sábado, 10 de enero de 2009

LOS HIPER, LAS GRANDES CADENAS Y LOS FRANCHISINGS

¿EVOLUCION O INVOLUCION?

La globalización de las comunicaciones, la era digital, Internet, las redes sociales, la tecnología de cacharros y aparatos; son todos avances innegables que han modificado nuestra vida haciéndola más fácil y práctica (además de entregarnos placeres infinitos como el home theatre, el cine IMAX, el formato mp3/4, el viagra, la bancarización on-line y los celulares que convierten el maíz en pochocho mientras reproducen el último episodio de “Héroes”). Pero, con el devenir de estas mágicas respuestas a nuestros sueños, también aparecieron soluciones a problemas cotidianos como la preparación de la cena o el remedio para las hemorroides. Y temo decir que ahí fue donde la solución fue peor que la enfermedad.
Este mundo moderno, digital, interconectado, wi-firizado, nos trajo además las grandes cadenas de hiper y supermercados, las monstruosas ferreterías donde se supone que todo es “fácil” y las franquicias de farmacias, heladerías, confiterías, pizzerías y disquerías. Estos grandes conglomerados se fueron devorando, cual Pac Man, a aquellos negocios chiquitos que pululaban en los barrios. Ahora, sólo nos queda comprar en hangares kilométricos donde la leche queda a cinco cuadras de las medialunas de manteca y un tarugo Fisher puede ser chino básico para el adolescente que te atiende con cara de “ET phone home” (estirando el dedito índice en alguna dirección buscando que el tarugo le emita una onda de radiofrecuencia que le diga dónde vive).

Todo se complica en estos gigantescos comercios donde deberían entregar rollers o scooters para recorrer el perímetro en su totalidad.
El piso suele ser la primera trampa que el iluminado arquitecto que los parió nos pone en el camino. Más interesado en la estética y el ahorro del costo de mantenimiento, que en la salud física de los posibles clientes, la eminencia del diseño se chorea los planos de una cadena de supermercados de Houston y le encaja el piso de “Patinando por un porrazo”. Quizás pensó que sería más fácil deslizar el carro metálico que pesa lo mismo que un Fiat 600, vacío y que un container con rueditas si está cargado hasta la manija; tapizando los pisos con baldosones lustrosos como un espejismo (algunos hasta llegamos a ver el manantial y la palmera, que no es más que el reflejo de una planta de plástico que le agrega “calidez” a la atmósfera marciana del lugar). Lejos de la verdad estaba el subnormal que tomó la decisión del porcellanato por sobre un piso menos resbaloso, nos salva de un par de bacilos que puedan filtrarse en los poros de algún otro material pero nos deja al borde de la silla de ruedas, una colosal lumbalgia de tanto luchar con el descontrol del carro y dientes nuevos de tanto apretar las mandíbulas haciendo fuerza para imprimirle un rumbo a nuestro derrotero, saltando de una bombacha en otra como Tarzán desplazándose de liana en liana. De por sí el carro suele tener vida propia, evidentemente responde a voces de espíritus que lo convocan desde el más allá…allá donde conviven salchichas y salamines; porque jamás responde a nuestro empujón facilitando el acceso al lugar elegido. A veces porque las ruedas giran locas en cualquier sentido, otras porque el cacharro necesita aceite y mantenimiento y las más de las veces porque el hijo de perra debería ser exorcizado por el Párroco de los Supermercados. La sumatoria del piso resbaloso y un chango rebelde con complejo de Che Guevara da como resultado una batalla titánica donde uno termina rendido y extenuado (cuando no golpeado o arrodillado pidiéndole misericordia con un rosario atado al cuello).
Una vez que uno logra domesticar el brioso corcel metálico (y luego de haber peleado con tres personas por un lugar en el estacionamiento, debajo del único arbolito disponible en 5 Km. a la redonda); llega la ardua tarea de encontrar la lista dentro de la cartera y de conseguir llegar (con la lengua afuera) de la góndola de los jabones a la de los jamones. Los taxistas coreanos y tailandeses que llevan gente en carrito, cuyo motor son ellos mismos corriendo como enajenados; se harían un festival de dinero si los dejaran trabajar dentro de estos inmensos almacenes. Porque no sólo existen distancias mega monumentales entre el pan de hamburguesas y las hamburguesas en sí, muchas veces nadie sabe donde están. Y cuando digo nadie, me refiero al ejército de personas que deambula vestida de verde y colorado con un logo bordado del tamaño de una teta de 5 kilos que reza el nombre dulce y pegajoso del lugar para el cual trabajan. Entonces uno acude a ellos para armarse una hamburguesa completa y descubre con horror que media docena de personas con mirada perdida no tienen idea de dónde están enterradas las monedas de carne, cual tesoro en Alaska, y otra media docena te responde que ellos sólo son repositores de lácteos (lo cual siempre me causa gracia porque para llegar a la leche deben pasar por otras góndolas, lo que indica que caminan con anteojeras o simplemente carecen de memoria visual). Entonces, te mandarán derechito a la isla de Informes donde una horda de madres llorosas reclama hijos perdidos; un puñado de gente, revistita de ofertas en mano, solicita ubicación de torre de puré de tomates a 2,09 pesos y nuestro único nexo entre la carne picada y nosotros te deja en fila esperando el momento de la consulta. Veinticinco minutos después, con las plantas de los pies en llamas, dormida y babeada sobre la manija del carro tendrás la chance de pronunciar tu pregunta. La respuesta va a tardar en llegar. De eso te das cuenta cuando la señorita (que no hace contacto visual contigo) se agarra a dos manos del micrófono (cual Luis Miguel cantando “El reloj”) balbuceando algo en un rarísimo dialecto. Ese algo, luego de afinar el pabellón auditivo es “msenion bardinez, depositorrrrrrdegongelados, pezentadze en infodmez pfabooooorrrrrrrrr”. El señor Martínez viene desplazándose a 2 nudos, sin viento de popa, con la alegría de alguien a quien los huevos le pasan tonelada y media cada uno; tiempo estimado de arribo= otros 25 minutos. El puntito rojo y verde se va agrandando al mismo tiempo que nuestra euforia por el esperado encuentro, entonces decidimos abrir una lata de cerveza marca “El sabor del encuentro” para hacer gárgaras con el líquido dorado…total tenemos toda la vida para esperarlo. Un poco más relajadas gracias al alcohol y dos nuevos dilemas en puerta, obtenemos una respuesta en forma de señales para sordomudos. Mientras nos dirigimos al tesoro escondido, el dilema uno se acerca para recordarnos que no debemos consumir alimentos dentro del establecimiento. Una, que ya perdió la calma hace cincuenta y tres horas, le contesta amablemente que se ha pasado la vida ahí dentro…no le queda otra que consumir para sobrevivir lo suficiente como para firmar la tarjeta y así pagar la compra y la cerveza consumida en un rapto de ilegalidad. Dilema dos, tenemos las hamburguesas ahora necesitamos desocupar la vejiga. Como el baño queda a quince kilómetros y afuera del predio te quedan dos caminos. Aguantar apretando los cantos o encajarte un pañal para adultos entre las piernas, atrincherada detrás de la bodega de vinos carísimos (que suele ser el lugar más reparado y oscuro).
Cuatro horas más tarde, dos kilos menos por el desgaste de la caminata y un par de bíceps marca Schwarzenegger (regalo del carro con complejo de Che); te enfilarás en la caja que tiene menos gente…ancha como fideo en agua porque elegiste la mejor y más rápida. No te equivocaste, cobra con débito, es para más de veinte unidades y no hace mención a embarazadas ni discapacitados. Nada te separa del éxito. Bueno, siempre hay un pequeño inconveniente. En este caso es la señora que no sólo no pesó sus verduras “oops”, se trajo una ensaladera que no tiene código de barras, la tarjeta tiene fondos insuficientes, la cajera es novata y no sabe cómo anular la compra, la supervisora tarda en llegar (como siempre) y los cinco pendejos desmadrados de la señora no dejan de patearte el carro, pisarte, soplarte jugo de naranjas en la cara con un sorbete a modo de cerbatana, hacer artesanías con sus propios mocos pegándotelos en la caja de hamburguesas cual ofrenda tribal mientras el señor que te sucede te pide disculpas porque su propio chango ingobernable estacionó en tu coxis.
Y en ese momento es cuando añorás aquel almacencito de barrio donde el dueño sabía tu nombre, el espesor preferido para tus fetas de jamón, te preguntaba por tu hijo y te alcanzaba la caja con la compra hasta tu casa. El tipo sabía dónde estaba todo, no necesitaba un GPS para encontrar las aceitunas ni el Google Earth para ubicar un paquete de arroz. Te miraba a los ojos, te alegraba la tarde con un chiste y te recomendaba tal o cual queso haciéndote probar cada cosa porque nada estaba fuera de alcance, envasado al vacío, etiquetado, encadenado y enterrado en algún oculto lugar.

Con las Farmacias franquiciadas y las grandes cadenas de Ferretería y artículos para la construcción pasa exactamente lo mismo. La atención es despojada y fría. Nadie sabe nada. Nadie recomienda nada. Con el agravante de que la figura del farmacéutico casi ha desaparecido y en su lugar han puesto a adolescentes cuya experiencia previa es haber trabajado tres meses en un Fast-food. Venden remedios como si fueran chocolates, equivocándose frecuentemente en las cantidades y la concentración de las drogas que despachan. Deben haberse cargado a más de un anciano entregándoles antihipertensivos con el doble de la dosis indicada por el médico y es muy común verlos humillar a alguna persona que se acerca pidiendo alivio para hongos, grietas en el culo, forúnculos o la droga para la erección ya que es muy probable que vociferen al compañero (que está parado a ocho metros de distancia): “¿qué ungüentooooo le vendooooo para el dolor en el anoooooo?”. Demás está decir que la respuesta vendrá de la mano del ex empleado del Fast food, quien recomendará Dr. Selby para todo porque su propia madre usa esa pomada hasta para rellenar empanadas (no porque se lo haya dicho el farmacéutico, que brilla por su ausencia en estos lugares, aunque ellos aseguran que está escondido detrás del muro que nos separa de su sabiduría…si es que tiene diploma y no lo compró en Villa Domínico por dos mangos con cincuenta).
El antiguo ferretero también está en extinción, como el oso Panda en China, lamentablemente. Porque en su vasta experiencia el tipo te vendía los elementos para reparar el cable del velador (y te enseñaba cómo se hacía), te daba eso que necesitabas…cuyo nombre no sabías pero podías dibujar en un pedacito de papel. El tipo se conocía las medidas de todos los tornillos, tarugos, mechas y tuercas. Tenía todo prolijamente guardado y etiquetado en cajoncitos, encontraba todo al toque sin revolear los ojos para arriba en busca de ayuda celestial. No como en los supermercados de tornillos e inodoros, donde los empleados desfilan cual androides clonados con un chip que amenaza con apagarse en cualquier momento. Donde flores conviven con bolsas de cal y cortinas de baño con amoladoras. Te rendís antes de entrar, porque estás seguro de que lo que necesitás está ahí dentro pero encontrarlo es más difícil que toparse con Brad Pitt en la estación Catedral del subte.
Otra desgracia similar son las cadenas de disquerías que reemplazaron a los bolichitos que vendían CDS en las galerías de Belgrano, en la Avda. Santa Fé o en la calle Corrientes. Todavía sobreviven algunas pero la piratería y las franquicias amenazan con pulverizarlas en poco tiempo. Ahí no es tanto la falta de mérito en la atención ya que generalmente la gente jóven se fascina con la música y suelen contratar a gente que sabe que los “Stones” no es una clase de jean gastado y los cuatro de Liverpool no son barra bravas de ese club de futbol. El problema radica en lo que venden, que suele ser lo más difundido dentro de cada género y donde no existe el lugar para algo distinto de lo que suena en las radios o está de moda porque el videoclip te lo pasan hasta el cansancio en cuanto canal de música existe. Si pedís música celta, lo más probable es que te revoleen un compilado pedorro con los diez hits archiconocidos de ese género, que ni siquiera están interpretados por los artistas originales. Lo mismo sucede con el jazz, con el blues y con la música clásica. Eso sí, del último hit de “Patito feo” tendrás copias como para exportar a Indonesia…no vaya a ser cosa que se acabe…Dios no lo permita!. Supongo que son las reglas del mercado, y seguramente se vende más el patito feo que un CD de Billie Holiday; pero me da lástima comprobar que ya casi no existen esos reductos subterráneos donde uno tarareaba una melodía al grosso que atendía y al instante el tipo pelaba lo que estabas buscando. Esos lugares que traían cosas raras, distintas…no globalizadas. Esos que se ocupaban de satisfacer las demandas de las minorías, aquellos a los que uno les decía “Toquinho” y no te contestaban “¿To qué?”.
Copetines al paso, puestos de choripanes, almacenes, galletiterías, fiambrerías, ferreterías, disquerías “under”, mercerías, zapateros, afiladores, peluquerías de barrio (donde te enterabas vida y obra del vecindario), farmacias, licorerías, videoclubs, vinotecas, heladerías artesanales…¿se ha escapado algún rubro de las cadenas franquiciadas o las fauces de los hipermercados?.

Voy a agarrar el rosario para exorcizar al chango y me rajo a hacer las compras
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