antes de que te des cuenta te atropellan. Primero vez la luz de la locomotora y te quedás encandilado como perro en la ruta. Cuando estás por decidir para cual de los dos costados vas a pegar el saltito, te congelás como una merluza en la góndola de los pescados. Entonces arremete la locomotora sin piedad. Levantás la cabeza, pero detrás viene el primer vagón y TUC (onomatopeya de golpe seco en la frente) otra vez aplastado como una estampilla…y así hasta que termine de desfilar el resto de la formación (unos veinte vagones promedio, según una estadística arbitraria y propia que no pienso explicar).
¿Qué hay de positivo en todo esto? Pues uno mismo, y la manera en que uno se para frente a la locomotora. Bueno, la locomotora a veces te agarra desprevenido y mal parado; pero para el resto de los vagones no hay mejor cosa que pelar el dedo medio para arriba enroscando el resto en forma de puño, enfrentando la cosa con el pecho henchido, la frente alta y una buena carcajada (onda el genial Guasón de Heath Ledger).
Si, no hay nada que le de más miedo al miedo que unos cojones de titanio y la virtud de verle la gracia hasta la desgracia más grande. Obvio que me refiero a una escala de desgracias tolerables, no me vengan ahora a aleccionar sobre desapariciones físicas de seres queridos (aunque debo reconocer que hasta en esos percances afloran, en algunos, esos gloriosos momentos en los que se recuerda al que se fue con una risotada…que no tiene nada de malo aunque el fiambre esté aún caliente).
Reírse hasta llorar o llorar hasta terminar riendo es más terapéutico que dos tiras de antidepresivos, una semana en un spa brasilero o ganarse el loto (bueno ahí me fui un poco de mambo).
La cosa se sucede de la siguiente manera. Un día de cadena de despelotes común y corriente:
Te quedaste dormido porque no escuchaste el despertador o programaste mal el celular o simplemente tu mente eligió, subliminalmente, incluir la cancioncita tierna que has elegido como alarma para musicalizar el sueño en el que estas por subirte a la Harley Davidson de George Clooney.
Obviamente, tu puta conciencia del deber y el hemisferio cerebral que comanda la responsabilidad te bajan de un hondazo de la nube onírica, justo antes de poner la manito en el hombro de George y la pata en el estribo.
Te vas a bañar con una sensación de injusticia que va a sentar jurisprudencia porque es muy probable que intentes la comisión de un homicidio antes de las once de la mañana (sin armas *ver punto 10).
Abrís la canilla y suspirás aliviado porque hay agua. Vas debajo del chorro con confianza porque el agua está. Está helada. Tenés fé, ya va a calentar. Te enjabonás el pelambre para descubrir que el enjuague va a ser doloroso. Guai? Simple, se apagó el termotanque.
Ponés la pava para tomar algo que te devuelva del más allá arrancándote de la hipotermia y devolverle un cacho de color a tu cara de cadáver moradito. Mientras el agua hierve te untás la tostadita. Te das vuelta para sacar la pava del fuego y ves con furia que tu felino se ha engullido tu desayuno (la última rebanada de pan de una heladera tan vacía que tu voz hace eco cuando hurgas puteando buscando un suplemento para un estómago vacío). Recordás que es día de compras (día largo, si los hay, salir del trabajo para esquivar pendejos sin desnucarlos, en un hipermercado).
La camisita del trabajo no está planchadita. La otra está para lavar. Hay una que zafa pero huele a perro revolcado en zanja putrefacta (ah, si, fue el abrazo que me dio la perra ayer). Puteando al can pelás la tabla y enchufás la plancha. La plancha no plancha. Junta agua y escupe sarro. Sobre la camisa que estaba limpia. Ahora tiene lunares grises. Y el clonazepam todavía no llegó al torrente sanguíneo.
Te vestís como podés bajando las escaleras con taco aguja haciendo equilibrio para no terminar de culo en el último escalón. Prueba superada. Seguro y alegre te encaminás al auto (es un decir porque pisás un pequeño desnivel de la vereda y desaparecés del horizonte). Con las rodillas en el barro, porque llovió toda la noche, te colgás del baúl del auto para levantar tus kilos del piso sin ayuda de una grúa.
Ya dentro de la nave, te percatás de que hay barro hasta en tus pestañas. Ya fue, no hay tiempo para cosmética ni cambio de ropa. Decidido le das arranque al auto. El auto está mimoso, pide cebador (y nafta y aceite y un mecánico, y un urgente pase a retiro). Luego de insultarlo le suplicás que te de un respiro y señales de vida. Las da, hace un rugido exagerado y se para otra vez. No hay una sola lucecita del panel que no se prenda augurando inminentes problemas. ¿Lo ahogaste? Paciencia, repiqueteando el taquito con los brazos cruzados mirando el motor con cara de pocos amigos esperás el tiempo prudencial para reiniciar la batalla. Termina por arrancar pero escupe un par de carbones como para que no te entre un alfiler en el culo todo el maldito camino al laburo. El tablero sigue encendido como un arbolito de Navidad (en julio).
Tomás la curvita cerrada para darte cuenta que el freno está laaaaaargo. Tan largo que podemos decir, básicamente, que no frena. Bombeás con desesperación y a dos centímetros de un camión con acoplado la máquina se planta. Lindo, sobretodo porque el chofer brasilero te está haciendo toda clase de gestos obscenos usando su espejo retrovisor (que tiene el tamaño del televisor de mi casa). Le devolvés la cortesía porque tenés ganas de jugar y el tipo saca medio cuerpo por la ventanilla para mostrarte algo que solo le mirarías al dueño de tu sueñus interruptus de la matina.
En el trabajo, el teléfono no para de sonar. Todos piden algo que uno podría hacer si la maldita maquinita dejara de repicar en tu tímpano izquierdo. La frasecita “¿lo pudiste hacer?” (con carita de decepción ante tu negativa) te empuja a la comisión del delito aberrante descripto anteriormente. Matando dos pájaros de un tiro, arrancás el cable del demoníaco aparatito que no paraba de sonar y le das tres vueltas al cuello del infeliz que tuvo la mala leche de hacer la pregunta incorrecta en el momento incorrecto. Alguien te mete un destornillador entre el cable y los dedos para hacer palanca y salvar la vida del cristiano que jadea buscando oxígeno.
La tarde transcurre en forma vertiginosa. Veinte monos agolpados contra un vidrio que te separa de una multitud ansiosa, siguen tus movimientos con los ojos fijos en tu persona señalándote con el dedo porque sos quien debería estar ocupándose de sus problemas. Como si el problema del que tenés sentado frente al escritorio fuera un entretenimiento pago, regalo de la empresa que te paga el sueldo. Tu nombre se escucha por todos los rincones, TODOS absolutamente TODOS, te esperan a vos…como era de esperarse en un día como este. Ahora sabés lo que siente el hipopótamo de Temaiken cuando los chicos lo señalan y le exigen que se pare en dos patas, aplauda, abra la boca, se coma la sandía que le acaban de arrojar, nade estilo rana y pronuncie un par de palabras.
Cuando te subís al auto recordás que tenés terapia en quince minutos a 20 Km. del lugar, llegarás solamente con la ayuda de un helicóptero y/o el batimóvil. La cafetera te la complica y caprichosea un par de veces hasta que arranca. Salís arando, pero en la primera derrapada te das cuenta que el freno funciona a zapatazo limpio. Lo mejor será llegar tarde, pero llegar. Mejor avisar, para que no se mosquee la terapeuta (y espere porque hoy más que nunca necesitás que te acomoden los caramelos en el frasco). Mensaje de texto mientras manejás sin frenos, “Rápido y Furioso VI” versión sudaca. Con mucho esfuerzo, sin lentes, redactás un “llego más tarde” esquivando motoqueros y lomos de burro. Presionás la tecla “send”, el mensajito queda guardadito (en la carpeta de “a enviar”) por horas. Claro, no tenés crédito, lo cual te arranca la doceava carcajada de la jornada.
Llegás y le vomitás el contenido de tu cerebro a una señora que se va corriendo para atrás con el celular en la mano. El miedo no es zonzo, pero el cansancio te gana, sos inofensivo como un gorrión recién salido del cascarón.
Salís reconfortado. Dura exactamente dos minutos, los dos minutos que tardás en recordar que tenés la heladera vacía y necesitás dinero en efectivo. ¿Qué puede pasar? El cajero está fuera de servicio. Ese y todos los de tu maldito banco, que debe estar haciendo mantenimiento en el horario que uno más lo necesita.
Te internás en el hipermercado llenando el chango con lo mínimo indispensable para sobrevivir tres días (que es lo que va a durar el resto de tu sueldo). El chango es ingobernable, los pendejos pegan alaridos en una frecuencia insalubre para el oído humano, las luces de las góndolas te dejan ciego y tu marca favorita de café brilla por su ausencia. Cartón lleno.
La caja no lee la tarjeta. El puto banco sigue sin sistema. Dejás únicamente lo que podrás pagar con los tres últimos billetes y todas las monedas que tu prole necesita para viajar.
Cargás la compra en el auto escuchando a una mujer que te insulta incomprensiblemente. ¿Qué te pasa pelotuda? ¿No te das cuenta que te enfrentás a una asesina serial en potencia? La imbécil, que creó con su autito una fila de quince autos que no paran de tocar bocina, intenta darte una lección de civismo porque el chango (que estaba al ladito tuyo hasta hace segundos) decidió tomarse el palo sin avisar. “¡NO LO VI, MALDITA PERRA FRIGIDA, ANDA A HACERTE ATENDER Y BAJA EL DEDITO ACUSADOR PORQUE SOY CAPAZ DE MORDERTELO HASTA ARRANCARTELO Y ESCUPIRSELO A MI PERRA COMO CENA!” Enésima carcajada del día, más diabólica que la del Guasón, merezco un cacho de su Oscar o una mención en los premios ACE.
Menú del día: Milanesas con puré. Ideal. Tengo huevo, tengo perejil, tengo papas, tengo sal, tengo todo, TODO menos pan rallado. A estas alturas el alcohol se impone. Botellita de blanco helado, le incrustás el sacacorchos y le das con alma y vida partiendo el cuello de la fucking botella. Risas y más risas, ¿lo colás o te arriesgás a hacerte buches de vidrio molido? La respuesta depende de tu instinto de autoconservación.
Con el octanaje adecuado en tus venas, las milanesas se convierten en escalopes; aunque no recordás qué va primero…si la harina o el huevo. Seguramente lo hiciste al revés. Pero ya te chupa un huevo y la mitad del otro.
Llamado de mamá. Los gritos se escuchan en dos cuadras a la redonda. Molesta porque no estás para escuchar el decálogo de problemas que la aquejaron en su fatídico día, te dice que te nota “un tanto nerviosa”. Y sí, será porque se quemaron las tres últimas papas que había en el canasto mientras hablabas con ella. Le sacás la cascarita negra con martillo y destornillador y las pisás con el mismo martillo para hacer puré. Te hacés puré un dedo que te queda del tamaño de una ciruela (y del mismo color púrpura). Servís la cena cabeceando sobre la montañita de puré a la que moldeaste con el tenedor dándole la misma formita que la de Dreyfus en “Encuentros Cercanos”. Cantando los acordes de la peli te da otro ataque de risa. Es que te vino a la cabeza la imagen de una gigantesca nave espacial que te succiona con un haz de luz llevándote de paseo a Saturno.
Llegar a la cama es una tarea simple, te dejás caer durmiéndote con la esperanza de retomar el sueño de la mañana, como si fuera una peli que uno dejó en pausa hasta nuevo aviso. Pero el sueño será monotemático, un “Guernica” de Picasso con todos los pedazos de esos maravillosos momentos del día: un pedazo de barro, una luz de batería baja encendida, un teléfono descolgado, un señor que repite tu nombre como un loro, una botella partida, una papa quemada, una mujer enojada, un cajero tildado…y una carcajada de fondo. Ah, en el sueño, el Guasón tiene tu cara. Maquillaje corrido, pelos parados, la máscara de pestañas a nivel de los orificios nasales y el mismo pérfido sentido del humor.
El día siguiente te sentarás frente a la PC a recordar el día anterior, secándote las lágrimas de risa; para escribir esto que vos estás leyendo.
Pareciera ser que los quilombos no vienen solos, se agrupan en cadenas largas como los genes en las de ADN. Vienen así en fila, como tren bala, y antes de que te des cuenta te atropellan. Primero vez la luz de la locomotora y te quedás encandilado como perro en la ruta. Cuando estás por decidir para cual de los dos costados vas a pegar el saltito, te congelás como una merluza en la góndola de los pescados. Entonces arremete la locomotora sin piedad. Levantás la cabeza, pero detrás viene el primer vagón y TUC (onomatopeya de golpe seco en la frente) otra vez aplastado como una estampilla…y así hasta que termine de desfilar el resto de la formación (unos veinte vagones promedio, según una estadística arbitraria y propia que no pienso explicar).
¿Qué hay de positivo en todo esto? Pues uno mismo, y la manera en que uno se para frente a la locomotora. Bueno, la locomotora a veces te agarra desprevenido y mal parado; pero para el resto de los vagones no hay mejor cosa que pelar el dedo medio para arriba enroscando el resto en forma de puño, enfrentando la cosa con el pecho henchido, la frente alta y una buena carcajada (onda el genial Guasón de Heath Ledger).
Si, no hay nada que le de más miedo al miedo que unos cojones de titanio y la virtud de verle la gracia hasta la desgracia más grande. Obvio que me refiero a una escala de desgracias tolerables, no me vengan ahora a aleccionar sobre desapariciones físicas de seres queridos (aunque debo reconocer que hasta en esos percances afloran, en algunos, esos gloriosos momentos en los que se recuerda al que se fue con una risotada…que no tiene nada de malo aunque el fiambre esté aún caliente).
Reírse hasta llorar o llorar hasta terminar riendo es más terapéutico que dos tiras de antidepresivos, una semana en un spa brasilero o ganarse el loto (bueno ahí me fui un poco de mambo).
La cosa se sucede de la siguiente manera. Un día de cadena de despelotes común y corriente:
Te quedaste dormido porque no escuchaste el despertador o programaste mal el celular o simplemente tu mente eligió, subliminalmente, incluir la cancioncita tierna que has elegido como alarma para musicalizar el sueño en el que estas por subirte a la Harley Davidson de George Clooney.
Obviamente, tu puta conciencia del deber y el hemisferio cerebral que comanda la responsabilidad te bajan de un hondazo de la nube onírica, justo antes de poner la manito en el hombro de George y la pata en el estribo.
Te vas a bañar con una sensación de injusticia que va a sentar jurisprudencia porque es muy probable que intentes la comisión de un homicidio antes de las once de la mañana (sin armas *ver punto 10).
Abrís la canilla y suspirás aliviado porque hay agua. Vas debajo del chorro con confianza porque el agua está. Está helada. Tenés fé, ya va a calentar. Te enjabonás el pelambre para descubrir que el enjuague va a ser doloroso. Guai? Simple, se apagó el termotanque.
Ponés la pava para tomar algo que te devuelva del más allá arrancándote de la hipotermia y devolverle un cacho de color a tu cara de cadáver moradito. Mientras el agua hierve te untás la tostadita. Te das vuelta para sacar la pava del fuego y ves con furia que tu felino se ha engullido tu desayuno (la última rebanada de pan de una heladera tan vacía que tu voz hace eco cuando hurgas puteando buscando un suplemento para un estómago vacío). Recordás que es día de compras (día largo, si los hay, salir del trabajo para esquivar pendejos sin desnucarlos, en un hipermercado).
La camisita del trabajo no está planchadita. La otra está para lavar. Hay una que zafa pero huele a perro revolcado en zanja putrefacta (ah, si, fue el abrazo que me dio la perra ayer). Puteando al can pelás la tabla y enchufás la plancha. La plancha no plancha. Junta agua y escupe sarro. Sobre la camisa que estaba limpia. Ahora tiene lunares grises. Y el clonazepam todavía no llegó al torrente sanguíneo.
Te vestís como podés bajando las escaleras con taco aguja haciendo equilibrio para no terminar de culo en el último escalón. Prueba superada. Seguro y alegre te encaminás al auto (es un decir porque pisás un pequeño desnivel de la vereda y desaparecés del horizonte). Con las rodillas en el barro, porque llovió toda la noche, te colgás del baúl del auto para levantar tus kilos del piso sin ayuda de una grúa.
Ya dentro de la nave, te percatás de que hay barro hasta en tus pestañas. Ya fue, no hay tiempo para cosmética ni cambio de ropa. Decidido le das arranque al auto. El auto está mimoso, pide cebador (y nafta y aceite y un mecánico, y un urgente pase a retiro). Luego de insultarlo le suplicás que te de un respiro y señales de vida. Las da, hace un rugido exagerado y se para otra vez. No hay una sola lucecita del panel que no se prenda augurando inminentes problemas. ¿Lo ahogaste? Paciencia, repiqueteando el taquito con los brazos cruzados mirando el motor con cara de pocos amigos esperás el tiempo prudencial para reiniciar la batalla. Termina por arrancar pero escupe un par de carbones como para que no te entre un alfiler en el culo todo el maldito camino al laburo. El tablero sigue encendido como un arbolito de Navidad (en julio).
Tomás la curvita cerrada para darte cuenta que el freno está laaaaaargo. Tan largo que podemos decir, básicamente, que no frena. Bombeás con desesperación y a dos centímetros de un camión con acoplado la máquina se planta. Lindo, sobretodo porque el chofer brasilero te está haciendo toda clase de gestos obscenos usando su espejo retrovisor (que tiene el tamaño del televisor de mi casa). Le devolvés la cortesía porque tenés ganas de jugar y el tipo saca medio cuerpo por la ventanilla para mostrarte algo que solo le mirarías al dueño de tu sueñus interruptus de la matina.
En el trabajo, el teléfono no para de sonar. Todos piden algo que uno podría hacer si la maldita maquinita dejara de repicar en tu tímpano izquierdo. La frasecita “¿lo pudiste hacer?” (con carita de decepción ante tu negativa) te empuja a la comisión del delito aberrante descripto anteriormente. Matando dos pájaros de un tiro, arrancás el cable del demoníaco aparatito que no paraba de sonar y le das tres vueltas al cuello del infeliz que tuvo la mala leche de hacer la pregunta incorrecta en el momento incorrecto. Alguien te mete un destornillador entre el cable y los dedos para hacer palanca y salvar la vida del cristiano que jadea buscando oxígeno.
La tarde transcurre en forma vertiginosa. Veinte monos agolpados contra un vidrio que te separa de una multitud ansiosa, siguen tus movimientos con los ojos fijos en tu persona señalándote con el dedo porque sos quien debería estar ocupándose de sus problemas. Como si el problema del que tenés sentado frente al escritorio fuera un entretenimiento pago, regalo de la empresa que te paga el sueldo. Tu nombre se escucha por todos los rincones, TODOS absolutamente TODOS, te esperan a vos…como era de esperarse en un día como este. Ahora sabés lo que siente el hipopótamo de Temaiken cuando los chicos lo señalan y le exigen que se pare en dos patas, aplauda, abra la boca, se coma la sandía que le acaban de arrojar, nade estilo rana y pronuncie un par de palabras.
Cuando te subís al auto recordás que tenés terapia en quince minutos a 20 Km. del lugar, llegarás solamente con la ayuda de un helicóptero y/o el batimóvil. La cafetera te la complica y caprichosea un par de veces hasta que arranca. Salís arando, pero en la primera derrapada te das cuenta que el freno funciona a zapatazo limpio. Lo mejor será llegar tarde, pero llegar. Mejor avisar, para que no se mosquee la terapeuta (y espere porque hoy más que nunca necesitás que te acomoden los caramelos en el frasco). Mensaje de texto mientras manejás sin frenos, “Rápido y Furioso VI” versión sudaca. Con mucho esfuerzo, sin lentes, redactás un “llego más tarde” esquivando motoqueros y lomos de burro. Presionás la tecla “send”, el mensajito queda guardadito (en la carpeta de “a enviar”) por horas. Claro, no tenés crédito, lo cual te arranca la doceava carcajada de la jornada.
Llegás y le vomitás el contenido de tu cerebro a una señora que se va corriendo para atrás con el celular en la mano. El miedo no es zonzo, pero el cansancio te gana, sos inofensivo como un gorrión recién salido del cascarón.
Salís reconfortado. Dura exactamente dos minutos, los dos minutos que tardás en recordar que tenés la heladera vacía y necesitás dinero en efectivo. ¿Qué puede pasar? El cajero está fuera de servicio. Ese y todos los de tu maldito banco, que debe estar haciendo mantenimiento en el horario que uno más lo necesita.
Te internás en el hipermercado llenando el chango con lo mínimo indispensable para sobrevivir tres días (que es lo que va a durar el resto de tu sueldo). El chango es ingobernable, los pendejos pegan alaridos en una frecuencia insalubre para el oído humano, las luces de las góndolas te dejan ciego y tu marca favorita de café brilla por su ausencia. Cartón lleno.
La caja no lee la tarjeta. El puto banco sigue sin sistema. Dejás únicamente lo que podrás pagar con los tres últimos billetes y todas las monedas que tu prole necesita para viajar.
Cargás la compra en el auto escuchando a una mujer que te insulta incomprensiblemente. ¿Qué te pasa pelotuda? ¿No te das cuenta que te enfrentás a una asesina serial en potencia? La imbécil, que creó con su autito una fila de quince autos que no paran de tocar bocina, intenta darte una lección de civismo porque el chango (que estaba al ladito tuyo hasta hace segundos) decidió tomarse el palo sin avisar. “¡NO LO VI, MALDITA PERRA FRIGIDA, ANDA A HACERTE ATENDER Y BAJA EL DEDITO ACUSADOR PORQUE SOY CAPAZ DE MORDERTELO HASTA ARRANCARTELO Y ESCUPIRSELO A MI PERRA COMO CENA!” Enésima carcajada del día, más diabólica que la del Guasón, merezco un cacho de su Oscar o una mención en los premios ACE.
Menú del día: Milanesas con puré. Ideal. Tengo huevo, tengo perejil, tengo papas, tengo sal, tengo todo, TODO menos pan rallado. A estas alturas el alcohol se impone. Botellita de blanco helado, le incrustás el sacacorchos y le das con alma y vida partiendo el cuello de la fucking botella. Risas y más risas, ¿lo colás o te arriesgás a hacerte buches de vidrio molido? La respuesta depende de tu instinto de autoconservación.
Con el octanaje adecuado en tus venas, las milanesas se convierten en escalopes; aunque no recordás qué va primero…si la harina o el huevo. Seguramente lo hiciste al revés. Pero ya te chupa un huevo y la mitad del otro.
Llamado de mamá. Los gritos se escuchan en dos cuadras a la redonda. Molesta porque no estás para escuchar el decálogo de problemas que la aquejaron en su fatídico día, te dice que te nota “un tanto nerviosa”. Y sí, será porque se quemaron las tres últimas papas que había en el canasto mientras hablabas con ella. Le sacás la cascarita negra con martillo y destornillador y las pisás con el mismo martillo para hacer puré. Te hacés puré un dedo que te queda del tamaño de una ciruela (y del mismo color púrpura). Servís la cena cabeceando sobre la montañita de puré a la que moldeaste con el tenedor dándole la misma formita que la de Dreyfus en “Encuentros Cercanos”. Cantando los acordes de la peli te da otro ataque de risa. Es que te vino a la cabeza la imagen de una gigantesca nave espacial que te succiona con un haz de luz llevándote de paseo a Saturno.
Llegar a la cama es una tarea simple, te dejás caer durmiéndote con la esperanza de retomar el sueño de la mañana, como si fuera una peli que uno dejó en pausa hasta nuevo aviso. Pero el sueño será monotemático, un “Guernica” de Picasso con todos los pedazos de esos maravillosos momentos del día: un pedazo de barro, una luz de batería baja encendida, un teléfono descolgado, un señor que repite tu nombre como un loro, una botella partida, una papa quemada, una mujer enojada, un cajero tildado…y una carcajada de fondo. Ah, en el sueño, el Guasón tiene tu cara. Maquillaje corrido, pelos parados, la máscara de pestañas a nivel de los orificios nasales y el mismo pérfido sentido del humor.
El día siguiente te sentarás frente a la PC a recordar el día anterior, secándote las lágrimas de risa; para escribir esto que vos estás leyendo.
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