martes, 9 de diciembre de 2008

CRISIS, ¿QUÉ CRISIS?



Economía de guerra (o cómo sobrevivir sin un mango)

Habiendo superado con gallardía el efecto Tequila, el efecto Caipirinha, múltiples devaluaciones, cambios de moneda, furibundas inflaciones, cambios de Ministros de Economía más frecuentes que el cambio de pañales a un recién nacido con diarrea estival; puedo decir con absoluta idoneidad, que a la hora de ajustar el cinturón lo he visto casi todo.
Recuerdo aquellos tiempos en los que creía en el ahorro, juntando australes que luego tuve que entregar al Banco con la misma tristeza de un alumno de segundo grado que se percata de que sus figuritas de Mazinger no tienen más valor porque ahora todo el mundo junta las de las Tortugas Ninja.
Se me cae una lagrimita recordando a la coreana del autoservicio de la calle Acoyte, que corría por las góndolas desaforada, remarcando las cajas de gelatina y las latas de tomate (que arrebataba de los changos de la gente, que como yo, invertía todo el sueldo en víveres porque se venía la estampida y al día siguiente sólo se podía comprar una décima parte de mercadería por el mismo dinero).
Mi memoria me lleva a aquellos días en los que no apartabamos la oreja de la radio en vacaciones porque en un súbito cambio de Ministros, lo que uno había llevado para pasar diez días de playa ahora no alcanzaba ni para sacar el auto de la cochera del balneario.
Días en los que vivíamos haciendo lo imposible para llegar vivos al final del mes, salteando los obstáculos como en el “Juego de la Oca”; solo para descubrir que cuando uno tenía el juego mínimamente dominado cambiaban las reglas y de repente había que jugar a “El Estanciero”. Meses después, un nuevo paquete de medidas te pateaba el tablero y terminabas jugando al “Ludo”, timbeando al compás del precio del dólar o apostando al plazo fijo (con los cantos del culo bien apretaditos porque el Gobierno siempre es la Banca y en un 99% de los casos se queda con todo, a decretazo limpio y a cambio de unos cuantos papeles que sólo servirán como souvenir de lo que alguna vez estuvo, y ya no más).
Corríamos al Banco a cambiar pesos argentinos por pesos ley o pesos moneda, patacones, australes, pingüinos o cualquiera fuera el nombre que algún iluminado le pusiera al precio de nuestro esfuerzo. Las monedas que perdíamos en el forro descosido de la cartera, se convertían en piezas de museo de un año al otro. Se escuchaban frases como “no hay que poner todos los huevos en la misma canasta”, “invertí en ladrillos que el ladrillo no defrauda”, “colocá la guita afuera, te va a rendir más que poner un negocio”, “no fabriques, importá”, “no importes, fabricá que matás la industria nacional”, “incendiá la fábrica, cobrá el seguro y mandate a mudar”, “compro importado porque lo nacional es una bosta y cuesta el doble”.
Lo que hoy era sagrado, mañana te había hundido hasta el cogote en deudas de las que ibas a tardar diez años en deshacerte (y otros cinco en borrar del Veraz). El que no tiene prontuario en Veraz, pues no ha vivido en la Argentina o es Isidoro Cañones, una de dos. Porque es imposible no tener un muerto en el placard siendo argento. Ese lavarropas que pagaste diez veces en un año, cuyas últimas tres cuotas te salieron más caras que un BMW Okm., porque la indexación o la devaluación o vaya a saber qué cornos hicieron imposible pagarlas, y ese estudio de abogados que te cayó al cogote como una jauría de dogos famélicos para cobrarse hasta el kleenex con el que te secaste las lágrimas; aquel autito que con todo entusiasmo sacaste por sorteo cuando tu hijo era un bebé, y que terminaste pagando cuando el pibe entró en la Secundaria, al precio de una flota de camiones Mercedes Benz; o esa semanita en Brasil que aún hoy es una grata mancha en tu conducta crediticia; todo quedó registrado. Y vos, y yo, que todavía no escarmentamos, aceptando plásticos de cuanto Banco se acerca a seducirnos con sus promesas de autos fantásticos, jacuzzis, plasmas y viajes exóticos. Nosotros que salimos a cacerolear y a derribar a puño limpio las cortinas metálicas de esos mismos turros que hace unos pocos años se quedaron con todo lo que teníamos sin derecho a réplica (aunque paradójicamente guardaron registro de todas nuestras deudas, las cuales ejecutaron sin que se les cayera una gota de sudor ni la jeta de pura vergüenza).
Pero volvemos a someternos a sus inquisiciones, por unas míseras monedas para terminar la casa, o comprar un televisor más grande porque ahora ya no se puede confiar ni en las cuentas en el exterior ni en la guita debajo del colchón; entonces preferimos gastar la que tenemos y pedir más para poner sobre nuestras cabezas una nueva espada de Damocles que nos entierre por otros diez años (es que inconscientemente nos gusta vivir con los huevos de moño, al borde, con la adrenalina del vértigo que trae ese sobre de Creditcard cuyo pago mínimo te deja temblando del susto).
Las veces que habré ido a repactar y renegociar el saldito de esta tarjetita o aquella cuentita que cerré revoleando las chequeras en la cabeza del oficial de crédito que tuvo la maldita idea de agrandarme el límite de crédito sabiendo que me achicaba el lazo con el que me estaba ahorcando. Pero el discursito positivo del Ministro de turno, al que uno elegía creerle porque era más sano, nos convencía de que todo estaba bien; así que uno aceptaba la chequera para financiar la medicina prepaga, el colegio de los pendejos o la cuenta del supermercado. Deudas tan fáciles de remontar como un barrilete de plomo con forma de zepellin (el cual va a terminar en el piso, enterrado hasta los piolines junto con su piloto, como era de esperarse).
Y así pasan los años, del boom de la economía y el “deme dos” a la economía de guerra más austera donde el café es un lujo para pocos y las vacaciones en Mardel un recuerdo de la infancia (sólo nos queda la foto con el lobo marino y el caballito de mar que predice el tiempo).

Evidentemente, vamos de crisis en crisis, con períodos cortos de efímera felicidad monetaria que nos permiten asomar la naríz para comprobar que hay una vida mejor; entonces seguimos corriendo detrás de la zanahoria de lata como los galgos de Miami, dando vueltas en círculo para llegar a ninguna parte. Porque cuando tenemos el rancho de paja nos lo sopla el nuevo gobierno, cuando es de madera nos lo quema la crisis internacional y cuando es de piedra no podemos disfrutarlo porque estamos encerrados del lado de adentro (y afuera los que se quedaron sin rancho y sin nada de nada, enojados y armados hasta los dientes).

Pero si hay algo de positivo en todo esto, es el aprendizaje que uno hace y la agilidad mental que uno obtiene sin darse cuenta. Nos adaptamos, evolucionamos, involucionamos, mutamos, cambiamos de bando, moneda, bandera, marca de gaseosa, gaseosa por jugo en polvo, carne por arroz y cuero por goma. Somos geniales, sobrevivientes totales. Hacemos magia, alargamos el billete, cocinamos con sobras, hacemos vestidos con cortinas (como Julie Andrews en “La Novicia Rebelde”). Hacemos huertas, compramos gallinas ponedoras, reciclamos el papel, hacemos trapos con remeras viejas, estiramos el shampoo con agua, juntamos pedacitos de jabón para fabricar una pastilla nueva, caminamos para ahorrar la moneda del bondi, mandamos mensajes de texto para no gastar hablando, dejamos de fumar para ahorrar doscientos mangos por mes mucho más que por la salud de nuestros fuelles, y entrenamos (sin saberlo) para cualquier contingencia.

Algunos consejos para poner en práctica la economía de guerra

Borrarse del gimnasio y ahorrar la moneda del colectivo caminando como Forrest Gump.

Comprar carne sin hueso, porque el hueso no se come, porqué pagar de más?.

Reciclar el saquito de té, dejarlo en un platito y volver a usar (eso lo hacía mi abuela y siempre me dio mucho asco, pero a la hora de ahorrar…).

Guardar las cáscaras de todas las verduras, hervir con arroz partido para darle de comer a las mascotas ahorrando fortunas en balanceado (el perro no brillará como antaño, pero sobrevivirá sin que se le noten las costillas).

Hacer el café más liviano, una medida menos lo hace más americano (para los amantes de la cultura yanqui) y nos evita el gasto de la valeriana o psicotrópicos para la ansiedad o el insomnio.

Despedir al jardinero y podar a serrucho. No sólo se ahorra el jornal del jardinero, te saca unos bíceps increíbles sin pasar por el gimnasio.

Fuera las galletitas rellenas con grasas trans. Bienvenidas las tostadas de pan francés de panadería de barrio. Con un kilo desayunás una semana, y si se pone muy duro lo rallás para las milanesas (de paleta porque el peceto es para potentados).

Para el verano, fabricás heladitos de jugo Tang incrustando palillos en cubeteras rellenas del producto. Si tenés éxito con tus críos, se los vendés a los amiguitos y vecinitos.

El guiso. Rendidor como pocos. Un cacho de carne marca A.C.M.E. que nadie notará porque habrá hervido el tiempo suficiente como para perder todas sus asquerosas cualidades, tiernizándose como un pedazo de fino lomo. Arroz y fideo (mostachol o moñito), las arvejas son un lujo para privilegiados. El morrón, sólo si está accesible, si no que la verdulera se lo meta por donde le venga en gana.

Boicot a las verduras que suben de precio por la helada, la sequía o el paro de camioneros. No has de comprar aquellas que tienen un precio zarpado, aún a riesgo de proveerte una constipación de proporciones escalofriantes.

Eliminar todo gasto superfluo. Dedicar el día a piratear música, películas y series. Dar de baja el cable, no pisar el cine y ni asomarse por las disquerías. Está todo en Internet, sólo hay que saber dónde buscar. Y ahora los dvd’s leen mp3, avi, divx; así que ya no hay excusa para no divertirse sin dinero.

Barrer con todos los imanes del delivery. De ahora en más, “tutto fatto in casa”.

Si hay hambre, las mascotas pueden ser una buena alternativa. El gatito debe saber igual que el conejo a las finas hierbas del Gato Dumas (y encima uno se saca de encima ese animal del infierno que se come las borlas del árbol de Navidad).

Publicar todo lo que encontremos en nuestra casa en Mercado Libre. Los vinilos de Los Carpenters, el jarrón de la abuela, la máquina de coser de la tía, los cinco fascículos de la enciclopedia de fotografía del diario dominical. La colección de muñequitos de “El señor de los Anillos” de Mc Donald's (nunca se sabe lo que un fanático está dispuesto a pagar por alguna pelotudez que una conserva de puro vaga y roñosa).

Pero lo más importante. Traten de no encariñarse demasiado con el jamón crudo, el chocolate Lindt, la crema humectante francesa, las carteras de Peter Kent, el aire acondicionado del auto importado, la casa en la playa, la cuenta corriente en el Sushi bar, los masajes del spa céntrico y los crepes del restaurante del Hilton. Porque en Argentina, hoy estás sentado degustando un Malbec en el más fino restaurante y pasado mañana sirviendo tinto de tetra en el bar de la esquina puteando al cliente miserable por las magras propinas, que alguna vez vos diste, sin imaginar que alguna vez ibas a estar exactamente del otro lado.

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