Aquella boba que pulula en los patios de las escuelas como
los globos en los cumpleaños
Ví un comercial de un auto que refrescó mi memoria. Mi hijo acaba de terminar el Colegio
Secundario y se inscribió en la Universidad.
Como corolario de toda una vida escolar, escribí en el muro de mi Facebook
algo así “Ya cumplí, forré cuadernos, le
conté la historia de Egipto y la Revolución Francesa, le expliqué matemáticas,
pintamos planetas, germinamos porotos, fuí a verlo actuar a los actos y me fumé
todas las reuniones de padres. Lo llevé y me lo traje junto con dos o tres
compañeros. Preparé nesquik para una banda, organicé campamentos y pyjama
parties. Me amargué con una mala nota y festejé cada triunfo. No sé si será un
sabio pero estoy segura de que es una buena persona y que siempre voy a estar
orgullosa de él (aunque a veces lo quiera estampar contra una pared).” Cuestión que en un breve pantallazo resumí lo
que fuera para mí la vida de madre de un niño en edad escolar y de algunas
maestras que se llevaron todos los premios en cuanto a estupidez y el pedazo de
viaje lunático que tenían en la cabeza.
¿Cómo saber que te ha tocado una maestra paparula?
Habla con un tonito y una cadencia digna de una tortuga
adicta a la marihuana (si es que la tortuga pudiera hablar). Le habla a un ser humano que puede recitar
las doce mil guarangadas del diccionario lunfardo de memoria, como si fuera un estúpido
hipoacúsico, no vidente y subnormal. Pronuncia
cada palabra con una dicción tan marcada que generalmente escupe al chico
en la cara (ya que para hablarle baja el cogote como una jirafa y se le pone a
dos centímetros de la cara).
Tiene cara de feliz cumpleaños perenne. Más que una sonrisa es una mueca digna de
Michael Jackson después de la vigésimo sexta cirugía facial.
Te llama “mami” más de veinte veces por día y suele
propasarse en gestos y aspavientos.
Te pide que forres seis cuadernos, dos cajas de zapatos y un
arsenal de libros con papeles de determinado color (todos distintos y difíciles
de conseguir). Y que a todo le pongas
nombre. Hasta los calzones sucios van
tatuados con el nombre, como si uno los fuera a conservar como trofeo de
guerra.
Te pone reunioncitas cada quince días en horarios en los que
uno está trabajando u ocupando el tiempo para pintarse el pelo o ir al
dentista. También te convoca para que lo
veas recitar, cantar, amasar choricitos con masa, masticarse a un compañerito,
tocar los toc-toc, lavarse las manos solito, reconocer su mochila en el
perchero, imitar al perro y la gallina y bailar el pericón.
Te llama a la salida, te frunce el ceño y apuntándote con el
dedo índice acusa a tu hijo de dos años de haber arañado a una compañerita que
resulta ser la hija de Chuky y bien merecido se lo tenía la perra esa.
Te invita amorosamente a hornear una tortita para treinta y
cinco pendejos. La misma debe tener dos
pisos, ser de vainilla, cubierta con grana de los colores del colegio y la cara
del cartoon de moda dibujada con grageas de chocolate sobre la superficie (como
si uno fuera un diseñador de Pixar).
Te sugiere visitar a la Psicopedagoga (la madre de todas las
maestras paparulas) porque tu hijo se mojó los pantalones (porque no le dio bola
cuando el crío pidió a gritos que alguien lo llevara al inodoro). Entonces argumentan que el “educando” tiene
problemitas y entran a hurgar en la vida de pareja de los progenitores con el mismo rigor científico con el
que Ventura y Rial analizan los problemas de droga de Diego Maradona.
Ya en la escuela primaria, es aquella que se indigna porque
el pibe no copia habiéndolo sentado en la última fila y no se da cuenta que el
alumno: NO VE UN POMO!
Es la que te inflama los ovarios llamándote todas las
semanas para “ponerte al día” con las últimas novedades de tu hijo. Que no sabe sumar, que no sabe leer, que se
distrae y la mar en coche. Si no
aprendió todo eso es porque VOS NO SABES ENSEÑAR SALAMINA!
También es la que se entusiasma con una ecuación de álgebra
que bajó de internet y no se da cuenta que es la misma que mandó a John Nash al
Neuropsiquiátrico. Seguramente la
respuesta correcta amerita un cónclave familiar y un par de mails a los foros
del Instituto Balseiro y el MIT de Massachusetts.
Es aquella señorita que todavía no es madre y no tiene puta
idea de lo difícil que es obligarlos a hacer la tarea, bañarse, comer verduras,
guardar los juguetes y largar la tele; entonces les pide que hagan una maqueta
del aparato digestivo con materiales descartables para MAÑANA!. Tarea para mamita, el crío se queda dormido
sobre dos maples vacíos de huevos que le dejan la cara cuadriculada, sobre la mesa de la cocina, a las once de la
noche mientras vos recortás piolines, lanas y hojas secas intentando fabricar
un intestino delgado de la nada sobre un tablero de telgorpor.
Probablemente sea la divagante que en su afán de inculcar “valores”
los tenga una hora parados en el patio con cuatro grados bajo cero porque
ninguno se digna a delatar al compañero que se tentó largando una sonora carcajada
cuando ella se confundió la letra del himno y quedó cantando sola sobre un solo
de piano de la vetusta grabación escolar.
Andan sueltas por los patios de los colegios. Gracias a Dios hay maestras geniales como
Patri, Andrea, Grachu, Elenita, Lulu, Susana y mi propia hermana. Son el antídoto para estas paparulas
escolares con cerebro de pájaro (como diría mi cuñado, que también es docente).
El comercial que inspiró el relato
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