lunes, 17 de agosto de 2009

EL DURO CAMINO DE REGRESO








Volver a ser la que una fue antes del invierno

La cosa empieza más o menos así. Las noches comienzan a alargarse, las temperaturas bajan, las ganas de hibernar como la marmota se incrementan en progresión geométrica; y con todo esto no nos queda otra que sumirnos en la más intrincada labor de subir de peso sin prisa y sin pausa.
De las vacaciones siempre nos quedan algunos rollos de recuerdo, conseguidos a base de helados, cervezas y pizza consumida a mansalva. También quedan los resabios del delivery estival, ya que con el calor nos negamos a cocinar recurriendo a las milanesas y empanadas por encargo, a la rotisería, cuyo número podemos recordar con más facilidad que el de nuestras propias madres (¿para qué recordar el de nuestras madres cuando son ellas las que nos llaman un promedio de cuatro veces por día?...y siempre a la hora de la comida).
Así llega el invierno, y con él las comidas suculentas. Para todo tenemos una excusa perfectamente diseñada. Un boletín con las propiedades y beneficios de consumir chocolate, porque levanta las endorfinas y evita que te suicides cuando te viene la primera factura del gas. El vino, que protege el corazón, te proporciona calor y te sube a la nube de pedo que necesitás para olvidarte del monstruoso aumento de la factura de luz (que vino a los tres días de la del gas, cosa que sigas pisando valium en un mortero para hacerte un coctel letal). El guiso de lentejas, que tiene hierro, te da un calor que permite que bajes el consumo de gas (de red) porque comenzarás a producir el propio; aunque con cada cucharón te vayas inflamando como un zeppelín. El guiso de fideos, otra herramienta indispensable en la economía familiar ya que podés estirar unos míseros 250 gramos de carne y darle de comer a un batallón (propiedades=ninguna salvo engordarte como pavo para navidad). Capuccinos llenos de crema y cacao, pastas porque la carne se fue a las nubes y estás ahorrando para pagar los servicios, licores, tortas, brownies y frutas secas; todo justificado porque hace frío y te podés vestir con tres kilos de ropa que te llega a los tobillos (escondiendo estratégicamente una barriga que amenaza con hacer estallar todos los pantalones y acribillar a botonazos limpios al incauto que se te ponga enfrente).

Si no te cierra la ropa, el paso siguiente es no dar ese primer paso a la balanza. ¿Quién se quiere deprimir con un número nefasto que dividido por cinco dará una cifra superior a quince? Nah, no lo harás. No lo harás para poder seguir engullendo cual ballena franca en cautiverio. Y así se sucederán los días del invierno, mate con cualquier cosa que destile grasa; té con scons y mermeladas que dejarían ciego a un diabético; tortas que son un atentado a cualquier hígado sano, que comerás en cuanta reunión social o cumpleaños asistas…y así sucesivamente. Entonces te mirarás al espejo siempre de perfil y metiendo panza, con el velador y la bombita de más bajo voltaje del mercado (si es posible a la luz de las velas), siempre encaramada a un par de tacos de doce centímetros; y el espejo te devolverá a una Diosa descomunal y no a la gorda entrada en carnes que subsiste detrás de tanta ingeniería visual. Eso se llama negación. Y es el primer indicio de que no pensás parar, más bien seguir subiendo. Total para la primavera faltan solo…treinta días. ¡Treinta días!. Si, treinta. O sea nada. O sea la puta madre que me parió, gorda y ciega.
Primer escalón a la curación. Subir a la balanza. La muy puta debe estar descompuesta. Seguro que alguien le saltó encima. La calibramos. Ah bueno, “problema resuelto”, da distinto: DA DE MÁS!!!. Con una copa de vino en la mano enfrentamos el dilema femenino-shakespereano “to be fat or not to be fat, that is the question”. Emborrachándonos para no caer en la desesperación, resolvemos que es hora de largar los postres, el chocolate y la lasaña (todo menos el alcohol, hay cosas que no se negocian). Entonces llamamos al gimnasio para reservar una colchoneta frente al espejo empañado por el sudor de la manada infame que hizo la misma cuenta que vos la noche anterior.

Como pájaros que migran del sur, buscando zonas más templadas, los que no solemos ser “carne de gimnasio” acudimos como aves de rapiña a llevarnos esas mancuernas y esas pesas que nos devolverán el espejismo de la cintura perdida (en algún lugar entre febrero, abril y Burguer King).
El primer día es tan humillante que solo una persona desesperada aguanta sin pestañear una rutina salvaje aderezada con una música exasperante y un corazón que amenaza con salirse del pecho y tomarse el palo silbando bajito luego de haberse pasado un invierno sin sobresaltos. El primer momento shockeante de gloria lo tendrás cuando compares tus glúteos con las “carne de gimnasio” (ver nota en este mismo blog). Ellas, que se han pasado los últimos veinte años de sus vidas haciendo gimnasia religiosamente, son un puñado de fibra que vos, secretamente esperás conseguir en unos quince días. Ellas levantan la pata a cuarenta y cinco grados, vos necesitas cuarenta y cinco marines que sostengan esa masa de carne informe que supo llamarse pierna, para hacer lo mismo. Ellas se saben la rutina al pie de la letra, vos necesitás apuntes para poder subir y bajar del step sin llevarte puesto el espejo, la columna y tres compañeritas. Ellas parecen figuras gráciles y flexibles a las que no se les cae una gota de sudor, vos parecés una vaca a punto de ser cuereada que destila agua por todos los poros y cuya cara parece un globo rojo a punto de estallar. Los sopliditos de la Profe (marcados adrede para que una aprenda a respirar) a vos te salen naturalmente y son aullidos de dolor proferidos desde el fondo del estómago como una súplica de piedad (o el final de un orgasmo de esos que se anotan en los récords Guiness). Cuando te animás a dejar de mirar por un segundo a la torturadora profesional a la cual le has pagado para que te cague la vida y destroce el cuerpo posando la mirada en tu propio ser, te das cuenta que te has convertido en un manojo de carne tembleque y sudorosa con los mechones de pelo empapados pegados al costado de la cara, los ojos inyectados en sangre y unos músculos abdominales que brillan por su ausencia. De eso te percatás cuando te desparramás en el piso haciendo ruido, abandonando el undécimo ejercicio para trabajar la zona, dándote por vencida sin el más mínimo atisbo de culpa.

Después del primer entrenamiento a la “G.I. Jane” para convertirte en una Navy Seal, llegarás a tu casa arrastrándote como una babosa de jardín. Hasta las ganas de comer te sacaron, no por falta de iniciativa, es que no te quedan fuerzas para abrir la heladera. Ni para marcar el número del delivery. Solo después de una ducha podrás tomar la sopa Light de a sorbitos (en los escasos momentos en que los brazos dejan de temblar).
Al día siguiente, cualquier acción será una proeza. Desplazarse hacia el baño te hará acordar a tu abuela (que arrastra los pies sobre dos gigantescas pantuflas de toalla). Sentarte en el inodoro te hará ver las estrellas, subirte a un par de tacos una tarea imposible. Vestirte será tan doloroso que le pedirás a tu hijo que te abroche los pantalones y vas a necesitar una caña de pescar para subirte el cierre de las botas.

¿Vas a volver? Probablemente. Porque una es hija del rigor. No hay caso. Las mujeres fuimos diseñadas para sufrir. Hay que pagar el costo de un invierno de satisfacciones y deleites. No queda otra. Bah, si, queda otra. Quedarse así y rezar para no encallar en la orilla de la playa el próximo verano, después de surfear un par de olas…

1 comentario:

La Turca y sus viajes dijo...

Hola!!!!!

Ahhhhh, no has escrito este post para mi….unos de mis hijos me anuncio que en marzo se casa y desde hace dos días estoy en el camino de regresooooooooooooooo y si en dos días estoy asi no quiero pensar caminar marcha atrás en chancletas durante seis meses, jijijiji….

Un besote y abrazo de oso.