Mi mamá me ama, mi mamá me mima?
Para entender a mi madre habría que empezar con mi
abuela. Esa tierna ancianita que apenas
puede embocarse la sopa de fideítos en la boca supo ser un Gendarme entrenado
por el Mossad en Israel. Con una lengua
viperina (o karateca, término engendrado por Moria Casán), la señora podía
pulverizar tu autoestima y desmembrar tu personalidad en menos de lo que canta
un gallo.
Volviendo a mi madre, que de esto se trata este post, ella
fue para mi hermana y para mí absolutamente TODO. Enferma o sana, felíz o triste, cornuda o
profundamente enamorada del hombre de su vida (que no fue mi viejo,
obviamente); la mina se encargó de estar presente siempre. A su manera, como pudo y con las herramientas
que tuvo a disposición; que a juzgar por la señora que la engendró fueron
escasas.
Mi abuela tuvo la desdicha de quedarse sin madre a muy
tierna edad, la encerraron en un Neuropsiquiátrico por loca; y según cuenta la
leyenda (porque no da para preguntarle, pero fue lo que me contó toda la vida
antes que el Dr. Alzheimer hiciera estragos con sus neuronas) el padre trajo a
casa a un ejemplar digno de una peli de Disney (una cruza perfecta entre
Cruella de Vil y Ades el Dios del Inframundo).
Según las leyes judías, el hombre que puede probar la incapacidad de su
mujer, puede volver a casarse y esto fue lo que hizo el padre de mi
abuela. La otrora “nena” entonces, y en
plena infancia no solo se queda sin madre, le encajan una mujer joven sin ganas
de criar la montonera de hijos que el super carnicero del Mercado de Liniers
había engendrado antes de conocerla.
Calculo, sin hacer mucha matemática, que la nueva esposa solo estaba
interesada en disfrutar de los billetes que el señor traía del mercado con las
unas ensangrentadas de cortar reses. Así
fue como se crió mi abuela. Sin madre y
con una reverenda conchuda de libro que escondía la comida, la bebida y la
encerraba en su cuarto con llave. Porque
la pequeña Berthita no debe haber capitulado sin ofrecer resistencia.
Cuando la nena tuvo la edad suficiente para escaparse, lo
único que tenía claro es que debía encontrarse con un ejemplar que la sacara
cuanto antes de ese infierno. Ahí llegó
mi abuelo, apuesto caballero con un buen empleo, de buena familia y de paso
cañazo CATÓLICO. Este pase de facturas a
un padre judío fue tan impecable como el desembarco de Normandía. Comenzaron a cartearse porque mi abuelo era
viajante para una empresa inglesa “Tornicroft” (aún conservo esas cartas
ardientes que para la época deben haber
sido hot y ahora son un librito de cuentos de primer grado). Poco a poco la relación tomó carácter de
“oficial” porque mi abuelo quería verle las rodillas y mi abuela quería verle
la cara a Dios (aunque luego profesó un ateísmo a rajatabla) anche rajarse de
esa casa maldita apenas le diera el pedigree.
Estimo que el padre, antes de seguir aguantando las escaramuzas entre
nueva esposa e hija insolente, rebelde y en pie de guerra optó por la medida
quirúrgica que más le convino: ponerle un moño en la cabeza entregándosela en
matrimonio a mi abuelo.
Como en todo cuento de hadas digno de los hermanos Grimm, la
felicidad para Berthita sería efímera.
Al poco tiempo de casarse notó que se había pasado de Guatemala a
Guatepeor. Se había ganado una suegra
italiana con un carácter repodrido, buena mina, pero con mecha cortísima y sin
ganas de aguantarse los desplantes de una rebelde enojada con el género humano
en su conjunto. Para ella hubiera bastado
con mi abuelo, él era el principio y el final de toda su existencia. Así que su prole (mi vieja, mi hermana y yo)
solo vinimos a ofrecerle una involuntaria competencia. A mi abuela, que según mi vieja se le notaba
cuando había tenido sexo porque se levantaba cantando boleros, le llenaron la
cocina de humo antes de que se avivara que semejantes calenturas tenían un
precio o daño colateral casi inmediato.
A los nueve meses viene una cosa que llora, grita, se caga, se mea y se
convierte en la debilidad de su marido.
Así fue como Mirthita, a.k.a. “MAMITA” vino al mundo. La “víbora” según mi abuela, vino a destrozar
la armonía marital y lejos de venir con un manual de instrucciones, llegó para
llenarle el culo de preguntas. Menos mal
que estaba su suegra, Catalina, para decirle qué hacer con ese demonio rubio
que gritaba hasta que los pulmones le quedaban como dos globos aplastados. Pero para darle la derecha a Berthita, ella
nunca supo cómo se hacía para criar hijos, rol que se aprende imitando a la
madre que uno tiene enfrente o alguien que ocupe con idoneidad ese laburo tan
difícil y vital en la educación de los hijos.
Tampoco había un Dr. Socolinsky en la tele y digamos que en esa época mi
abuela no gozaba de muchas amistades ya que se había pasado el ochenta por
ciento de su corta vida encerrada como Rapunzel en el altillo. Así que sin modelo a seguir, Berthita se
encargó de sacar adelante con vida a Mirthita.
Hasta ahí llegó su amor. No lo
digo yo, me lo dijo siempre mi vieja “tu abuela nunca me quiso” y a juzgar por
su comportamiento, el que yo pude observar a través de los años compro la
versión de ella.
Mamita, de ahora en adelante “la caprichosita” se convirtió
en hija única y el talón de Aquiles de mi abuelo Guillermo. Se ve que a mi abuela la experiencia maternal
le fue tan placentera que se arrancó los ovarios con la mano y se los dio de
comer a los perros. O no tuvo más sexo,
cosa improbable porque siempre tuvo miedo de que le roben al marido (es el día
de hoy que amenaza a las compañeras del Geriátrico para que no se les ocurra
posar su mirada en su buen mozo caballero, fallecido hace más de treinta años). Pero para comprender a mi madre hay que
volver indefectiblemente a mi abuela.
Son como el yin y yang, opuestos que se atraen, interdependientes que se
consumen y generan entre sí…un nudo difícil de entender si uno no las hubiera
visto en acción. Mi abuela tildaba a mi
vieja de caprichosa insoportable y mi vieja buscaba refugio en la casa de su
abuela Catalina (la tana de pocas pulgas).
Ella se la pasaba todo el día ahí en busca de cariño y de alguien que la
iniciara en todos los vicios que la consumirían a lo largo de su vida. Aprendió a jugar a las cartas con tanta
habilidad que hubiera dejado dando lástima a los participantes de Poker Stars. Prendió sus primeros rubios a los catorce
años en el patio de la casa de Morón hasta convertirse en una fumadora
compulsiva. Ni la muerte temprana del
hijo menor de Catalina “el famoso Tío Coco”, por efisema, pudo iluminar a mi
madre a tiempo para largar el faso.
Calculo también, que en esa infancia plagada de amor y vicios, Catalina
le habrá hecho probar sus primeros vasitos de grapa, licor y el auténtico café
“petróleo” del que mi vieja sigue siendo fan absoluta.
Con una madre que siempre le hizo saber que su presencia era
una molestia, no es raro que mi vieja haya pasado la mitad de su vida adulta
gritando a los cuatro vientos “no la quiero”.
Toda una declaración de desamor que tiene un digno justificativo. Sin juzgar, solamente repasando los hechos
tal cual uno los ha escuchado y vivido.
Mi mamá, se fue convirtiendo de a poco, en la locura de mi abuelo. Vino a cubrir la necesidad de “socia en la
joda” que mi abuelo necesitaba. Fue un
buen padre, doy fé. La llevaba a nadar
en la playa, le enseñó a manejar antes de que llegara a los pedales y mientras
estuvo con vida accedió con ternura y locura a todos sus caprichos hasta iniciarla en los juegos de azar (vicio que la acompañaría desde el Casino hasta el Bingo mientras la billetera y el cuerpo aguantaron). Con la corona de hija única patinándole en la
nuca, mi vieja no dio demasiado laburo a nivel estudio; se encargó de cerrarle
bien el culo a la madre para que no tuviera oportunidad de rezongar por
nada. Buena estudiante, buenas
calificaciones, Reina de belleza escolar, llegó a desfilar en una pasarela y
salir en un diario (que mi abuela secretamente conservaba en una caja de
zapatos junto con otros recuerditos como sus cartas “hot” y una foto de su
padre). Así se gestó la rivalidad entre
estas dos mujeres. Mi vieja era
preciosa, mi abuela antes de pasar por un quirófano era la hermana menor del
Conde Olaf (de Lemony Snicket); siempre basándonos en los cánones de belleza de
la época y la presión social que existía y existe con respecto al aspecto
físico de la mujer. Sin embargo, para mi
abuelo, la Condesa Olaf le había cerrado desde un principio. Claro que todo principio tiene un final y en
este caso fue una cirugía descomunal que mi abuelo pagó satisfaciendo uno de
los tantos
Mi abuelo, a quien furtivamente pude verle un testículo
fugitivo en la playa que se escapó de un suspensor flojo, era demasiado bueno
(cabe destacar que la experiencia, a mis quince años me llevó a terapia de un
fulbazo en el orto). Pero retomando el
testículo de mi abuelo, con los años rebobinando la escena de la playa (no sé por
qué escucho de fondo en mi cabeza “no culpes a la noche, no culpes a la playa”
de Luismi); me sorprendió el tamaño de esa bola. No porque fuera inmensa, sino porque buscaba
aire desesperadamente y porque conociendo a mi progenitora y a la suya, mi
abuelita…me sorprendió que no arrastrara ambos escrotos por la arena dejando un
surco del tamaño que deja el rastrillo que pasa el carpero del balneario a las
19 hs. buscando puchos y objetos de valor.
Si mi abuela hubiera sido una enfermedad, hubiera sido una venérea, si
hubiera sido un político, hubiera sido Margaret Thatcher, si hubiera sido un
bicho, hubiera sido una ladilla.
Molesta, inconformista, insatisfecha, rebelde, egoísta y celosa; ella
quería a mi abuelo todo para ella. Y
todo lo que tenía mi abuelo también.
Nunca supo muy bien expresar cariño a nadie salvo a su pareja, le daba
todo a él y al resto los restos. Lo
cuidó como un Rey y pocas personas pudieron entrar a ese palacio que ella
construyó para él. Su siesta era
sagrada, sus mates eran sagrados, su ensalada de palmitos con pollo era
intocable (inclusive para nietas que venían de la playa con la hambruna de ocho
horas al sol metiendo panza sin ingerir ni media gota de otra cosa que no fuera
Tab o agua mineral). Pero mi abuelo,
ningún boludo y criado por una madre amorosa, supo desarrollar afecto hacia sus
descendientes; hacía todo de zurda para no violentar a su precioso collar de
melones. Así es como mi vieja gozó de
autos Okm., dinero para gastar en ropa y la anuencia para casarse con mi papá;
que calculo, a los ojos de la vieja sería un “tarambana” (modismo argento para
nombrar a alguien alocado e informal).
Entonces mi abuela brindó con cara de orto en todas las
fotos del casamiento de mis viejos.
Todavía no sé muy bien si le molestaba mi papá, le jodía que mi vieja
fuera feliz o que existía lo posibilidad de que mi vieja siguiera engendrando
competencia para su afecto hacia mi abuelo.
Lo que pasó, pasó. Aparecimos mi
hermana y yo, no en ese orden, pero vinimos a terminar de cagarle la vida. No es que no le cayéramos en gracia. Éramos divertidísimas, confinadas al lavadero
y la habitación de la empleada doméstica (que se suicidó cuando éramos chicas,
igual que una hermana de mi abuela…no hay que ser Sherlock Holmes para darse
cuenta que mi abuela era más dolorosa que la formación del Sarmiento encima de
tu cuerpo). Tuvo que desaparecer mi abuelo,
lamentablemente, para que mi abuela comenzara a encontrar amor donde antes no
lo veía. Lo encontró en su empleada
doméstica, Mercedes y en sus hijos. No
puedo negar que tuvo atisbos de cariño con nosotras, sus nietas verdaderas, de
vez en cuando (y si agarraba una buena racha en el Casino) nos tiraba dinero
para comprar bikinis en Mar del Plata.
Pero hizo con nosotras lo que a ella le hizo la mujer de su papá. La heladera prohibida, el baño para mear los
centímetros cúbicos justos y a la hora correspondiente, el calefón se apaga a
tal hora y si no te bañaste fuiste. Su
departamento de la playa era SUYO, y nosotros siempre fuimos infiltrados,
ocupas. Andaba detrás nuestro
revolviendo placards en busca de material prohibido (calculo que marihuana,
pornografía o alguna excusa para mandarnos de vuelta a nuestras casas). Hasta el uso del teléfono era cronometrado
religiosamente con un Rolex de pulsera que usó hasta que la taclearon en la
Avenida Santa Fé y le arrancaron de la muñeca.
Retomando a la madre que me parió, que es la que nos
interesa en esta entrada del blog. ¿Qué
se podía esperar como resultado de semejante crianza? Les cuento.
Una fumadora compulsiva que pitaba hasta con broncoespasmos, que
encendía cigarrillos cada dos horas de noche ya que el cuerpo se lo pedía a
gritos sin dejarla dormir (matizaba un faso y una cucharada de jarabe
antitusivo). Llegó a fumar en la
habitación de mi hijo de tres años que sufría de los bronquios, la tuve que
echar de mi casa a las tres de la mañana en camisón por desobediente “no fumes
en la habitación de mi hijo por favor”- le había advertido previamente. Le suplicamos con mi hermana que deje de
fumar por su bien y el de toda la gente que la rodeaba. Se jactaba de que la ley de prohibición de
fumar en bares no estaba implementada en provincia poniendo el brazo detrás de
la silla tirándole el humo en la cara al bebé de la mesa contigua. ¿Qué se podía esperar de esa crianza? Una mujer adicta a todas las adicciones
posibles menos las sanas. Su vida, una
vez desaparecido el amor de su vida, Juan Carlos (segunda pareja con cama
afuera), fue en caída libre hacia el estrellato. El estrellato contra una pared de hormigón
que la dejó postrada, sin motivos, sin amigas y con dos hijas que intentan
satisfacer sus caprichos como lo hiciera mi abuelo pero con escasos recursos.
Sin embargo, supo reponerse de una adicción al alcohol, que
siempre me dio mucho orgullo sabiendo a ciencia cierta que muy pocos pueden
salir sin volver a caer. Mi vieja
permanece sobria hace treinta años y desde hace cuatro años los tres atados de
Colorado que se fumaba por día pasaron a la historia. Supo, con entereza y voluntad, deshacerse de
sus dos mejores amantes. Eso me llena de
admiración y encuentro una virtud donde muchos verán un defecto de
fabricación. Y si, digamos que su
fabricación estuvo llena de errores, hay que ser muy hembra para digerir tanta
mierda y no convertirse en una cloaca grande como la pileta de GEBA. Nunca faltó a un acto escolar, hecha percha,
agarrándose de las paredes yo sabía que estaba ahí por su tos seca de fumadora
empedernida. Era la que me llevaba a los
mejores médicos y dentistas, la que a regañadientes me daba todos los gustos y
hasta supo cocinar bastante bien aunque mi viejo opine lo contrario. Yo sabía que podía contar con la mina. Me iba a buscar a los cumpleaños de quince en
plena dictadura militar, en camisón con un impermeable encima, y repartía a
todas mis compañeras en diez cuadras a la redonda. Me llevaba a la peluquería y yo sabía que
podía compartir con ella solo unas pocas cosas que teníamos en común. Porque nunca la embocó con un regalo, creo
que porque no me conocía y para ella un libro o música era tirar la guita. En eso compartía más cosas con mi hermana,
por eso nunca entendí por qué me regaló una reposera para mis diecinueve años
para tomar sol cuando fui anti Febo desde que nací (y mi hermana un miembro
dilecto de las “Adoratrices del Rey Sol y Rayito de sol filtro menos veinte”).
Mi vieja ahora, habiendo gastado sus balas como mejor le
gustó, sin aceptar consejos ni sugerencias; soberbia, petulante e independiente
se ve confinada en un departamento que logramos salvar de la timba (algo que
solo frenó la falta de divisas, esto no fue una mera derrota al vicio)
entregando sus días a dinamitar nuestras neuronas con culpas y demandas que
lamentablemente no podemos satisfacer aunque quisiéramos. Hablar con ella es escuchar una lista de
quejas sobre la factura del celular, el pésimo servicio de cable, los dólares
que cree le sobraron de alguna transacción inmobiliaria espolvoreando la
semilla de la duda como si no fuera ya bastante duro ver a Carola Casini
(porque mi vieja era un as del volante, una maravilla a la altura de Fangio)
que apenas se puede desplazar de la cama a la cocina. Llamarla es entrar en línea directa con una
fábrica de miedos y una destilería de culpas que, ya le advertí, entiendo no lo
hace para perjudicarnos porque estoy segura de que nos ama con locura; pero que
termina evitando el contacto porque hablar con ella es como tomar un litro de
ácido muriático on the rocks. Horada por
dentro, sus latiguillos son “pooooobreeee” (si se entera de que nietos o hijos
están laburando, porque para ella laburar es una maldición gitana,
evidentemente) o su consabida “tengo miedo de que…(completar con lo que se les
ocurra)”. Es portadora de todas las
noticias nefastas del planeta ya que se alimenta a noticieros que presagian
plagas, accidentes en las rutas que transitan nuestros hijos, incendios en
boliches, asesinatos, robos a mano armada y todo aquello que pueda paralizarte
en menos de cinco segundos como el veneno de la Black Mamba (la serpiente
venenosa de Kill Bill). A veces entro a
ducharme y puedo escuchar la explosión del termotanque, puedo ver a mi hijo
incrustado debajo de un camión a mitad de la noche o a mi sobrino preso por
tenencia de estupefacientes en algún país latinoamericano.
Eso genera mi vieja, ese extraño trago semi-amargo, mezcla
del Campari que tanto le gustaba con un poco del dulzor de una naranja. Por momentos escucha, entiende y hasta
aconseja bien. Por momentos querés
estamparla contra una pared hasta que se le impriman los ladrillos en todo el
cuerpo. Por momentos querés acurrucarla,
acunarla hasta que se duerma y no le duelan más las piernas, y a los dos
segundos querés salir corriendo hasta La Paz-Bolivia para aprender a hacer
artesanías y darle la mano a Evo. La
extrañás, la pasás a buscar y en cuanto te trajeron el café querés troquelarte
las venas con la cucharita. Tiene ese
poder fascinante, endiablado, hipnótico de atraerte para derribarte como un
misil tierra aire. Te dinamita la
autoestima (como lo hizo mi abuela con ella) esbozando “me parece que tenés
unos kilitos de más”, “te dejaste los rulos? Ahhhh bue, más rubio y más lacio te queda mejor”. A ver mamá: siempre voy a tener unos kilitos
de más porque me gusta morfar y chupar.
Me gusta leer, escribir, ver la misma peli que me gustó cien veces
(aunque para vos esa sea una extraña adicción), me gusta tener amigas jóvenes
(y eso no me convierte en una freak pendevieja) porque me nutren de alegría,
música, recomendaciones de cine y teatro y porque me contagian su
entusiasmo. Siempre tuve rulos, lamento
haberlos planchado sistemáticamente para complacerte (primero con la toca,
después con la planchita y luego el alisado) y temerle a la humedad y la
neblina como si fueran la nube de Chernobyl.
Lamento no ser la flaca lacia rubia de tus sueños, no voy ni quiero ser
Valeria Mazza. Soy yo, la que te cocina
los fideos que te gustan y las milanesas con mucha provenzal. Lamento también el daño que te hizo tu madre
y lamento el daño que le hizo a ella su madre; porque tu vida hubiera sido
diferente si te hubiera criado alguien con dos dedos de frente y un poco de
amor aprendido en el calor de un hogar sano.
Sin querer, sin un propósito de destruir pero causando idéntico daño,
dinamitaste nuestras cabezas. Sé que si
te dieras cuenta llorarías hasta el 2018, por eso te sigo buscando con algunas
licencias como sacar la cabeza del agua de vez en cuando para respirar, y
volver a sumergirme en tu inframundo oscuro y lapidario, sentencioso y
prejuicioso. Estoy segura de que nos
querés, estoy segura de que te quiero.
Pero es difícil sostenerse en pie cuando hay un tsunami de tragedias,
demandas y quejas a tu alrededor.
Pero, si hay algo que redime a mi madre es su producto, sus
hijas. Estamos lejos de ser perfectas,
estamos llenas de temores, conflictos, defectos de construcción y errores que
ya no sé si curan un Psicólogo o una tortilla de clonazepam. Pero somos dos buenas personas, honestas,
laburadoras, buenas madres y sobretodo buenas hijas. Algo de lo que hiciste funcionó bien,
lograste sobreponerte al modelo, a la educación y a pesar de las contras
construiste esto que somos.
Espero que el “Todo sobre mi madre” de mi hijo, si algún día
lo escribe, pueda contar con un poco más de cosas bonitas. Seguramente va a tener una lista de cosas para
reprochar, espero haber cometido errores nuevos, de esos que no pude ver en mi
madre y mi abuela. Espero no haber
tropezado con las mismas piedras, haber aprendido o heredado lo bueno y evitar
aquello que pude identificar en carne propia…duele como la puta madre. El amor, deformado, encriptado y enviciado
llegó. No sé cómo pero llegó. Ojalá esté llegando ahora, al bisnieto de
Bertha, al nieto de Mirtha y al hijo de la que suscribe.
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