Turismo pediátrico
Cuando una pareja se embarca en la fabricación del primogénito, ya sea conscientemente o no, nunca imagina que nueve meses (después de pasarla tan agradablemente bien) se encontrará inmerso en un nuevo y complicado derrotero: la elección del galeno encargado de la supervivencia del neonato.
Mientras los flamantes padres permanecen en el hospital o la clínica las complicaciones son resueltas con el simple toque de un timbre que inmediatamente invoca a un especialista que se hace cargo de esa cosa que no deja de llorar, inexplicablemente.
Pero cuando uno traspasa la frontera del nosocomio y debe llevarse ese bulto que berrea a casa, deberá saber exactamente a quién llamar cuando las papas quemen. Es por esto que en las últimas consultas previas al parto, los obstetras mandan a las parejas a disfrutar del turismo pediátrico.
Cartilla médica en mano, los ignorantes futuros padres marcarán con lápiz los apellidos que, a su humilde entender les generan confianza. Por eso, un Dr. Buenaventura tendrá más posibilidades que un Dr. Malanotte (aunque éste último haya hecho un master de Pediatría en la Clínica Mayo). Pero nunca sabrán si ese médico les genera confianza hasta que lo tengan enfrente, la única manera de separar la paja del trigo es tomando turnos con cuanto médico tengan la chance de conocer. Los recomendados por la tía, por la suegra, por la vecina que acaba de parir, el clínico de la familia y hasta el veterinario del perro; todos serán potenciales “front runners”, hasta ser descartados por algún incierto motivo que será develado en la primera entrevista.
Si alguien pudiera filmar las salas de espera de los Médicos Pediatras, se haría una fortuna vendiendo los clips como anticonceptivos. Todo aquel que goce de una buena libido la perderá instantáneamente al poner medio pie en estos cuartitos tapizados de nubecitas, autitos y muñequitas. Entre los aullidos ensordecedores de una horda de críos hirviendo de fiebre, otra media docena que solo para de llorar para vomitar y otros seis que se secan sus narices chorreantes mientras arrastran camiones de bomberos por el piso llevándose puestos los talones de todo el mundo; anunciarse a la recepcionista es de por sí una tarea titánica. Demás está decir, que a la señora le suena el teléfono más seguido que a la CIA, pero como la dama en cuestión es sorda, no pierde la calma (creo que las eligen mayores porque son inmunes a los ruidos molestos, pueden bajarle el volumen a sus audífonos y como son abuelas todos los chicos les recuerdan a sus nietos…aminorando el nivel de furia ante el espectáculo dantesco).
Una vez esquivado el camión de bomberos para sacar la credencial y no morir en el intento, los futuros padres se sentarán con el culo apoyado en la pared por temor a perder la virginidad del recto ante la mirada atenta de un crío de cuatro años que no para de enchufarle el caño de una metralleta de plástico en el culo a quienquiera que se agache a sacar una revista del revistero. Es sorprendente como baja la tasa de natalidad en estos lugares, que es inversamente proporcional al desmadre que se produce con los chicos en la sala de espera y/o nivel de ruido (en decibeles) reinante. Es muy probable que la parejita preñada que asiste a la primer consulta tuviera un proyecto de unos cinco pendejos cuando subió al ascensor del consultorio, unos cuatro cuando se bajó del mismo (ya que el ruido se escucha desde el pasillo), unos tres a la media hora de espera; quedando perfectamente de acuerdo, finalizada la entrevista, en que el crío por venir será hijo único. La embarazada añadirá un nuevo ítem a su lista de notas y preguntas a los médicos “recordarle al obstetra que ligue mis trompas después de la cesárea”. No solo el ruido ambiental aporta al recorte del número de hijos a procrear, las cosas que uno escucha en esos salones no tienen desperdicio. Lo usual es que la pareja sea abordada por una madre de tres o cuatro salvajes que no paran de hacer destrezas físicas colgados del perchero o haciendo equilibrio sobre una mesita plástica a punto de resquebrajarse. Esta mujer con ojeras y cara de asesina serial vociferará de tanto en tanto alguna maldición a su prole para luego adoptar un tonito dulce pronunciando un tierno “¿es el primero?” (mientras apunta con el dedo índice la prominente barriga de su interlocutora). La tímida señora cabeceará un mudo “sí” mientras el marido le frota el vientre orgulloso, señalando el fruto de su semilla encapsulado ahí dentro. Es entonces cuando la madre de los gimnastas rusos devenidos en espartanos (ya que a estas alturas se han desnudado para dedicarse plenamente a la lucha de espadas, con los paraguas de los pacientes), calentará motores para vomitar un monólogo capaz de sacarle las ganas de copular a un ejército de conejos. Lo único que la callará es la voz de la Secretaria pronunciando el apellido de sus hijos (que a estas alturas han desarrollado una nueva habilidad que involucra dedos y mocos). La pareja, más tranquila, comienza a recapacitar sobre lo que les depara el futuro recorriendo la cara de otros padres y otros chicos con sus toses, pústulas y amígdalas en rojo. Está clarísimo que si uno tenía dudas sobre la salud del niño que ha llevado a la consulta, a la salida se irá con trece bacterias y un par de virus (y la certeza de que ahora sí está definitivamente enfermo).
Pero volvamos a la pareja que repasa la lista de preguntas que podrían ser perfectamente contestadas por una abuela o un buen libro de puericultura en lugar de una entrevista que se perfila como la tortura franciscana del milenio. Llegado el momento, serán acompañados al consultorio por la señora sorda que los dejará temblando del portazo, aislándolos del ruido monumental de la sala de espera. Y ahí comienza la verdadera hazaña, conseguir un médico a la medida de las aspiraciones que uno tiene.
Algunos hablan con una cadencia que resultará insoportable a sus pacientes; otros abusarán de los diminutivos; habrá quienes den por sentado que uno lo sabe todo y no explicarán nada; otros los recibirán al paciente con un gato durmiendo plácidamente en la camilla para horror de unos híper higiénicos padres y otros tantos sembrarán más incertidumbre que confianza describiendo la tasa de accidentes cerebro vasculares en respuesta a la inoculación de determinada vacuna (estadística en mano). La elección no será sencilla y demandará por lo menos otras dos visitas antes de dar con la persona indicada. Que tendrá que estar disponible a las cuatro de la mañana cuando el crío tosa como un lobo marino y el tipo nos diga por teléfono la dosis exacta de corticoide para descongestionar una laringe que no deja pasar el aire (luego seremos nosotros los que llamaremos la ambulancia porque el episodio nos deje al borde de un infarto). Tendrá que tener paciencia para escuchar la misma pregunta sobre el puré de tres colores, las caquitas de tres olores y las secreciones nasales que abarcan toda la gama de verdes y amarillos de la caja de 48 lápices Faber Castell.
Prepárense para el viaje, porque desde que el retoño llega a nuestras vidas hasta que cumple los catorce, se van a aprender de memoria el horóscopo de la multiúnica revista del año 98 del revistero, van a conocer al dedillo la cantidad de nubecitas de la guarda de la pared, van a tener contados los autitos del canasto de juguetes y se aprenderán los nombres de todas las Barbies descuartizadas y peladas que habitan la casita de la sala de espera del Pediatra.
¡Buena suerte! (la van a necesitar)
Cuando una pareja se embarca en la fabricación del primogénito, ya sea conscientemente o no, nunca imagina que nueve meses (después de pasarla tan agradablemente bien) se encontrará inmerso en un nuevo y complicado derrotero: la elección del galeno encargado de la supervivencia del neonato.
Mientras los flamantes padres permanecen en el hospital o la clínica las complicaciones son resueltas con el simple toque de un timbre que inmediatamente invoca a un especialista que se hace cargo de esa cosa que no deja de llorar, inexplicablemente.
Pero cuando uno traspasa la frontera del nosocomio y debe llevarse ese bulto que berrea a casa, deberá saber exactamente a quién llamar cuando las papas quemen. Es por esto que en las últimas consultas previas al parto, los obstetras mandan a las parejas a disfrutar del turismo pediátrico.
Cartilla médica en mano, los ignorantes futuros padres marcarán con lápiz los apellidos que, a su humilde entender les generan confianza. Por eso, un Dr. Buenaventura tendrá más posibilidades que un Dr. Malanotte (aunque éste último haya hecho un master de Pediatría en la Clínica Mayo). Pero nunca sabrán si ese médico les genera confianza hasta que lo tengan enfrente, la única manera de separar la paja del trigo es tomando turnos con cuanto médico tengan la chance de conocer. Los recomendados por la tía, por la suegra, por la vecina que acaba de parir, el clínico de la familia y hasta el veterinario del perro; todos serán potenciales “front runners”, hasta ser descartados por algún incierto motivo que será develado en la primera entrevista.
Si alguien pudiera filmar las salas de espera de los Médicos Pediatras, se haría una fortuna vendiendo los clips como anticonceptivos. Todo aquel que goce de una buena libido la perderá instantáneamente al poner medio pie en estos cuartitos tapizados de nubecitas, autitos y muñequitas. Entre los aullidos ensordecedores de una horda de críos hirviendo de fiebre, otra media docena que solo para de llorar para vomitar y otros seis que se secan sus narices chorreantes mientras arrastran camiones de bomberos por el piso llevándose puestos los talones de todo el mundo; anunciarse a la recepcionista es de por sí una tarea titánica. Demás está decir, que a la señora le suena el teléfono más seguido que a la CIA, pero como la dama en cuestión es sorda, no pierde la calma (creo que las eligen mayores porque son inmunes a los ruidos molestos, pueden bajarle el volumen a sus audífonos y como son abuelas todos los chicos les recuerdan a sus nietos…aminorando el nivel de furia ante el espectáculo dantesco).
Una vez esquivado el camión de bomberos para sacar la credencial y no morir en el intento, los futuros padres se sentarán con el culo apoyado en la pared por temor a perder la virginidad del recto ante la mirada atenta de un crío de cuatro años que no para de enchufarle el caño de una metralleta de plástico en el culo a quienquiera que se agache a sacar una revista del revistero. Es sorprendente como baja la tasa de natalidad en estos lugares, que es inversamente proporcional al desmadre que se produce con los chicos en la sala de espera y/o nivel de ruido (en decibeles) reinante. Es muy probable que la parejita preñada que asiste a la primer consulta tuviera un proyecto de unos cinco pendejos cuando subió al ascensor del consultorio, unos cuatro cuando se bajó del mismo (ya que el ruido se escucha desde el pasillo), unos tres a la media hora de espera; quedando perfectamente de acuerdo, finalizada la entrevista, en que el crío por venir será hijo único. La embarazada añadirá un nuevo ítem a su lista de notas y preguntas a los médicos “recordarle al obstetra que ligue mis trompas después de la cesárea”. No solo el ruido ambiental aporta al recorte del número de hijos a procrear, las cosas que uno escucha en esos salones no tienen desperdicio. Lo usual es que la pareja sea abordada por una madre de tres o cuatro salvajes que no paran de hacer destrezas físicas colgados del perchero o haciendo equilibrio sobre una mesita plástica a punto de resquebrajarse. Esta mujer con ojeras y cara de asesina serial vociferará de tanto en tanto alguna maldición a su prole para luego adoptar un tonito dulce pronunciando un tierno “¿es el primero?” (mientras apunta con el dedo índice la prominente barriga de su interlocutora). La tímida señora cabeceará un mudo “sí” mientras el marido le frota el vientre orgulloso, señalando el fruto de su semilla encapsulado ahí dentro. Es entonces cuando la madre de los gimnastas rusos devenidos en espartanos (ya que a estas alturas se han desnudado para dedicarse plenamente a la lucha de espadas, con los paraguas de los pacientes), calentará motores para vomitar un monólogo capaz de sacarle las ganas de copular a un ejército de conejos. Lo único que la callará es la voz de la Secretaria pronunciando el apellido de sus hijos (que a estas alturas han desarrollado una nueva habilidad que involucra dedos y mocos). La pareja, más tranquila, comienza a recapacitar sobre lo que les depara el futuro recorriendo la cara de otros padres y otros chicos con sus toses, pústulas y amígdalas en rojo. Está clarísimo que si uno tenía dudas sobre la salud del niño que ha llevado a la consulta, a la salida se irá con trece bacterias y un par de virus (y la certeza de que ahora sí está definitivamente enfermo).
Pero volvamos a la pareja que repasa la lista de preguntas que podrían ser perfectamente contestadas por una abuela o un buen libro de puericultura en lugar de una entrevista que se perfila como la tortura franciscana del milenio. Llegado el momento, serán acompañados al consultorio por la señora sorda que los dejará temblando del portazo, aislándolos del ruido monumental de la sala de espera. Y ahí comienza la verdadera hazaña, conseguir un médico a la medida de las aspiraciones que uno tiene.
Algunos hablan con una cadencia que resultará insoportable a sus pacientes; otros abusarán de los diminutivos; habrá quienes den por sentado que uno lo sabe todo y no explicarán nada; otros los recibirán al paciente con un gato durmiendo plácidamente en la camilla para horror de unos híper higiénicos padres y otros tantos sembrarán más incertidumbre que confianza describiendo la tasa de accidentes cerebro vasculares en respuesta a la inoculación de determinada vacuna (estadística en mano). La elección no será sencilla y demandará por lo menos otras dos visitas antes de dar con la persona indicada. Que tendrá que estar disponible a las cuatro de la mañana cuando el crío tosa como un lobo marino y el tipo nos diga por teléfono la dosis exacta de corticoide para descongestionar una laringe que no deja pasar el aire (luego seremos nosotros los que llamaremos la ambulancia porque el episodio nos deje al borde de un infarto). Tendrá que tener paciencia para escuchar la misma pregunta sobre el puré de tres colores, las caquitas de tres olores y las secreciones nasales que abarcan toda la gama de verdes y amarillos de la caja de 48 lápices Faber Castell.
Prepárense para el viaje, porque desde que el retoño llega a nuestras vidas hasta que cumple los catorce, se van a aprender de memoria el horóscopo de la multiúnica revista del año 98 del revistero, van a conocer al dedillo la cantidad de nubecitas de la guarda de la pared, van a tener contados los autitos del canasto de juguetes y se aprenderán los nombres de todas las Barbies descuartizadas y peladas que habitan la casita de la sala de espera del Pediatra.
¡Buena suerte! (la van a necesitar)
2 comentarios:
la verdad, que muy ocurrente lo suyo. Hace divertida la nochecita del domingo. Saludos!
Jajajajajja!
Genial como siempre, Pau!!
Me parece que cuando me toque cuidar a mi sobris, tendre a mano el telefono del pediatra... prefiero sacarme la duda con el y no que mi bro o sislo me saquen la cabeza de un mordizco :P
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