domingo, 5 de julio de 2015

DOMINGO DE SHOPPING



La tarde en que me hubiera gustado participar de una masacre zombie

¿Cuál es la peor idea en la historia de las peores ideas?  Facilísimo.  Es meterse en un shopping un domingo a la tarde. 
Lo primero para tener en cuenta son los pendejos de 0 a 20 años que andan sueltos por doquier.  Sin rumbo, generalmente armados con helados chorreantes, chupetines o pochoclos acaramelados, los pendejos son una raza que debería estar en extinción.  O por lo menos tener espacios ideados para largarlos ahí y que se arreglen.  Te pisan, te pasan el helado por la manga de la campera, te estornudan las velas amarillentas en la cara esparciendo una nueva cepa de gripe potencialmente mortal sobre tu espacio aéreo, te gritan a menos de un paso con un alarido que te hace estallar el pabellón auricular en cinco mil pedazos y no tienen un derrotero definido porque van mirando la pantallita de celulares y tablets (esto te obliga a cambiar de rumbo veinte veces para no llevártelos puestos con la llave del auto en la mano para infringirles una herida de diez puntos mínimamente).

Demás está decir que meterse en ese enjambre de hojalata para poder encontrar un lugar donde estacionar el auto (que no sea el propio culo) es una tarea heroica.  No solamente no hay lugar, la gente se suicida sobre tu auto, te tira el chango del super sobre tu auto, los pendejos se acuestan a tu paso en el piso y de ser posible te tiran comida en el parabrisas mientras van caminando sordos por culpa de los auriculares del ipod.  Así es como darás veinticinco vueltas y de casualidad vas a esperar unos veinte minutos a que la familia Von Trapp cargue los alimentos para sobrevivir dos meses en el desierto, en el pobre baúl de un auto que no da más.  Luego, vas a presenciar cómo se desvisten los ocho integrantes de la familia para embutirse en el auto al que le va a costar dos o tres intentos arrancar.  Dicho esto, el piloto de la nave se va a enfrascar en una discusión con su prole para que le liberen la luneta ya que es imposible mirar para atrás con el nido de camperas que armaron detrás.  Dicho esto, y luego de seis maniobras (siempre te toca el que no sabe manejar o maneja los domingos exclusivamente), va a dejar el espacio libre.  Si no te apurás, aparece el vivito que te quiere birlar el espacio, te vas a batir a duelo de trompas de auto y lograrás encajar el mismo en el lugarcito bendito…que queda a escasas seis cuadras del lugar donde está la entrada al shopping.

Una vez adentro, el nivel de ruido y la cantidad de luces te acobardan tanto como meterte en el mar en pleno invierno.  La pensás dos veces pero te dio tanto trabajo encontrar un lugar en el estacionamiento que te insertás en la marea humana como pez en un cardumen.  La gente te va llevando, lo cual es ideal porque no podés gastar dinero salvo que se haga un hueco.  Por suerte sucede en las librerías, si te gusta leer hacés el primer tarjetazo de la jornada y das las primeras bocanadas de aire semi puro.  Luego intentarás meterte en una zapatería.  Tu marido llama a Emergencias y pide una ambulancia, el infarto está a dos cartelitos de tu soñado par de botas.  Después de considerar que no vale la pena dejar medio sueldo en un par de zapatos, le pedís a la ambulancia que te siga con el  desfibrilador en trescientos.  La blusita de seda que te encanta, esa que te probarás sin preguntar el precio a expensas de tu propia salud cardíaca; te quedará pintada, te gustará a vos, le gustará a la vendedora y le gustará al médico que te hace la reanimación luego de enterarte que tenés que vender un riñón para pagarla.  Dicho esto irás en busca de algo para apaciguar tus ganas de irte del shopping con algo más que cafeína y dos kilos de grasa y glucosa.  Olvidate de comer, el enjambre de gente hace filas kilométricas para comprar un brownie que le dura siete segundos en la boca.  Así que irás en busca de algún cosmético o algo que te permita abrir el marcador, si es que no te agenciaste el libro o el cd de música que te hubiera gustado comprar.  Resulta que un frasquito con aromas y palitos sale lo mismo que una pava eléctrica, te dura tres meses y es francamente innecesario.  Una crema de manos lo mismo que dos pollos y un brillito para labios el presupuesto semanal de comida.  No way José.  Optarás por la cafeína y algo dulce que te permita quitarte la amargura de un triste 0 a 0.

Tomarte el palo no será tarea sencilla.  Habrá que volver a sumergirse en la marea humana, gente que te pasa por encima incrustando los cochecitos de bebé en tus tobillos, chicos con globos metalizados que te impedirán mirar para adelante y la maldita escalera mecánica a la que no podes acceder porque está plagada de infantes que la suben al revés.  A fuerza de patadas lograrás subirte al aparato porque conseguir montarte en el ascensor es surrealista y la escalera de incendios está a quince mil kilómetros de donde se supone que estás.  Y digo se supone porque si no memorizaste por dónde entraste, salir va a ser una proeza.  Esquivando muñecos, bolsas, globos, algodones de azúcar, helados y adolescentes que caminan para atrás llegarás al parking.  La pregunta del millón: dónde carajo dejaste el puto auto?  Sencillo: en la concha de la lora.  Léase tan pero tan lejos que hay que tomar un taxi para ir a buscarlo.  Allá, detrás de la carpa del circo, allá detrás del toldo para los changuitos del supermercado, allá donde se pierde la vista, allá está el auto.  Si los estúpidos dejaran de abrir sus autos uno podría llamar al suyo usando la alarma, pero eso es una misión imposible.  Arrastrándote como si hubieras participado de un torneo de atletismo en Alaska, llegarás a tu nave, luego de una odisea de dos horas que parecieron tres años.

Hay una teoría probadísima, al shopping hay que ir en día de semana y en horario escolar.  Un consejo de alguien que sabe: ni se les ocurra pisar un shopping en vacaciones de invierno.

Paula Ga.



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