La música
No podría precisar el momento exacto, el recuerdo más añejo
data de mis cinco o seis años. Nos
recuerdo a mi hermana y a mí bailando en bombacha y zuecos de corcho en el
patio de mi abuela, al compás de algún vinilo de colores editado por el
programa de tv auge del momento.
Canciones pasatistas y comerciales, pero super pegadizas que incitaban a
revolear los huesos aunque uno fuera una momia.
Recuerdo el aparato, un Winco regalo de alguna Navidad o Reyes. Una cosa semi-portátil del tamaño de una caja
de guitarra, que constaba de un parlante y una bandeja giradiscos.
Para la misma época, aprendía los primeros acordes de alguna
balada de Roberto Carlos, en las clases de guitarra del colegio. Y como si esto fuera poco, castigaba el piano
de la casa de mis abuelos paternos, leyendo pentagramas con cara de
erudita. Recuerdo haber jugado con el “combinado”
de mis abuelos. Un mueble gigante que
tenía una radio y una bandeja giradiscos y espacio para guardar los pesados
discos de pasta con grabaciones de jazz y música clásica que el abuelo nos
ponía para darle tregua a su castigado piano.
Luego vinieron mis otros abuelos de viaje, y con ellos una
bandeja giradiscos portátil color naranja rabioso, del tamaño de una cartera
que yo llevaba de aquí para allá con el multiúnico disco simple que tenía en
ese momento (la banda sonora de la peli “El Golpe”).
Mi papá fue quien supo alimentar mi adicción desde el
vamos. Y por suerte me expuso a música
que no hubiera conocido si no me la hubieran entregado servida en bandeja, en
bandeja giradiscos claro está. Jazz,
bossa nova, blues, tango, folklore, rock, reggae; cualquier colectivo me dejaba
bien. Ya a los diez años podía cantar la
mayoría de las canciones de Toquinho y Vinicius en un perfecto portugués y traducía
con avidez las letras de las canciones de Los Beatles.
Para mis doce años, la música se había convertido en una
adicción. Algo que no podía esquivar ni
postergar. Algo que me transportaba a
lugares felices, me inmunizaba de aquello que me disgustaba y me servía de
evasión cuando la realidad no era la más divertida del mundo. Recuerdo haber pasado horas con el dedo morado
sobre la tecla “REC” en un vano intento por capturar completa aquella canción
deseada que la radio mezquinaba o pisaba obligándote a comprar el cassette o el
long play. Eso, si uno tenía la suerte
de que el locutor habilitara los datos del cantante, de lo contrario iba a
pasarme horas escuchando la radio para hacerme del dato que pudiera juntarme
con esa melodía que me cansaba de cantar en la ducha.
Llegaría entonces el radio grabador y la pila de cassettes
con compilados de horas y más horas de grabaciones de radio con temas que me
ponían a bailar sobre la cama y cantar disfrazada con los camisones de mi vieja
y un colador haciendo las veces de micrófono.
Días enteros tirada en la cama escuchando Bee Gees, Peter Frampton, Sui
Generis o María Bethania (si, siempre fui de lo más ecléctica).
Con la llegada del Walkman pude darle rienda suelta a mis
gustos y escuchar a todo volumen aquello que me daba vergüencita porque no
estaba de moda. ¿Qué persona de 14 años
escuchaba a María Creuza o Frank Sinatra en pleno auge de Génesis o Kiss? Así fue como aprendí a despuntar la
clandestinidad del vicio que había tomado posesión de mi alma. Y fui por más. Le saqué a mi viejo sus auriculares
profesionales y los enchufé a su super equipo de música mientras me daba con
altas dosis de Supertramp, Paul Williams y una Rapsodia Bohemia de Queen cuya
pista erosioné hasta el cansancio.
Escuchaba y caminaba. Escuchaba y
bailaba. Y así fue como depilé la alfombra del living de mi casa hasta el
cáñamo. Enfrascada en ese mundo lleno de
acordes y colores mi vida era una película de Spielberg. Todo era mejor, todo tenía sentido; la
fantasía se apoderaba de mi cabeza para llevársela lejos de ese tercer piso del
barrio de Caballito donde mi familia se iba disgregando de a poco. Recuerdo haberme dormido con el walkman en
las orejas en el volumen más alto, para tapar las voces de mis padres que
discutían hasta altas horas de la madrugada.
La música era mi refugio, mi remedio, mi panacea.
Mis primeros ahorros fueron a parar a un disco de vinilo. Luego vinieron más y más. Cruzaba el parque Rivadavia para sumergirme
en las góndolas de la disquería de la esquina de Rivadavia y Campichuelo; con
un puñado de billetes y monedas fruto de algún regalo de cumple o simplemente
de la cartera de mi abuela Vicenta. Seru
Giran, Gilberto Gil, Stevie Wonder, Rod Stewart…cualquier disco era mejor que
una pilcha o un par de zapatillas.
Dinero mejor invertido no había, a mi criterio.
Entonces mi papá desembarcó con un órgano Yamaha y un
profesor de música a domicilio.
Convencido de que mi facilidad para escuchar era directamente
proporcional a mi capacidad para arrancarle un acorde armónico a algún
instrumento, me dejó en manos de un señorito de 23 años al que mi hermana y yo
volvimos literalmente loco. Cuando se
percató de que las clases no daban absolutamente ningún fruto en clave de sol y
el profe se divertía de lo lindo con nosotras, decidió cambiar por algo más
radical y enciclopédico. Entonces
apareció un señor bigotudo de unos setenta años y un aliento a caballo muerto
que voy a recordar hasta el fin de mis días.
Dotado de una mecha cortísima y un carácter de mierda, el Señor “Nomeacuerdosunombre”
incrustaba sus tres dedos del diámetro de un salamín tandilense en tres teclas
del piano mientras vociferaba “LAAAAAAAAAAAAAAA”. Recuerdo ese “LA” porque detrás de esa nota
venía una onda expansiva de olor a riachuelo que me tumbaba. Era preferible hacerlo bien de entrada, para
que el profe no tuviera que volver a gritar el acorde deseado.
Nunca pude aprender a tocar nada demasiado bien. Volví a incursionar en la guitarra con
idénticos magros resultados. Me conformé
pensando que mis dedos eran demasiado cortos para un FA que requiere las
falanges de Largo (el de los Locos Addams). Pero nunca pude abandonar mi
adicción a la música. Ella me acompaña
desde siempre. En las pelis y sus bandas
sonoras que he comprado sin asco. En las
series donde se la utiliza como un protagonista más y que en muchos casos me ha
ayudado a descubrir bandas y cantantes; pirateando como he podido desde el
Ares, el Torrent, Taringa, Napster y cuanto sitio de descarga gratuita se haya
inventado en este mundo. He empeñado mi
alma para comprar entradas para un recital, he vendido pulseras de oro para
comprar una edición limitada de la discografía completa de Pink Floyd (y no me
arrepiento), he pasado noches enteras sin dormir auto infringiéndome dosis
masiva de ocho horas non-stop de música.
El amor por la música fue tal, que quise inculcarle a mi
hijo desde el vamos, la gratificante sensación de escuchar una melodía bien
escrita y ejecutada. Recuerdo haberle
puesto auriculares a una panza de siete u ocho meses de embarazo para que mi
hijo pudiera escuchar a la Vargas Blues Band conmigo. Tuve el hijo perfecto heredero de tanta
pasión musical, un socio y compinche a la hora de compartir canciones y
recitales. Ahora con dieciocho años es
el quien me arrastra kilómetros de arena incandescente para participar de un
concierto de reggae playero. Demás está
decir que nunca he ofrecido resistencia alguna.
Y así fue como llegamos al 2012, a quinientas canciones
guardadas en dos pen drive de 4 GB. En
una pc con 2 terabytes de memoria para poder almacenar dos millones de
canciones, como tesoros de un barco pirata en altamar. La música me acompaña cuando voy a trabajar,
cuando vuelvo de trabajar, cuando me voy a dormir, cuando salgo a pasear, cuando
lavo ropa, cuando me enamoro y cuando sufro por amor. Bailé “Stay” de U2 con mi hijo de meses a upa
y lo filmé a los tres años jugando con sus juguetes un 25 de diciembre al son
de “Fill me up” de Linda Perry. La
música está en mi casa por todas partes.
Cuatro cajas llenas de vinilos, una pared del piso al techo tapizada de
cd’s, más de una docena de cajas de cassettes que nunca pude tirar y una guitarra
en el escritorio a la que nunca pude sacarle dos notas dignas de ser
escuchadas.
El tema que mi hijo escuchaba antes de nacer…
2 comentarios:
PAULITA!!!! Nada mejor que la musica. Somos todas iguales! A mi sobrina ya le inculco desde Los Chalchaleros (que siempre fueron "mis tios") hasta Bajofondo, Leon, Soda y Nickelback! Musicales varios y la duermo al compas de Bruscia La Terra (la del padrino!).
Hay tanta musica y tan buena, que por que conformarse con poca? Cuanta mas variedad, MEJOR!
Tal cual, yo le entro a todo...menos al reggaeton y al rap. El resto es todo escuchable ajajajajaja! Beso Cele!
Publicar un comentario