domingo, 22 de febrero de 2009

ORGIAS GASTRONOMICAS



O “Licencia para comer”



Existen ciertas ocasiones y festividades durante el año, en las cuales un ser humano dotado con déficit de apatía ante la comida, se dedica a fagocitar hidratos de carbono y grasas como si esto fuera lo último que uno hará en esta tierra (probablemente autoinduciéndose un coma diabético).

No se sabe bien porqué ni cómo esto ha comenzado. Antiguas civilizaciones festejaban el advenimiento del verano, una buena cosecha, el producto de una excelente cacería o el nacimiento de un nuevo integrante de la tribu. Y siempre lo hacían tomando y comiendo como salvajes (que eran) hasta caer redondos en el piso o lanzar el contenido completo de sus estómagos como si sus bocas fueran una cerbatana.

Durante siglos, los humanos nos encargamos de premiar y ser premiados con alimentos. A nadie se le ocurrió organizar un bar mitzvah en un bar de oxígeno ni una fiesta de bautismo en un baño orinando a modo de tributo al nuevo integrante del ejército de Dios. Es que uno se alimenta para satisfacer una pulsión del organismo de la misma manera que orina o duerme. Los alimentos son el combustible que necesitamos para vivir, de la misma manera que lo son el oxígeno, el agua o las sales minerales. Nadie hace un culto de desocupar la vejiga, pero cuando se trata de homenajear el ascenso del marido en el trabajo o unas merecidas vacaciones; hacemos un festival de la comida al extremo de torturar nuestros hígados y flagelar nuestros vapuleados páncreas.

Algunas oportunidades para dar rienda suelta al apetito voraz figuran en el top five de las orgías gastronómicas por ser aquellas en las que nadie deja un hueso de pollo sin roer y todos, absolutamente todos terminan con resaca, asco, ganas de vomitar y consumiendo Alka Seltzer a lo pavote. El hambre es algo que nadie conoce en estas oportunidades, nadie ingiere alimentos porque los necesite. Se come para morir comiendo (o por lo menos intentándolo). Se traga sin masticar, sin sentir el sabor; la deglución es compulsiva y motivada por un impulso desaforado que no busca ninguna satisfacción física, solo la mera satisfacción del deber cumplido (el deber de comer hasta reventar porque eso es lo que uno está programado para hacer). ¿De dónde salió esta programación?. No se sabe, uno solo sabe que debe hacerlo porque sus padres lo hicieron y ellos lo hicieron siguiendo el modelo de sus abuelos. Así es como en vísperas de Navidad; todas las mujeres de un clan familiar se internan en sus cocinas a hacer el repulgue de ciento veinte empanadas; meter chanchos, pollos, corderos y pavos al horno; bañar con salsa de chocolate todo aquello que no se mueva ni se queje; e inundar con mayonesa cuanto vegetal aplique para ser disfrazado de color amarillo huevo. Cocinas que laten al ritmo de los borbotones de salsas que hierven en bulliciosas cacerolas; exudan vapores y aromas a laurel y vainilla y que se convierten en una fábrica de manjares, son clausuradas durante días para la costeleta y la sopa (alimentos de la vida cotidiana). Es que esas cocinas están destinadas para algo superior, algo mejor, algo que sin querer le costará la vida al abuelo (ahogado en sus propias enzimas estomacales). Niños y adultos quedarán arruinados por varios días luego de consumir dosis masivas de proteínas y glúcidos; pero todo sea por la resurrección de Cristo, la comunión de Pía, el cumpleaños del abuelo Nicanor o el nacimiento de Bautista.

Veamos a continuación el Top Five de Festividades y eventos que invitan al desenfreno gastronómico y aquellas cosas que se consumen “normalmente” en esas fechas.

NOCHEBUENA Y NAVIDAD

Festividades top a la hora de ingresar kilocalorías en la caldera del sistema metabólico, estas cenas y almuerzos tienen por objetivo liquidar a quienes no posean una lengua de amianto, un estómago tapizado en teflón y un hígado capaz de destilar aceite en agua. La gente cocina una semana antes para estas fiestas y es muy capaz de soltar los ahorros de seis meses para agenciarse el mejor pavo de la góndola del super (al que rellenará con almendras, batatas acarameladas, coñac y frutas disecadas). El problema radica en que las recetas usadas han sido heredadas de habitantes del hemisferio norte donde generalmente hace un frío de perros y la ingesta calórica está totalmente recomendada para volver el alma al cuerpo y borrar el azul de los labios. Pero en el hemisferio sur, con treinta grados Celsius por la noche, comer lechón asado con cebollas glaseadas y frutas secas de postre es una invocación al suicidio. Es así que encontramos gente transpirada en los patios y jardines, tratando de apagar el incendio estomacal con sidra, vino y cerveza; cuando en realidad deberían estar inyectándose insulina para darle una manito al páncreas.

¿Qué se come en estas fiestas? Tome la lápiz y papel e intente decir que NO a más de dos propuestas. Le juro que Ud. no es vírgen de ninguna de estas atrocidades:

Asado grasoso, con cuero (esto incluye chacinados tales como chorizos, morcillas y animales enteros como lechones, corderos, pollos, chivitos y todo aquel bicho que tuviera pulso dos días antes y una pizca de vocación de servicio), acompañado de ensalada rusa regada en mayonesa, berenjenas en escabeche, morrones con oliva y ajo, papas fritas, torres de panqueques rellenos de fiambres y no sigo porque me está dando asquito.

Otros optan por la comida fría: Léase piononos rellenos de fiambres y mayonesas caseras, vitel thone (carne bañada en pasta de anchoas con mayonesa y alcaparras), lengua a la vinagreta, budín de arroz con mayonesa, ensalada Waldorf (con mucha crema y mayonesa), matambre, carne fría y toneladas del ingrediente principal de estas recetas: MAYONESA.

Los más osados sirven pastas, pero jamás unos fideítos con una salsita liviana. Canelones y lasañas crepitantes que nadan en crema y tuco, con toneladas de queso parmesano rallado que dejan la boca de cualquier cristiano ardiendo como si hubieran frenado una piña con la boca. Cappelettis con crema, ravioles con boloñesa, fideos con bechamel…cualquier excusa es buena para morir de híper glucemia.

Los postres no se quedan atrás. Los más conservadores harán la sanísima ensalada de frutas a la que la Tía Leonor le agregará cinco kilos de helado de crema americana y varios cucharones de dulce de leche porque “un día de vida es vida, dijo un paisano, y se metió un palo en el culo”. El palo se lo meterá ella dos días después en un vano intento de esquivar al proctólogo encargado de demoler el bolo fecal ya que la Tía es la constipada más constipada de la familia y sus intestinos no son un modelo de bondad, apertura y generosidad.

Otros optarán por flanes, budines de pan con caramelo, arrollados, tortas de mousse de chocolate, pies y cualquier masa a la que se le pueda agregar chocolate derretido en forma industrial a lo “Willy Wonka”.

El tema es que todo esto es regado con grueso octanaje alcohólico, con y sin burbujas; a lo que más tarde se le sumará el tradicional pan dulce relleno de frutas secas, los turrones, las nueces y todo aquello que suelte más grasas sometiendo a un ya comprometido hígado a un infarto hepático.

PASCUAS

Se supone que luego de varios días de duelo y austeridad digestiva, en los cuales la ingesta de carne es pecado; los pecadores (que han comido carne a reventar, pero lo han confesado el sábado de gloria), suelen acercarse a la mesa Pascual con un apetito pasmoso y la ferocidad del Cóndor patagónico. En general, lo que se pone en la mesa no dista demasiado de los platillos que se sirven en Nochebuena y Navidad; pero aquí debemos agregar un elemento de contundente relevancia: El chocolate.

El huevito, el conejito, la chupaleta y los ositos de chocolate; son sin lugar a dudas un “Must” en la mesa pascual. El tema no es este ingrediente en sí, el problema radica en ser ingerido luego de un pantagruélico y aceitoso asado, un monumental guiso casero o la lasaña de la abuela (que ya cuenta con varios cadáveres en su haber). En lugar de cerrar esa comida con un té digestivo de hierbas o algo refrescante como un helado de limón, la mayoría embutimos más de medio kilo de chocolate a fuerza de sorbos de café y alguna gaseosa alimonada que nos provoque el eructo que nos permita hacerle lugar a diez gramos más de cacao.

CUMPLEAÑOS, BAUTISMOS, COMUNIONES Y CASAMIENTOS

Todo evento familiar que involucre la reunión de más de media docena de familiares y amigos no puede ser concebido sin una opíparo ágape con alimento suficiente para abastecer a las tropas que desembarcaron en Normandía en la Segunda Guerra Mundial. Generalmente se calcula comida como para el triple de la gente que va a asistir y probablemente asistan dos tercios de la gente invitada, con lo cual las sobras servirán para que una familia completa sobreviva un mes en el Himalaya.

Estos eventos suelen ser un descontrol ecléctico de diferentes manjares que se disponen en largas mesas donde los comensales batallarán por la última rodaja de ese peceto con ciruelas o la penúltima rebanada de esa torta de frutos del bosque que estaba para el crimen organizado. Así, tíos y abuelas se batirán a duelo de tenedores, arruinando sus mejores ropas con restos de merengue italiano o salsa tártara. Desde las familias más humildes hasta las más pudientes, en cuanto a fiesta familiar se refiere gastarán hasta el último centavo que tengan con tal de engordar a sus comensales cual pavos en fábrica de paté. Para cuando la fiesta termina, nadie puede recordar el vestido de la novia ni el discurso del padrino de bautismo; pero todos van a llevar pegados en la memoria (y en las paredes del intestino) los ingredientes de esos crepes de champignons que hicieron las delicias de todos los invitados.

VACACIONES DE VERANO

Vacaciones de verano, sinónimo de desenfreno, todo está permitido. ¿Y si todo está permitido, porqué sólo nos dedicamos a comer y tomar como beduinos? Nadie lo sabe, pero todos lo hacemos. Planeamos con anticipación lo que vamos a cenar mientras esperamos que el choclero termine de embadurnarnos el choclo con manteca y sal en el mismo momento en el que le hacemos señas al panchero para que nos vaya preparando el superpancho con mayonesa y lluvia de papas que nos vamos a fagocitar tres minutos después. Y si en el mismo momento llegáramos a divisar al heladero, lo más probable es que nos embarquemos en una silbatina sin final hasta llamar la atención del pobre hombre que hará seiscientos metros bajo el sol abrasador de febrero para enterarse que deberá volver en media hora a vender un cucurucho porque la ansiedad de su interlocutor no le permitió seguir con su playero derrotero.

Licuados de frutas con leche para bajar waffles impregnados en dulce de leche como postre de hamburguesas con queso y papas fritas como almuerzo de un aperitivo de rabas y cornalitos fritos con cerveza; serán la antesala de una cena que promete calzones napolitanos rellenos con longaniza, pizzas de por lo menos seis ingredientes, empanadas y panqueques. Como si esto fuera poco, somos muchos los que estando despatarrados en la playa, deseamos internamente un ansiado día de lluvia que nos permita hacer un par de cruces más en la Check List de todas esas cosas que nos propusimos comer. Nos falta la picada de mariscos en el puerto, el chocolate en rama de la peatonal, el popcorn en el cine, la casa de las tortas en el bosque y las medialunas calientes de la más famosa panadería de la ciudad balnearia (y solo nos quedan ocho días!).

LOS VIAJES AL EXTERIOR

No existe mejor manera de conocer aquel destino que hemos elegido para vacacionar e impregnarnos de su cultura, que consumiendo aquello que los legítimos ciudadanos de esos ignotos rincones se llevan a la boca. El problema reside en que sus aparatos digestivos están acostumbrados a los porotos, la harina de maíz, la carne de mono, la caña de bambú y los famosos lichee de los restaurantes chinos. Nuestros estómagos rara vez se acostumbran a la ingesta de algas marinas o potajes tales como la feijoada o el cus cus, y suelen demostrarlo de manera inapelable. Será así como arruinemos viajes enteros buscando la versión brasilera del estreptocarbocaftiazol, el genolaxante o la hepatalgina. Caminamos por la calle como un volcán ambulante en erupción a punto de supurar tres litros de lava ardiente, apretando los cantos para llegar al hotel a tiempo. Entonces hay que buscar el remedio que nos permita seguir haciendo turismo gastronómico y la droga que saque la sensación de náuseas así podemos clavarnos una shawarma o dos piezas más de sushi. Compramos bocaditos en la calle sin la remota idea de sus ingredientes; vamos a un restaurante para pescadores en el puerto sin dudar en levantar el dedito señalando aquella cazuela que come un marinero, pronunciando “quiero una de esas” para descubrir con espanto que nos hemos comido un guiso de erizo de mar, que no va a tardar en viajar cual bólido por las curvas de nuestro intestino grueso haciéndonos revolcar de dolor antes de abandonar nuestro excedido cuerpo.

Y así nos pasamos el viaje, del baño a la cama y de la cama a la farmacia; con largas escalas en todos los sucuchos que venden platillos del lugar.

Eso sí, al cafecito…unas gotitas de edulcorante, porque el azúcar engorda…


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