El misterioso encanto de los falsos profetas, tarotistas, videntes y futurólogos.
Es un cliché que viene desde que el mundo es mundo y el hombre un eterno pelotudo. Civilizaciones antiguas recurrían a ellos, los portadores de la sabiduría fast-forward; brujos, hechiceros, clarividentes y enigmáticos gurús que se las han ingeniado durante siglos para vaciar los bolsillos de aquellos que los convocaban y convocan hoy en día para escuchar una palabra esperanzadora o una linda mentira, da lo mismo.
Carne de diván por excelencia y atascados en la complicada telaraña de la vida cotidiana, quienes alguna vez visitamos a estos mamarrachos, lo hacemos en una especie de lapsus (onda cortocircuito) en el cual el agua no nos llega al tanque y la ansiedad prima sobre la razón. En medio de una maraña de problemas y tribulaciones sobre el futuro, a algunos se les da por ir al Templo o a la Iglesia; pero una porción más idiota y transgresora es arrastrada como perro de presa detrás de un pollo, a estos antros y covachas donde vírgenes conviven con santos y símbolos paganos de dudosa reputación.
Los lugares que yo he conocido, en general pueden provocar susto en menores de quince años y/o un ataque de risa monumental en alguien un poco mayor y con tres neuronas en regio funcionamiento. Para otorgarle un aura de autenticidad sacramental, estos ladris de cuarta se dedican a ornamentar sus madrigueras con velas talladas con leyendas en lenguas foráneas y símbolos extraños, inciensos prendidos como para perfumar Alaska e imágenes en forma de estatuas o cuadritos tapizando hasta el último metro cuadrado del lugar. Así podemos apreciar como la Vírgen de Luján conversa con un desvencijado Ekeko cargado de bolsitas de comida y un pucho entre manos; el Gauchito Gil juega una partida de truco con un elefante que lleva un billete de dos pesos enrollado en la trompa; la Desatanudos visita una pirámide de acrílico rellena de monedas doradas y a Tutankamón se le corre el rimel llorando a un dolorido Cristo crucificado. Hojas de olivo seco conviven con espigas de trigo pegadas con cinta scotch al costado de una imagen de Ceferino Namuncurá, mientras que en el marco de la ventana se menea con el viento, una ristra de ajo que mantiene a raya a vampiros y murciélagos malintencionados. Cintas rojas atadas a botellitas y frasquitos con líquidos cuya fórmula uno prefiere desconocer para no auto provocarse el vómito a chorros y unas tres docenas de estatuitas de brujitas y búhos terminan de darle al recinto una atmósfera de verdulería del más allá.
Capítulo aparte merece el o la encargada de visualizar nuestro porvenir, porque en general estos personajes suelen hacer su aparición con un atuendo que acompaña el circo que han montado para este menester. Generalmente atienden envueltos en algún chal, poncho, pashmina o trapo que emule una túnica o hábito sacerdotal. Colgando del cuello tendrán rosarios, cadenas con dientes de leche de sus hijos, cruces, cartuchos egipcios, ampollas con algún líquido bendecido en exuberantes viajes a remotos parajes (como la triple frontera o Carapachay) y las infaltables cintas rojas atadas a las muñecas para repeler las malas ondas. Pero la parte más importante del espectáculo se la lleva, con honores, la impecable actuación que desempeñan estos estrafalarios profetas del subdesarrollo. La cadencia con la que hablan, pronunciando cada palabra como si el cliente fuera una especie de tarado bendecido con un cerebro subnormal y la capacidad cognitiva de un potus, con más el revoleo de ojos cuando terminan una frase (que generalmente suele ser una bomba soltada en el momento justo); los convierte en actores geniales cuya performance merece el Oscar, cuando menos. La sonrisa socarrona de La Gioconda, que pelan ante una pregunta tímida de sus interlocutores, intenta con todo éxito demostrar que ellos son portadores de la sabiduría que sus clientes tanto anhelan conocer (pero que les será otorgada en tanto y en cuanto dejen los billetes bien alineaditos sobre la mesa infestada de cartas de tarot). Con manos “merlinescas” plagadas de anillos, mezclarán el mazo haciendo montoncitos de distintos tamaños mientras pestañean con una dosis masiva de sobreactuación, dando a entender que se están comunicando con alguien que les está pasando la data (un espíritu, un ángel o un cacho de imaginación frondosa con la capacidad de armar un culebrón colombiano en menos de dos minutos). Si hay algo que les juega a su favor, es la capacidad de observación (de algunos, no todos), ya que mirando a sus clientes se dan cuenta el nivel socioeconómico, el estado civil y el grado de desesperación que los ha llevado a pedir una consulta.
Mi primer encontronazo con uno de estos sujetos vaticinadores succiona-dinero-fácil fue hace unos quince años en Mar del Plata. Allí conocí a una famosísima e híper obesa vidente que me cobró la consulta en moneda extranjera antes de que pudiera pronunciar “buenas tardes”. Embutida, toda su grotesca humanidad, en un sillón que le hacía las veces de envase; la señora atendía fagocitando sándwiches cuyas migajas caían como granizo en la grieta de dos monumentales tetas cubiertas con una especie de túnica carpa que le servía de vestidito fresco (ya que la mentalista no paraba de emanar sudores y vapores por todos los poros de su agobiado físico). Demás está decir que los restos del sándwich no eran rescatados de la cueva de sus senos, cosa que no dejó de fascinarme ya que imaginaba yo a esta monumental mujer desvistiéndose para dejar caer el equivalente a un kilo de migas listas para hacer un budín de pan. Esta señora, que tardó medio suspiro en darse cuenta que la que tenía la billetera llena no era yo si no mi madre, nunca hizo contacto visual conmigo; ofreciéndole a mi progenitora un ofertón imperdible. Por una suma de cinco cifras en moneda extranjera nos aseguraba la protección de la familia, las propiedades, la limpieza de nuestros hogares y la salud de todos los integrantes incluidas nuestras mascotas. Mi madre, ni lerda ni perezosa se preparaba para tomar carrera y huír despavorida mientras la que suscribe (o sea yo), intentaba colar un par de preguntas que me atormentaban y habían motivado mi consulta. Viendo que mi madre era un hueso duro de roer, la señora comenzó a efectuar una serie de aseveraciones que habrán sido verdades en su mundo hiperglucémico pero eran falacias en el mío. Cada frase que proféticamente pronunciaba, era refutada por mí con enfático tenor; cosa que la señora se encargaba de repreguntar con una vuelta de timón corrigiendo el rumbo de la conversación:
- Vivís en una esquina - ella
- No - yo
- Vivís a mitad de cuadra - ella
- Y…si – yo
Así estuvimos durante algunos minutos hasta que me estufé y tomé las riendas de la conversación preguntando lo que había venido a preguntar. Demás está decir que me fui llena de dudas y con respuestas tan ambiguas que nunca pude saber si algo de todo lo que vaticinó se cumplió.
Lo más impactante sucedió días después, ya que fuimos presas de un frenético acoso por parte de la secretaria de la mentalista, que nos intimó a desembolsar grandes sumas de dinero a cambio de evitar el acabose total de nuestro esplendoroso presente y venturoso futuro (eso, si estábamos dispuestas a pagar).
Mi segundo encuentro fue voluntario y producto de un rapto de estupidez humana propio de una mente agotada en pleno período vacacional (que es justamente cuando estos personajes abundan, como hongos luego de una tormenta). La esperé por horas en una galería de una ciudad costera. Sentada en el borde de un cantero la esperé, al borde del arrepentimiento, repasando mentalmente las docenas de preguntas que iba a hacerle para sacarle el jugo a esos cuatro billetes con los que hubiera podido comprarme dos pizzas de muzzarella con fainá o un par de remeras con leyendas tales como “6667 más mala que el diablo”. Pero no me fuí, me quedé ahí, encantada como una cobra que asoma la cabeza del canasto al compás de la flauta. Cuando llegó mi turno me senté fascinada, como un personaje de la serie “Lost” que puede ver el futuro a través de un monitor de catorce pulgadas. Mezclamos el mazo y lo dividimos en varias porciones en un contundente despliegue del más puro esoterismo marsellés. Por supuesto, las respuestas fueron confeccionadas a la medida de mis demandas, dejándome en un estado de pedo etílico similar al de una borrachera de tequila. Le creí todo. Le creí todo por veinticuatro horas, hasta que la realidad me bajó de un hondazo como un pajarraco alcanzado por un piedrazo en la azotea. El agua me llegó al tanque y con ella el oxígeno que permitió el funcionamiento de mis neuronas. Producto de ellas fue el siguiente razonamiento “Si ella me dice que voy a vivir muchos años y yo salgo y me suicido…la cago… o sea…ella se equivocó y no sabe nada”. Y así me quedé toda la noche, riéndome de las predicciones baratas tamizadas por el filtro del pragmatismo y el sentido común; confrontando ridículos vaticinios con hechos y realidades.
Pero no me arrepiento, me divertí conociendo un mundo subterráneo al que no todos los días uno (un ser con cabeza pensante) tiene acceso; y al que gente con más dinero, cabeza y más responsabilidades (empresarios, políticos, celebridades) frecuenta con más asiduidad de la que a uno le gustaría imaginar. Lo tomo como una vacuna, una especie de virus que sirve de anticuerpo, recordando al sistema inmune que se despierte del letargo y la próxima vez que se le presente la oportunidad de entrar a un local de “Tarot-predicciones”; se plante y diga “PASO”. Creo que tengo inmunidad para unos veinte años más… .
Aunque pensándolo bien, debe ser un negoción…quien me dice que el futuro me depara una carrera como tarotista...
Carne de diván por excelencia y atascados en la complicada telaraña de la vida cotidiana, quienes alguna vez visitamos a estos mamarrachos, lo hacemos en una especie de lapsus (onda cortocircuito) en el cual el agua no nos llega al tanque y la ansiedad prima sobre la razón. En medio de una maraña de problemas y tribulaciones sobre el futuro, a algunos se les da por ir al Templo o a la Iglesia; pero una porción más idiota y transgresora es arrastrada como perro de presa detrás de un pollo, a estos antros y covachas donde vírgenes conviven con santos y símbolos paganos de dudosa reputación.
Los lugares que yo he conocido, en general pueden provocar susto en menores de quince años y/o un ataque de risa monumental en alguien un poco mayor y con tres neuronas en regio funcionamiento. Para otorgarle un aura de autenticidad sacramental, estos ladris de cuarta se dedican a ornamentar sus madrigueras con velas talladas con leyendas en lenguas foráneas y símbolos extraños, inciensos prendidos como para perfumar Alaska e imágenes en forma de estatuas o cuadritos tapizando hasta el último metro cuadrado del lugar. Así podemos apreciar como la Vírgen de Luján conversa con un desvencijado Ekeko cargado de bolsitas de comida y un pucho entre manos; el Gauchito Gil juega una partida de truco con un elefante que lleva un billete de dos pesos enrollado en la trompa; la Desatanudos visita una pirámide de acrílico rellena de monedas doradas y a Tutankamón se le corre el rimel llorando a un dolorido Cristo crucificado. Hojas de olivo seco conviven con espigas de trigo pegadas con cinta scotch al costado de una imagen de Ceferino Namuncurá, mientras que en el marco de la ventana se menea con el viento, una ristra de ajo que mantiene a raya a vampiros y murciélagos malintencionados. Cintas rojas atadas a botellitas y frasquitos con líquidos cuya fórmula uno prefiere desconocer para no auto provocarse el vómito a chorros y unas tres docenas de estatuitas de brujitas y búhos terminan de darle al recinto una atmósfera de verdulería del más allá.
Capítulo aparte merece el o la encargada de visualizar nuestro porvenir, porque en general estos personajes suelen hacer su aparición con un atuendo que acompaña el circo que han montado para este menester. Generalmente atienden envueltos en algún chal, poncho, pashmina o trapo que emule una túnica o hábito sacerdotal. Colgando del cuello tendrán rosarios, cadenas con dientes de leche de sus hijos, cruces, cartuchos egipcios, ampollas con algún líquido bendecido en exuberantes viajes a remotos parajes (como la triple frontera o Carapachay) y las infaltables cintas rojas atadas a las muñecas para repeler las malas ondas. Pero la parte más importante del espectáculo se la lleva, con honores, la impecable actuación que desempeñan estos estrafalarios profetas del subdesarrollo. La cadencia con la que hablan, pronunciando cada palabra como si el cliente fuera una especie de tarado bendecido con un cerebro subnormal y la capacidad cognitiva de un potus, con más el revoleo de ojos cuando terminan una frase (que generalmente suele ser una bomba soltada en el momento justo); los convierte en actores geniales cuya performance merece el Oscar, cuando menos. La sonrisa socarrona de La Gioconda, que pelan ante una pregunta tímida de sus interlocutores, intenta con todo éxito demostrar que ellos son portadores de la sabiduría que sus clientes tanto anhelan conocer (pero que les será otorgada en tanto y en cuanto dejen los billetes bien alineaditos sobre la mesa infestada de cartas de tarot). Con manos “merlinescas” plagadas de anillos, mezclarán el mazo haciendo montoncitos de distintos tamaños mientras pestañean con una dosis masiva de sobreactuación, dando a entender que se están comunicando con alguien que les está pasando la data (un espíritu, un ángel o un cacho de imaginación frondosa con la capacidad de armar un culebrón colombiano en menos de dos minutos). Si hay algo que les juega a su favor, es la capacidad de observación (de algunos, no todos), ya que mirando a sus clientes se dan cuenta el nivel socioeconómico, el estado civil y el grado de desesperación que los ha llevado a pedir una consulta.
Mi primer encontronazo con uno de estos sujetos vaticinadores succiona-dinero-fácil fue hace unos quince años en Mar del Plata. Allí conocí a una famosísima e híper obesa vidente que me cobró la consulta en moneda extranjera antes de que pudiera pronunciar “buenas tardes”. Embutida, toda su grotesca humanidad, en un sillón que le hacía las veces de envase; la señora atendía fagocitando sándwiches cuyas migajas caían como granizo en la grieta de dos monumentales tetas cubiertas con una especie de túnica carpa que le servía de vestidito fresco (ya que la mentalista no paraba de emanar sudores y vapores por todos los poros de su agobiado físico). Demás está decir que los restos del sándwich no eran rescatados de la cueva de sus senos, cosa que no dejó de fascinarme ya que imaginaba yo a esta monumental mujer desvistiéndose para dejar caer el equivalente a un kilo de migas listas para hacer un budín de pan. Esta señora, que tardó medio suspiro en darse cuenta que la que tenía la billetera llena no era yo si no mi madre, nunca hizo contacto visual conmigo; ofreciéndole a mi progenitora un ofertón imperdible. Por una suma de cinco cifras en moneda extranjera nos aseguraba la protección de la familia, las propiedades, la limpieza de nuestros hogares y la salud de todos los integrantes incluidas nuestras mascotas. Mi madre, ni lerda ni perezosa se preparaba para tomar carrera y huír despavorida mientras la que suscribe (o sea yo), intentaba colar un par de preguntas que me atormentaban y habían motivado mi consulta. Viendo que mi madre era un hueso duro de roer, la señora comenzó a efectuar una serie de aseveraciones que habrán sido verdades en su mundo hiperglucémico pero eran falacias en el mío. Cada frase que proféticamente pronunciaba, era refutada por mí con enfático tenor; cosa que la señora se encargaba de repreguntar con una vuelta de timón corrigiendo el rumbo de la conversación:
- Vivís en una esquina - ella
- No - yo
- Vivís a mitad de cuadra - ella
- Y…si – yo
Así estuvimos durante algunos minutos hasta que me estufé y tomé las riendas de la conversación preguntando lo que había venido a preguntar. Demás está decir que me fui llena de dudas y con respuestas tan ambiguas que nunca pude saber si algo de todo lo que vaticinó se cumplió.
Lo más impactante sucedió días después, ya que fuimos presas de un frenético acoso por parte de la secretaria de la mentalista, que nos intimó a desembolsar grandes sumas de dinero a cambio de evitar el acabose total de nuestro esplendoroso presente y venturoso futuro (eso, si estábamos dispuestas a pagar).
Mi segundo encuentro fue voluntario y producto de un rapto de estupidez humana propio de una mente agotada en pleno período vacacional (que es justamente cuando estos personajes abundan, como hongos luego de una tormenta). La esperé por horas en una galería de una ciudad costera. Sentada en el borde de un cantero la esperé, al borde del arrepentimiento, repasando mentalmente las docenas de preguntas que iba a hacerle para sacarle el jugo a esos cuatro billetes con los que hubiera podido comprarme dos pizzas de muzzarella con fainá o un par de remeras con leyendas tales como “6667 más mala que el diablo”. Pero no me fuí, me quedé ahí, encantada como una cobra que asoma la cabeza del canasto al compás de la flauta. Cuando llegó mi turno me senté fascinada, como un personaje de la serie “Lost” que puede ver el futuro a través de un monitor de catorce pulgadas. Mezclamos el mazo y lo dividimos en varias porciones en un contundente despliegue del más puro esoterismo marsellés. Por supuesto, las respuestas fueron confeccionadas a la medida de mis demandas, dejándome en un estado de pedo etílico similar al de una borrachera de tequila. Le creí todo. Le creí todo por veinticuatro horas, hasta que la realidad me bajó de un hondazo como un pajarraco alcanzado por un piedrazo en la azotea. El agua me llegó al tanque y con ella el oxígeno que permitió el funcionamiento de mis neuronas. Producto de ellas fue el siguiente razonamiento “Si ella me dice que voy a vivir muchos años y yo salgo y me suicido…la cago… o sea…ella se equivocó y no sabe nada”. Y así me quedé toda la noche, riéndome de las predicciones baratas tamizadas por el filtro del pragmatismo y el sentido común; confrontando ridículos vaticinios con hechos y realidades.
Pero no me arrepiento, me divertí conociendo un mundo subterráneo al que no todos los días uno (un ser con cabeza pensante) tiene acceso; y al que gente con más dinero, cabeza y más responsabilidades (empresarios, políticos, celebridades) frecuenta con más asiduidad de la que a uno le gustaría imaginar. Lo tomo como una vacuna, una especie de virus que sirve de anticuerpo, recordando al sistema inmune que se despierte del letargo y la próxima vez que se le presente la oportunidad de entrar a un local de “Tarot-predicciones”; se plante y diga “PASO”. Creo que tengo inmunidad para unos veinte años más… .
Aunque pensándolo bien, debe ser un negoción…quien me dice que el futuro me depara una carrera como tarotista...
1 comentario:
Ajajjajajajja!!!!!!
Ahora me entra intriga de saber exactamente que te dijo!!!!
Igual, yo voy a ir a la que me recomendaron que hace tarot y numerologia, y parece que la re pega. Esta SI que sabe lo que hace.......................
Ejem.
*Jaime*
Publicar un comentario