La tarde en que me hubiera gustado participar de una masacre
zombie
¿Cuál es la peor idea en la historia de las peores
ideas? Facilísimo. Es meterse en un shopping un domingo a la
tarde.
Lo primero para tener en cuenta son los pendejos de 0 a 20
años que andan sueltos por doquier. Sin
rumbo, generalmente armados con helados chorreantes, chupetines o pochoclos
acaramelados, los pendejos son una raza que debería estar en extinción. O por lo menos tener espacios ideados para
largarlos ahí y que se arreglen. Te
pisan, te pasan el helado por la manga de la campera, te estornudan las velas
amarillentas en la cara esparciendo una nueva cepa de gripe potencialmente
mortal sobre tu espacio aéreo, te gritan a menos de un paso con un alarido que
te hace estallar el pabellón auricular en cinco mil pedazos y no tienen un
derrotero definido porque van mirando la pantallita de celulares y tablets
(esto te obliga a cambiar de rumbo veinte veces para no llevártelos puestos con
la llave del auto en la mano para infringirles una herida de diez puntos
mínimamente).
Demás está decir que meterse en ese enjambre de hojalata
para poder encontrar un lugar donde estacionar el auto (que no sea el propio culo)
es una tarea heroica. No solamente no
hay lugar, la gente se suicida sobre tu auto, te tira el chango del super sobre
tu auto, los pendejos se acuestan a tu paso en el piso y de ser posible te
tiran comida en el parabrisas mientras van caminando sordos por culpa de los
auriculares del ipod. Así es como darás
veinticinco vueltas y de casualidad vas a esperar unos veinte minutos a que la
familia Von Trapp cargue los alimentos para sobrevivir dos meses en el
desierto, en el pobre baúl de un auto que no da más. Luego, vas a presenciar cómo se desvisten los
ocho integrantes de la familia para embutirse en el auto al que le va a costar
dos o tres intentos arrancar. Dicho
esto, el piloto de la nave se va a enfrascar en una discusión con su prole para
que le liberen la luneta ya que es imposible mirar para atrás con el nido de
camperas que armaron detrás. Dicho esto,
y luego de seis maniobras (siempre te toca el que no sabe manejar o maneja los
domingos exclusivamente), va a dejar el espacio libre. Si no te apurás, aparece el vivito que te
quiere birlar el espacio, te vas a batir a duelo de trompas de auto y lograrás
encajar el mismo en el lugarcito bendito…que queda a escasas seis cuadras del
lugar donde está la entrada al shopping.
Una vez adentro, el nivel de ruido y la cantidad de luces te
acobardan tanto como meterte en el mar en pleno invierno. La pensás dos veces pero te dio tanto trabajo
encontrar un lugar en el estacionamiento que te insertás en la marea humana
como pez en un cardumen. La gente te va
llevando, lo cual es ideal porque no podés gastar dinero salvo que se haga un
hueco. Por suerte sucede en las
librerías, si te gusta leer hacés el primer tarjetazo de la jornada y das las
primeras bocanadas de aire semi puro.
Luego intentarás meterte en una zapatería. Tu marido llama a Emergencias y pide una
ambulancia, el infarto está a dos cartelitos de tu soñado par de botas. Después de considerar que no vale la pena
dejar medio sueldo en un par de zapatos, le pedís a la ambulancia que te siga
con el desfibrilador en
trescientos. La blusita de seda que te
encanta, esa que te probarás sin preguntar el precio a expensas de tu propia salud cardíaca; te quedará pintada, te gustará a vos, le
gustará a la vendedora y le gustará al médico que te hace la reanimación luego
de enterarte que tenés que vender un riñón para pagarla. Dicho esto irás en busca de algo para
apaciguar tus ganas de irte del shopping con algo más que cafeína y dos kilos
de grasa y glucosa. Olvidate de comer, el enjambre de
gente hace filas kilométricas para comprar un brownie que le dura siete
segundos en la boca. Así que irás en
busca de algún cosmético o algo que te permita abrir el marcador, si es que no
te agenciaste el libro o el cd de música que te hubiera gustado comprar. Resulta que un frasquito con aromas y palitos
sale lo mismo que una pava eléctrica, te dura tres meses y es francamente
innecesario. Una crema de manos lo mismo
que dos pollos y un brillito para labios el presupuesto semanal de comida. No way José.
Optarás por la cafeína y algo dulce que te permita quitarte la amargura
de un triste 0 a 0.
Tomarte el palo no será tarea sencilla. Habrá que volver a sumergirse en la marea
humana, gente que te pasa por encima incrustando los cochecitos de bebé en tus
tobillos, chicos con globos metalizados que te impedirán mirar para adelante y
la maldita escalera mecánica a la que no podes acceder porque está plagada de
infantes que la suben al revés. A fuerza
de patadas lograrás subirte al aparato porque conseguir montarte en el ascensor
es surrealista y la escalera de incendios está a quince mil kilómetros de donde
se supone que estás. Y digo se supone
porque si no memorizaste por dónde entraste, salir va a ser una proeza. Esquivando muñecos, bolsas, globos, algodones
de azúcar, helados y adolescentes que caminan para atrás llegarás al
parking. La pregunta del millón: dónde
carajo dejaste el puto auto? Sencillo:
en la concha de la lora. Léase tan pero
tan lejos que hay que tomar un taxi para ir a buscarlo. Allá, detrás de la carpa del circo, allá
detrás del toldo para los changuitos del supermercado, allá donde se pierde la
vista, allá está el auto. Si los
estúpidos dejaran de abrir sus autos uno podría llamar al suyo usando la
alarma, pero eso es una misión imposible.
Arrastrándote como si hubieras participado de un torneo de atletismo en
Alaska, llegarás a tu nave, luego de una odisea de dos horas que parecieron
tres años.
Hay una teoría probadísima, al shopping hay que ir en día de
semana y en horario escolar. Un consejo
de alguien que sabe: ni se les ocurra pisar un shopping en vacaciones de
invierno.
Paula Ga.
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