Cuando concebir es un trabajo tortuoso
Cuando una pareja fantasea con formar una familia, todavía a años luz de tan siquiera consignar una fecha para casarse/juntarse/acoplarse; la conversación sobre la prole se filtra como el sol por las rendijas de la persiana del dormitorio donde pasaron la noche juntos. Como ninguno de los dos se ha puesto a pensar seriamente en los miles de vericuetos que trae aparejada la paternidad y lo más serio que han hecho al respecto fue comprar el mejor anticonceptivo del mercado, la inocente cháchara comienza a dar forma al modelo de familia ideal que se desea. Entonces surgen las típicas expresiones de deseo pelotudas tales como “quiero una familia numerosa como la de los Von Trapp, y mudarme a Salzburgo” (con la total ignorancia de quien después del sufrimiento del primer parto va a ser obligada a abrir las piernas con una palanca), “quiero una familia numerosa como la de mi Abu Conce” (desconociendo que la Abu Conce era más fértil que una coneja y rechazaba los embates del Abu Gregorio muñida de un palo de amasar para asegurarse un sueño sin interrupciones y evitar el noveno embarazo), “quiero que seamos muchos como en las pelis americanas, así compramos una VAN para salir de vacaciones” (¿VAN? Vas a tener que ganarte el LOTO para mantener a semejante ejército de infantes), “quiero dos nenes seguiditos, luego un descanso de tres añitos, y luego dos nenitas” (como si uno pudiera encargar por catálogo, con la asistencia del staff completo de genetistas de la Universidad de Columbia y al mismísimo Dr. Mendel haciendo cócteles de X e Y para hacer un delivery perfecto del bebé con pitito que continúe el apellido paterno), “quiero la parejita, primero el varoncito para que cuide de su hermanita…ah y que los dos sean rubiecitos de ojitos verdes…y que nazcan en primavera así no paso calor y ellos no pasan frío” (la puntería de Dios, necesitás LOOOOCAAAA!).
Pasa el tiempo y la idea toma forma y color. Seguramente, luego de ver lo mal que lo pasan las parejas amigas con dos bebés caminándoles por la cabeza, el número de prole deseado descenderá en forma abrupta a menos de cuatro.
Viene la unión, la mudanza, la convivencia y por un tiempo la idea queda en stand-by porque “la verdad es que así estamos fenómeno, vamos adonde queremos, hacemos el amor arriba de todos los muebles del minúsculo departamento de dos ambientes y no tenemos lugar para poner pañales ni juguetes”.
Pero el llamado de la naturaleza está en camino…y conforme van pasando los tiempos y los embarazos de amigos, familiares y vecinos, el llamado se convierte en un aullido y luego en una marcha de Wagner. Entonces, el peor error que se puede cometer en la historia de los errores familiares, es comunicar a la familia en medio de suculento asado dominical “estamos buscando un bebé” (como si fuera la búsqueda del tesoro, pero sin pistas ni papelitos). Comentándoles a las mujeres de la familia en la cocina, los detalles sobre el revoleo del diafragma al inodoro, brindando con ojos acuosos; la futura madre ignora la magnitud del boomerang que ha lanzado al Cyber espacio. Los hombres, esperando el postre en la mesa, hacen toda clase de bromas de índole sexual aconsejando al semental sobre posturas en la cama, dietas, piruetas y afines.
Pasan los dos primeros meses y nada, para sorpresa de los futuros padres que pensaron que fabricar bebés era soplar y hacer botellas. La intranquilidad comienza a acrecentarse al tercer mes, cuando la futura madre siente el líquido caliente entre las piernas, señal de que ha menstruado con la precisión de un relojito suizo. Entonces, lo primero que hace la parejita es acceder a la madre de todas las cosas buenas: Internet. Allí aprenderán que concebir puede llevar hasta un año de intentos infructuosos y que la desesperación juega para el equipo contrario. Pero como uno es humano y está acostumbrado a que 2+2 sea 4, vuelve a la carga cebado como un tiburón después de haber probado carne humana. Pasan tres meses más y nada, pasan seis y se embaraza la parejita que conocieron en la luna de miel (si si, esos dos con cara de no saber el domicilio de la vagina), pasan dos meses más y se embaraza la cuñada, y la portera y la casera de la quinta y la esposa del archifamoso futbolista, y la prima de la compañera de oficina, y la recepcionista de la empresa donde trabaja él, y…más de medio planeta tiene panza, un bebé en el cochecito o un nene con un globito rojo en la plaza.
Entonces los asaltará ese pensamiento recurrente, de quien no puede procrear “¿lo estaremos haciendo mal?”. Acrecentando la ansiedad y ese pensamiento recurrente, en cuanta reunión familiar se presente, la parejita será asaltada por un escuadrón de la mala leche que los radiografiará con minuciosidad alemana (con especial énfasis en el vientre de ella) mientras los ametrallan a preguntas “¿y, para cuándo?”, “¿podemos festejar?”, “¿voy o no voy a ser tío?”, “tenés las tetas más grandes y un poco de panza, estás segura que no estás (la única seguridad que tiene la portadora de tetas es que no ha parado de comer de pura ansiedad). Entonces el boomerang del anuncio del proyecto les pega en la frente y los deja boquiabiertos y mudos “¿están cogiendo seguido?”. El tío guanaco de él se descuelga con una barbaridad que termina de ganar el desprecio de la pareja de por vida.
Como un par de muñecos desvencijados, defectuosos y sin pilas; ambos regresan al hogar con menos ganas de ensamblarse que la Abu Conce luego de su octavo parto.
Esa noche deciden buscar ayuda médica.
La ayuda viene de manos de un émulo del Dr. Mengele, que augura un largo y sinuoso camino de rutinas médicas que según él no tienen nada de invasivas y cruentas. Eso porque nadie le hizo a él, en su adorado miembro, las cosas que él está a punto de hacerle a la paciente. “Tosé nena”. Con una pierna al norte y otra al sur, y el otrora centro del placer expuesto como un pollo a la parrilla bajo una luz fría que encandila, el Dr. Mengele introduce una pinza en el útero y se lleva un souvenir para analizar. Con el dolor de una cebra cuyo vientre está siendo devorado por una leona, la señora se incorporará intentando encontrar su ropa interior pixelada por las lágrimas. Luego se vendrá la infame “histerosalpingofrafía”, nombre que mete miedo con causa justificada. Indoloro completamente, según el médico (otra vez, sería lindo introducirle la cánula en el recto para ver si no cambia de opinión el muy hijo deputa), la ignorante aspirante a madre no se percata del estado en que salen las pacientes anteriores (rengas, cojeando y con ambas manos abrazándose el vientre).
Por duodécima vez, la señora se encontrará abierta de gambas ante el escrutinio de dos señores que, espéculo en mano, le abrirán el paso a la cánula con la cual inundarán sus cañerías de un líquido de contraste. Cuando ese sucede, la sensación es la misma que estar haciendo la vertical debajo de la Garganta del Diablo en las Cataratas del Iguazú. Un litro de líquido empujado a la fuerza, que la hace retorcer de dolor mientras intenta cumplir con las órdenes del médico “rotá para la derecha, rotá para la izquierda, contené la respiración…”.
A la semana, con ambos brazos como coladores, de tanta extracción de sangre, es el turno de que él haga su parte. Su parte es un paseo, una masturbación simple, depositar la producción en un frasquito y voilá.
Los primeros resultados son promisorios. No hay nada para preocuparse. Falta el análisis de los espermatozoides en hábitat natural. Exámenes incómodos si los hay, la pareja es invitada a mantener relaciones, la señora a hacer la vertical post-coital para luego salir corriendo (sin ningún tipo de higiene) a la consulta. Vigésimo cuarta vez de su humanidad expuesta y embadurnada del fruto de sus encuentros sexuales, se le retira una muestra para poner debajo del microscopio. La conclusión más rápida y elocuente que saca la señora es que sus futuros hijos nadan de putamadre.
Con la batería de estudios en mano, la pareja vuelve a ver al Dr. Mengele, quien diagnostica el “Síndrome de U.N.C.A.”. El Dr. aclara, con sonrisa morbosa “un carajo”. No tienen nada. Así que resta afinar la puntería. Les acerca un gráfico, le pide a ella que se tome la temperatura todos los días del ciclo y cuando suba unas milésimas viole al marido. La pareja no comprende en ese momento, que le acaban de sentenciar a muerte la libido y como panacea le han recetado el peor afrodisíaco de la historia o el mejor anticonceptivo, si se quiere. No hay nada más intimidatorio para un pene vago, que un trabajo con día y hora de entrega. Y eso lo comprobarán los tortolitos, cuando intenten aparearse a las cuatro y media de la tarde, en el baño de un café del Microcentro porteño. Ni siquiera por el sabor de lo prohibido, el otrora cumplidor miembro del marido, logrará asomar la cabeza y escupir un “Presente”.
Entonces se vendrán los viajes para relajar, a los que ella irá muñida de un bibliorato cargado de gráficos, coordenadas y estadísticas (no olvidemos al termómetro).
La vuelta al consultorio, con la cabeza gacha, pone el Dr. Mengele a diseñar la siguiente estrategia. Una sencilla operación para mirar las tripas de la futura madre por dentro que da como resultado un pequeño desorden hormonal. Un par de recetas después, la pareja encarga los medicamentos con asombro mientras planea romper el chanchito, pedir un préstamo en el Banco, asaltar un Supermercado y robarle el collar de perlas a la madre de ella.
Con las cajas de las doscientas cincuenta y tres inyecciones listas para ser usadas, la pareja se embarca nuevamente en el sexo con fixture bajo los efectos de las drogas para la fertilidad. Comenzando a inflarse como un globo, con el humor de una paciente psiquiátrica que pernocta en un cuarto acolchonado, y un pene amedrentado por el costo de las drogas que su dueño acaba de pagar; el sexo es un chiste de mal gusto.
Pasan los meses, y la gente se sigue embarazando en el barrio, en la cuadra, en la familia y en el 3ºC del edificio donde reside la pareja. Los cochecitos con bebés berreando en los supermercados superan la cantidad de changos con mercadería. Hasta la gata está embarazada, castrada y todo.
Lo que en un principio fue un proyecto, luego un sueño, luego una titánica tarea, ahora es una obsesión enfermiza que lleva a la señora a planear el robo de un neo nato del hospital más cercano.
Mostrando las partes pudendas “once again” ante un ejército de médicos centroamericanos (que vinieron al país para capacitarse) presenciando la enésima ecografía transvaginal con sumo interés, el Dr. Mengele ofrece una Fecundación in Vitro. La mente de la paciente se posa irremediablemente en el recuerdo de la archifamosa oveja Dolly, que fuera clonada en el año 1997. La mente, que juega sucio, imagina a su esposo en la cama con una oveja (como Gene Wilder en “Todo lo que Ud. quiso saber sobre el sexo y nunca se animó a preguntar”) y a ella misma acunando a una bola de pelos que hace bee-bee.
Para afrontar semejante procedimiento no queda otra que acudir a la beneficencia de familiares y amigos. Y al delito, porque los tratamientos son costosos y no los cubren las obras sociales, como si la infertilidad fuera un deseo antojadizo de una pareja caprichosa. Dos meses después, habiendo pagado una fortuna, y con la señora auto-inyectándose hormonas en las piernas cual rockero adicto en Holanda; llega el momento de la captación de óvulos. Otra vez en un quirófano, despatarrada y en bolas, alguien le dice “hasta la vista”. Unas horas después la pareja vuelve a casa con la disyuntiva de elegir freezar el excedente de proyectos de hijos para futuras inseminaciones y/o donarlos a aquellas parejas que no pueden procrear. La idea de que un hijo de ellos ande dando vueltas por el mundo, en el peor de los casos en manos de un tailandés que va a ponerlo a trabajar como mercancía para pedófilos en Phuket los hace perder el poco juicio que les quedaba. Deciden de común acuerdo firmar un consentimiento para abonar el gasto de un lugar en el freezer para sus futuros bebés, como quien paga una cochera en el edificio.
Llegado el día de la inseminación la pareja es expuesta, como un niño de primaria a la germinación del poroto, a una foto de cuatro hermosos blastocitos que serán insertados en la cavidad uterina de la señora que aprieta la foto contra su vientre (como si eso pudiera hacer la transferencia más exitosa “¡miren chicos, qué lindo lugar para vivir por nueve meses!”).
El procedimiento molesta pero la alegría es tan grande que supera al dolor de la arremetida de los instrumentos y al frío del quirófano. Llega el momento de volver a casa, reposo patas para arriba y cruzar los dedos para un resultado positivo una semana después.
El resultado es devastador. No va a haber retoño, ni viaje consuelo porque el dinero se gastó todo ahí…solo quedan las fotos de los blastocitos.
Entonces la pareja decide, en un rapto de altruismo, anotarse en una lista de espera para adoptar un crío. No se sabe cómo ni porqué, comienza a aparecer gente de todas partes que les ofrece bebés de mujeres que están por abortar, lugares perdidos en la frontera en los cuales por unos billetes uno elige un chico y se lo lleva puesto y otras tantísimas opciones ilegales que la pareja no está dispuesta a aceptar. Después de entrevistas con asistentes sociales, abogados, y trámites de todo tipo, la señora se va a trabajar sintiéndose un tanto extraña…pesada y con ataque al hígado. El Chop Suey de “Chinese Palace” tiene gato fileteado, los vecinos del barrio tenían razón. Pero cuando el pantalón no abrocha y el corpiño no contiene, hay dos opciones. Gorda o preñada. En el caso de la susodicha, fue lo segundo, según pudo comprobar mediante un test casero una mañana antes de ir a trabajar. Después de tanto intento frustrado, no pudiendo dar crédito a sus ojos, llamó a Mengele para preguntarle “¿puede ser?”. Media hora después, piernas abiertas una vez más, la imagen de un glóbulo que parpadea y un sonido símil latido confirman la noticia.
Siete meses después, en un quirófano lleno de gente, una cabeza ensangrentada es tironeada de un lado al otro para desenterrar del fondo de las entrañas de su madre a un bebé obeso que llora porque lo están importunando con todo tipo de maniobras.
Los flamantes padres no pueden creer el milagro que acaba de suceder. Después de seis años, cuatro meses y tres días de desesperada búsqueda, después de miles de dólares gastados, consultas, salas de esperas, complicadas maniobras sexuales, lágrimas, peleas, trámites y blastocitos freezados; el retoño había llegado solo y sin ayuda.
El otrora nadador, devenido en blastocito, devenido en globulito latiendo, luego embrión y después bebé obeso; ignora hoy que sus padres tuvieron que recorrer un largo camino para darle vida. El tipo pide dinero para ir a bailar, maldice porque no le prestan el auto y sale de la casa haciendo tanto ruido como el día en el que llegó a este mundo.
2 comentarios:
Hola!! Cómo estás?? Bueno, pues encontré tu blog porque estaba buscando algunos para mi entrada de hoy, como hoy es el día del blog, lo estamos festejando haciendo recomendaciones de nuevos sitios que hayamos encontrado. El tuyo fue uno de mis elegidos porque francamente me encantó. Me reí bastante con esto de los bebés (en realidad a mi me pasó todo lo contrario y sin esperármela pues mi niño ya venía en camino, XD).
Bueno, te dejo el link de mi sitio y el post donde aparece lo que te acabo de mencionar.
http://diasextranosdevladimir.blogspot.com/2010/08/festejando-el-dia-del-blog.html
y ps si puedes darle un vistazo a mi blog y si te gusta regalarme un click en seguir, me ayudarías bastante.
Gracias y un saludo!!
si todos tomasemos en cuenta ese camino cuántas cosas se mejorarían.
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