“Las mil y una noches”
Para mi familia no es nuevo, tengo tendencia a las
adicciones televisivas. Inofensivas
porque no molesto a nadie, pero adicciones al fin. Mi primer recuerdo de tele-enfermedad data de
la escuela primaria. En ese momento, la
adicción me trajo problemas con mi viejo que al verme completamente
estupidizada con “Bonanza”, decidió unilateralmente que mi curación iba a
constar de un alejamiento total por varias semanas del aparato fuente de tantos
momentos gratos (al menos para mí).
Radical como pocos, este tratamiento despiadado no solo no cumplió con
sus objetivos, logró que en mi desesperación vagara por casas de amiguitas
solicitando asilo televisivo. Era
lógico, cuando miraba la tele dejaba de estudiar, de escuchar, de leer, de
bañarme, de comer y hasta de respirar (un golpe bien puesto en la cabeza solía
sacarme del trance).
Para ese entonces consumía series americanas como “Valle de
Pasiones” y “El Gran Chaparral” y para la época del colegio secundario
cualquier colectivo me dejaba bien. “Starsky
& Hutch”, “Los duques de Hazzard”, “Logan’s run” y una cantidad aproximada
de cinco horas diarias de novelas nacionales y centroamericanas. No había muchas opciones, cinco canales de
aire, se miraba lo que había. Los culebrones nacionales entraban en el top ten
de las preferencias de los argentinos porque había señores como Alberto Migré
que escribían guiones alucinantes de amores y desencuentros; se paraba el país
en momentos clave de “Rolando Rivas” o “Piel naranja”. Después llegaron las “importadas” con
Verónica Castro, Lucía Méndez, o Grecia Colmenares a la cabeza de los elencos y
puedo confesar con vergüenza que hasta me fumé las novelas empalagosas de
Andrea del Boca.
Ya en mi juventud, y con la entrada de sitcoms americanas,
series como “Luz de luna” y “Thirty something”; dejé de lado el culebrón para
darle sin asco a todo lo que venía de manos del Tío Sam. En ese momento alcancé el pico más alto de mi
adicción, llegando al punto de volver antes de un paseo por el río lanzándome
del bote para nadar hasta el puesto de taxis más cercano porque a las cuatro
pasaban mi serie favorita. Recordemos
que en la era paleozoica de la televisión no existía Direct tv, y a duras penas
se podía programar la video cassettera para poder mirar el capítulo que uno no
había llegado a ver por culpa del bondi o una embolante reunión familiar. Existía y existe aún hoy una falta total de
respeto hacia el televidente ya que corrían los horarios arbitrariamente o no
comenzaban a tiempo con lo cual uno podía caer en un letal cuadro depresivo
porque la maquinita había grabado a la hora pactada pero la emisora había
comenzado tarde: el final de la puta serie no se había grabado. Ser fan era jodido, no había internet, solo
una revista berreta “TV Guía” donde se anunciaban horarios y un breve resumen
del episodio en cuestión. Recuerdo haber
destrozado la maldita revista con los dientes porque contenía información
mentirosa con respecto a algún horario o contenido del capítulo que esperaba
ver con ansiedad comiéndome las uñas hasta los nudillos. Cabe recordar que tampoco existía la
posibilidad de ver las repeticiones en internet, así que si te perdías algo
dependías de que algún ejecutivo del canal en cuestión se le diera por volver a
pasar ese programa en verano y por supuesto sin orden de continuidad. Así es como no entendías quién había
embarazado a fulana, a quien habías visto la última vez internada con su vida
pendiendo de un hilo y por supuesto…con amnesia. Tampoco existía el ADN, así que la duda de la
paternidad vivía eternamente hasta que el pibe crecía y “oh sorpresa” se
parecía al mejor amigo del novio de la protagonista femenina.
Recuerdo haber estado en vísperas de mi inminente
matrimonio, intentando fugarme cuanto antes del negocio donde estaba haciendo
la lista de regalos, porque tenía que ver un episodio crucial de “Moonlightning”
(estaba enamoradísima de Bruce Willis).
Ser fan era carísimo, he gastado la mitad de mi sueldo en revistas
importadas para tener una sola foto del objeto de mi admiración más
profunda. Hace poco encontré en un
diario íntimo de la infancia una foto tomada al televisor, de un Starsky
agonizando luego de una balacera, compadeciéndome hoy de esa criatura de
catorce años que sacaba varias fotos con la polaroid para tener una buena sin
la raya en la cara del protagonista. He
llegado a pedir prestado el televisor en casas de padres de amigos, en el medio
de un cumpleaños, para ver el final de la temporada tres de “Chicago Hope”, en
los inicios de internet y cuando aún no podías confiar en una repetición y
cuando MTV o HBO eran un proyecto que estaba tomando forma pero llegaría, como
siempre, con “delay” a este país. No me
importaba, también consumía “La Banda del Golden Rocket” y a futuro muchas de las
tiras y miniseries de la recién nacida productora nacional “Pol-ka”. Está visto que lo mío es la evasión, no la impositiva
que es la más frecuente en este país, la de la cabecita…esa nave que te lleva a
todas partes sin moverte de la silla.
Podría nombrar infinidad de sitcoms, unitarios nacionales y
series americanas de las cuales fui fan al punto de perder el apetito (síntoma
rarísimo en mí). “Friends”, “Lost”, “Grey’s
Anatomy”, “Tratame bien”, “Vulnerables”, “Graduados”, “Will & Grace”, “Mad
about you”, “Poliladron”, “The Nanny”, “Dr. House”, “Mujeres asesinas”, “The
Big Bang Theory”, “The Sopranos” y tantas otras hicieron que perdiera la cabeza
quedándome hasta altas horas de la madrugada haciendo sesiones maratónicas en
internet para convertirme en un zombie que deambulaba en remera y pantuflas
balbuceando epítetos indescifrables porque el sodero me tiraba la puerta abajo
y me había llevado puestos tres muebles en mi loca carrera hacia la puerta con
apenas dos horitas de sueño. Ni que
hablar de quemar la comida; encandilada, boquiabierta y dura como estatua de
mármol, mirando a Kate y Sawyer (parejita de “Lost”) tener sexo en una jaula
para osos polares (por enésima vez y en un frenético loop de youtube con música
de Hoobastank). No contenta con las
series americanas, mis amigas españolas, más precisamente Maite (a quien amo
porque entre viciosos nos conocemos), me entregó desarmada y sin anestesia en
las fauces de “Los hombres de Paco”.
Puedo confesar con vergüenza que tengo toda la serie (la ví por lo menos
tres veces) y cuanto video de youtube hiceron las fans con la historia de Lucas
y Sara (los protas principales).
Por supuesto, y luego de haber dejado los culebrones atrás,
ufanándome de que lo mío era la tele más elaborada, me encargaba de gastar a mi
amiga Alejandra quien se jactaba de encerrarse en su habitación en pleno verano
con el aire acondicionado al mango, despatarrada en la cama en sesiones
maratónicas de culebrones vespertinos.
Con tres hijos y un cobayo, es un milagro que los “otrora infantes en
edad escolar” hayan sobrevivido durante los trances epiléptico-televisivos de
Ale. El cobayo no tuvo tanta suerte,
falleció insolado mientras Rolando Rubén Jerónimo Ayala Inchauspe Iturralde
contraía matrimonio con su mucama.
Entonces llegó “Binbir Gece” o “Las mil y una noches”, y la
señora que se jactaba de no mirar culebrones en su adultez (moi), cayó en las redes
de un intrincado velo turco diseñado exquisitamente para mantener
conversaciones tete a tete con el punto G de cualquier fémina con dos
microgramos de estradiol en sangre. Mis
inicios no fueron muy buenos, apenas pude sobrepasar la primera escena puteando
porque a esa hora no había nada para ver sin subtítulos y que valiera la pena
(mi vieja no ve bien y poner de acuerdo a cuatro personas de diferentes edades
en cuanto a determinado contenido es más difícil que hacer sushi con
fideos). Mi vieja insistía y con tal de
no escucharla, siempre cuando mi hijo se hubiera esfumado detrás de un sonoro
portazo, le daba el gusto criticando su pésima elección. Escenas que al principio me parecieron lentas
como esperanza de pobre, miradas y revoleo de ojos interminables, además de
nombres impronunciables; hicieron que rechazara de plano la idea de mirar esa “porquería
melosa”. Mi vieja, firme en su silla de
ruedas frente al televisor, me hacía señas para que dejara de putear para que
pudiera escuchar lo que un tal Onur le decía a una señorita que se negaba a sus
continuos embates románticos. Así fue
como lavando platos comencé sin darme cuenta a infectarme, cerrando la canilla
para escuchar un diálogo y preguntándole a mi madre porqué fulano le había
dicho tal cosa a sultano. El día siguiente no solamente cerré la canilla, dejé
los platos sucios y me fui acercando (como una polilla a la luz) al
televisor. Al principio paradita, para
no ceder a la vergüenza de admitir que había algo que estaba bueno…y a los
gastes de mi vieja que es mandada a hacer para refregarte por la nariz tus
errores. Después ya no me importó nada,
colgué el cartel de la enfermera con el dedito sobre los labios haciendo “SHHHHH”
dándole la bienvenida a mi locura y la prohibición de hablar sobre los
parlamentos de Onur, Sherazade, Kaan, Kerem, Benu y la madre que los parió (que
es turca/o).
Como no entendía nada, solamente que algo o alguien le
hablaba a mis enloquecidas hormonas, abanico en mano me sometí a una sesión
maratónica de cuatro días para ponerme al día con la historia. No contenta con esto, investigué a los
actores, viajé con Google earth por Estambul, me bajé la música y miré cientos
de videos de fans en internet, además de entrevistas y fotos de todo el elenco. Por supuesto espié lo que se viene a futuro,
pero para no arruinarme del todo la sorpresa lo hice en idioma original. Como no entiendo una mísera palabra, porque
el turco es más difícil que el gaélico, el sueco y el sánscrito, veo cosas al
azar sin auto traicionarme demasiado. Lo
más frustrante es haber gastado al mejor amigo de mi hijo porque sus padres
estaban hace quince días como yo estoy ahora. También lo hice en el muro de mi
amiga Cecilia que había puesto una foto de Onur (el prota, pelado, ojos azules,
barba de tres días y una cara promedio…ni ahí el típico galán “Ken” de
telenovela), riéndome de sus amigas porque confesaban estar muertas por este
caballero turco que de caballero no tiene nada porque la novela comienza con un
super dilema “¿qué estarías dispuesta a hacer para salvar la vida de tu hijo?”,
cosa que el caballero aprovechó para ofrecer el dinero necesario para eso por
una noche con la madre del niño enfermo.
Claro que el tipo no lo sabía, pero le dio para que tenga igual sin
remordimientos. Esos vinieron después,
cuando se enteró que la señora en cuestión había cedido a la propuesta
indecente por motivos demasiado importantes como para disfrutar del encuentro y
mucho menos para morir rendida a sus pies.
Así que el pobre pelado no solamente se sintió una basura, se enamoró
perdidamente de una mujer que no lo quiere ver ni en el reflejo del agua del
inodoro.
Onur, resentido con las mujeres porque ya lo habían
traicionado feo, veía en ellas a la vaca que te hace acordar que te quemaste
con leche. Así fue acumulando a lo largo
de los años el lácteo, pagando de vez en cuando por un ordeñe fugaz en un hotel
de lujo y montando un caballo para no olvidarse los movimientos en el caso de
necesitarlos (nunca se sabe). Lástima
que no preguntó en Argentina y Chile, había varias que le hubieran hecho el
favorcito gratarola. La cuestión es que
el pobre infeliz prueba las delicias de la piel sherazádica y muere bajo el
embrujo de una mujer que tiene la peor mala leche del planeta (auspicia este
bloque “La Serenísima”). La piba tiene
un hijo con leucemia, un marido muerto a quien los suegros habían negado por
haber elegido a una mujer que ellos no aprobaban para casarse. Encima le echan la culpa del accidente que lo
mata. El suegro se niega a prestarle el
dinero para salvar a su hijo, la retan en el laburo por llegar tarde porque
todos los taxis de Estambul se meten en un embotellamiento cuando Sherazade
está adentro del auto. Con el hijo
internado y su vida dependiendo de setenta y cinco millones de pesos (que no
junta ni vendiendo dos autos y una vaquita de sus amigos…que son menos de
tres), tiene que dar cátedra sobre un proyecto millonario en Dubai. Por supuesto y como era de esperarse, además
de mendigar dinero a cambio de sexo, le toca esquivar el acoso sexual del socio
de su amante por una noche (ambos sus jefes).
Con la soga al cuello y viendo que esos setenta y cinco millones
equivalen a cinco autos de alta gama/un departamento/la lotería de Navidad/medio
portaaviones o dejarse entrar por un turco que trajeado no está tan mal…obviamente
opta por lo último (una verdadera ganga).
Cuando el turco se percata de que la señora, lejos de ser
una mujer inescrupulosa que se revuelca por el vil metal es una madre
desesperada, se le viene el Holding Binyapi encima (así se llama la empresa de
la cual es propietario junto a su socio, el que también está enamorado de la
mamita y arquitecta premiada, a cargo del proyecto más ambicioso de la constructora). Para colmo de males, y antes de saber la
verdad, Onur y el objeto de su ardorosa calentura se van juntos a Dubai (con el
pibito internado saliendo de un trasplante de médula ósea y al cuidado de su
donante rusa devenida en niñera y madre substituta). Ahí, el turco le ofrece más dinero por otra
noche como la de anoche, que estuvo buenísima aunque dudo que ella haya
siquiera movido un dedo, mucho menos orgasmearse con las artes amatorias de un
señor que hacía rato que no la ponía. No
se sabe muy bien de esa noche, suponemos que duró un suspiro por la abstinencia
auto impuesta de Don Onur y porque no creo que la meta haya sido que ella viera
pajaritos de colores en cinemascope al mejor estilo “Fantasía” de Disney. Pero volviendo a Dubai, la señora lo saca
cagando aceite (perdón pero no pude ser más fina), y le corta el mambo
turco-lover con una mirada de odio que le enruló los pelos del pecho.
Vueltos a Estambul, el empresario se entera de boca de su
señora madre, una reverenda hija de puta manipuladora y más interesada en sus
acciones en el holding que en la felicidad de su retoño, que el hijo de su
amante por una noche padece leucemia. En
realidad se entera de que tiene un hijo, y eso de por sí es un inconveniente ya
que mintió para conseguir el trabajo, y a pesar de ser una profesional multi-premiada,
el lastre de un hijo acá y en la China es un escollo a la hora de conseguir un
trabajo decente. Menudo problema, el
socio quiere flexibilizar las reglas del holding para contratar más mujeres con
hijos, sobre todo si están tan buenas como la morocha a la que se quiere tirar
en cuanto ponga un pie en su yate (porque Don Kerem vive en un yate, las delicias
de un millonario soltero a quien su madre emplaza para que la haga abuela
ASAP). La disyuntiva es despedirla o
conservarla y ambos deciden conservarla y disputársela sórdidamente planeando
viajes y proyectos que incluyen escapadas a todas partes donde haya un hotel
cinco estrellas. Como si esto fuera
poco, sabiendo que el talón de Aquiles de Sherazade es su hijo, ambos se
desviven en atenciones hacia el pequeño, cosa que para dos excéntricos
millonarios solterones es una utopía.
Sin saber ni cómo se le habla a un infante, que encima huele a dos
kilómetros las intenciones de enhebrarse a su madre, ambos se deshacen en
atenciones hacia el pibito que en el doblaje tiene la vocecita de Bob Esponja
(pero ralentizada).
Don Kerem tiene la ventaja de un prontuario limpio y al
principio de la novela le gana por varios cuerpos a un Onur que deberá borrar
de la memoria de su enamorada, los recuerdos de la famosa “noche negra”. La fatídica noche donde ella vistió de negro
para enterrar su dignidad a cambio de un bolso con billetes y él habrá hecho
que cada mango que se gastó valiera la pena (de lo contrario no se entiende
porqué ella está tan enojada y/o el dolape es un pésimo amante). Es entonces como en los albores del culebrón,
el cancherito Kerem la salva de las llegadas tarde y decide continuar con el
contrato de su arquitecta estrella poniendo todas las fichas en un inminente
volteo náutico. Lo que desconoce el
socio de Onur es que el pelado juega sucio y labura hasta de noche en una
alocada carrera que tiene por objeto ganarse la confianza de Sherazade. Recitando poemas que hacen caer las bragas
mundialmente y en varios idiomas, el Don consigue luego de diecisiete capítulos,
tomarle las manos y que ella no le arranque una falange con los dientes. Un avance es un avance. Mientras tanto Kerem insiste con el pibito al
que casi tiene en un bolsillo y al borde de llamarlo “papá” aunque en un paso
previo pronuncia “tío” ante la mirada embobada de la madre que se sonroja
tímidamente.
Pero volviendo a la mujer con la peor suerte en el planeta
tierra, en menos de veinte capítulos le pegan un tiro en una pierna y la cagan
a trompadas hasta quedar desfigurada.
Léase desfigurada en un culebrón: un leve moretoncito en el labio
inferior color lila tenue para que luzca preciosa aún reventada. Como en todo culebrón que se precie de tal,
la chica tiene mala suerte pero una amiga con un corazón de fierro que le
donaría las córneas y hasta le prestaría el dorima si fuera necesario. También una suegra (del difunto marido) que
se deshace en atenciones y logra con mucha paciencia que su marido acepte que
tiene una nuera y un multiúnico nieto varón.
Obviamente esto sucedió cuando el hijo varón casado con una de las malas
requetemalas de la novela lo decepciona embarazando a su amante, robándole y
dejándole en casa una bomba atómica que no para de darle disgustos: la nuerita
psicótica, envidiosa e histérica que vive haciéndole la vida miserable. En comparación, ahora el hijo negado es una
maravilla y la nuera vale oro, el oro que no quiso largar para salvarle la vida
al nieto que es la nueva luz de sus ojos.
Y como si esto fuera poco, en cuanto la madre de Onur intuye que esta
chirusa viuda y con hijo podría convertirse en su nuera, dedica las
veinticuatro horas del día a joderle la vida a su propio hijo humillando a la
pobre morocha que se ofende hasta cuando la miran fijo.
En cuanto a Onur, el tipo la sigue peleando…como una canilla
que gotea siempre en el mismo lugar hasta dejar una mancha de sarro, luego de
veintinueve capítulos logra un abrazo.
Luego serán choquecitos de frente, besitos de mejilla, caricias en el
antebrazo y hasta el capítulo treinta y pico no se viene el pico. Digo pico
porque en esta novela las lenguas brillan por su ausencia, los besos vistos
hasta ahora solamente son roces de bocas semiabiertas filmadas en ángulos que
sugieren un chupón sin mostrarlo. Encima
de costarle comerle la boca tiene que lidiar, como buen pollerudo, con una
madre que pretende inmiscuirse en su cama controlando a quién le baja la caña
el turco (que está siempre de mal humor porque la madre no lo deja ponerla
donde él quiere y donde él quiere no se deja).
¿Qué tiene de atrapante esta novela que vuelve loca a la
gente y sobre todo a las mujeres?
Disyuntiva ética: Acostarse por dinero para salvar la vida
de un hijo.
Desequilibrio económico-socio- cultural: Ella es profesional
pero no tiene dinero, él tiene tanto que puede comprarse todo. Ella no pertenece a la alta sociedad, él se
codea con la crema de la sociedad y la política de su país y aledaños. Ella conoció el amor, él conoció el opuesto y
está resentido con las mujeres.
Situaciones extremas: Ella suele estar en peligro y él
siempre acude a salvarla. A él de vez en
cuando lo dejan al borde de la muerte, pero se aferra a la vida para abrir los
ojos y volver a recitarle poemas al oído.
Cualquier mina con dos ovarios en funcionamiento siente el aullido de la
naturaleza que la invita a procrear niños turcos acostándose con todos los
comerciantes del barrio de Once.
Planos interminables de miradas a quemarropa: Onur la mira
como si se la fuera a devorar despacito con palitos chinos. Las escenas de miradas pueden durar más de
treinta segundos donde uno siente la compulsión de hacer un clavado en el medio
del televisor para empujarlo encima de ella.
Es como asar un lechón en cruz para Navidad, se empieza el fuego a las
diez de la mañana y se coloca al chancho a las once, frente al fueguito para que
se cocine despacito. Para las diez de la
noche va a estar a punto de caramelo…eso va a hacer en el capítulo 128 y nos va
a tener a todas encadenadas al televisor.
Malas de libro de cuentos: Las malas de esta novela son unas
reverendas hijas de puta, pero son creíbles (a diferencia de otros culebrones
donde la mala está loca y armada hasta los dientes). Se muestran como yeguas envidiosas capaces de
dejar sin trabajo a sus enemigas o cagarle la boda al blanco de su ira con manipulación
y mentiras. Odian y se regodean en su
veneno lo cual hace que uno ame odiarlas aún más que amar al protagonista.
Disputa entre socios y amigos: El hecho de que dos hombres
que son como primos, además de amigos y trabajen juntos en total armonía hasta
que llega la arquitecta de los sueños húmedos de ambos es un condimento extra
ya que uno se pregunta cómo van a resolver este quilombo groso sin que se les
caigan las pestañas postizas a sus madres, que los quieren ver casados con
mujeres vírgenes, castas, fértiles, herederas de una fortuna millonaria y de
alta sociedad.
En fin, seguiremos sufriendo como perros por el amor
desencontrado de estos dos ignotos turcos que hasta hace dos meses nadie sabía
que existían. Veremos qué nos deparan
los guionistas y si en algún momento Onur y Sherazade coinciden en una cama
será porque las plegarias de varios fueron escuchadas!!!
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