jueves, 1 de marzo de 2012

H2O


Mi extraña relación con el agua

El agua me gusta más que a un delfín.  Puedo vivir sin energía eléctrica, pude sobrevivir sin auto, lavarropas, celulares y Coca Light (casi).  Pero no sobrevivo media hora sin agua de la canilla.  Ya sé lo que estarán pensando, nadie sobrevive sin el líquido elemento, estamos construidos casi íntegramente con agua; pero yo no me refiero a la que uno toma.  Me refiero al líquido que usas para bañarte, cepillarte los dientes, lavar los platos, lavarte el traste cuando vas al baño, hacerte un mate o jugar al carnaval.  Ese, precisamente ese que nunca valorás hasta que desaparece.  Y en mi caso particular, se me hizo difícil conseguirlo en varias oportunidades de mi vida, que pasaré a relatar.

Nidito de amor, recién casada, cambiando cueritos

Un soleado día de invierno, más precisamente un sábado, a mi ex marido se le ocurre cambiar el cuerito de las canillas de la ducha.  Vestidita y maquillada impecablemente para ir a almorzar afuera, mi “peor es nada” de aquellos días me solicita amablemente que lo ayude en tan difícil tarea.  Inmersa en las mieles del amor me presté solícita a sostener con premura el vástago de la canilla de agua caliente mientras “cuchi-cuchi” me anunciaba que iba a habilitar el paso de agua al baño.  El brazo derecho me dio tres vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj y una catarata de agua hirviendo cubrió todo mi ser.  Cuando abrí la boca para gritar tragué unos 25 litros de agua caliente, cantidad promedio que una persona de edad adulta ingiere haciendo infusiones en el lapso de tres meses.

Nidito de amor otra vez, pero esta vez el agua invade el lecho nupcial

Una hermosa mañana de invierno busco en mi placard una prenda acorde a los cuatro grados de temperatura ambiente.  Me llaman poderosamente la atención unos lunares verdes en una impecable camisa de seda color marfil.  Siempre odié los lunares, así que llamó mi atención esa prenda y todas las que le seguían hasta el borde del perchero.  Los mismos lunares verdes, una y otra vez.  Resultó ser que los lunares tenían una textura aterciopelada bastante llamativa.  Más llamativo aún fue descubrir que todos mis zapatos del fondo derecho del placard parecían haber sido confeccionados en una pana verde que combinaba exquisitamente con el tono de los lunares.  Lo no tan exquisito de la cuestión fue el aroma rancio a humedad que penetró mis orificios nasales poniéndome a estornudar como una máquina.  Saqué toda la ropa y encontré a la madre del borrego: la mancha verde más espantosa en la historia de las humedades caseras.  Ahí, agazapada y amenazante, la muy hija de puta me desafiaba dibujando monstruosidades frente a mis narices.  Llamé al Consorcio, el Consorcio me mandó al plomero.  El plomero y su ayudante, dos personas a las que hubiera herido de muerte si esto que voy a contar me lo hubieran hecho ahora, se aprovecharon de mi juventud y mi ineptitud para evaluar situaciones que involucran caños y grandes masas de agua.  Picaron la pared del placard desde la altura de mi cabeza hasta el piso, desde ahí hasta la ventana y de la ventana un metro adentro del patio.  Dejaron el caño a la vista, desagüe de la terraza de un edificio de ocho pisos, yo ocupaba la planta baja.  Operaron al caño culpable, lo castraron de la cintura para abajo y juraron volver al día siguiente.  Una, que era tonta pero no tarada, desliza una preguntita al pasar “¿y si mañana llueve?”.  A lo que el Sr. Plomero Hijo de un vagón cargado de putas contestó “Nahhhh, mañana no hay pronóstico de lluvia”.  El día siguiente fue consagrado como el día más lluvioso de la década.  Cayeron 100 milímetros en un par de horas.  Ese par de horas que me la pasé corriendo con dos baldes de la cama al baño cual bomba de achique humana.  Ese par de horas donde tuve cascada y lago artificial dentro del dormitorio al más puro estilo Telo carísimo de Panamericana.  El plomero volvió dos días después con el rabo entre las patas argumentando que su faltazo se debió a que el diluvio le hubiera impedido empalmar el maldito caño.

Hogar dulce hogar campestre: Casa nueva, problemas nuevos (siempre hidráulicos, para variar)

Estábamos de estreno, nada podía fallar.  Tanque de fibrocemento conectado a bomba presurizadora que impulsaba el agua a la casa de manera fenomenal.  La presión de la ducha era tan impresionante que parecía soda.  En el tiempo que tardó el plomero de la obra en llegar a su casa, agarrar las valijas y salir del país (nunca más lo encontré), la gotera apareció en el techo del living.  Firme y contundente fue dibujando manchas con la cara de alguna figura bíblica o Satanás, dependiendo de mi estado de ánimo.  En el término de diez años pasaron por ese baño maldito unos quince especialistas.  Me levantaron la bañera y la amuraron a la pared, sellaron las juntas del piso y la pared, cambiaron caños, flexibles y canillas.  Nada, el problema iba y venía cargándose nuestros ahorros y arruinándome las fotos de todos los eventos familiares.  La mancha verde amarronado brindando como un invitado de lujo en el cumple de mi hijo, en la Navidad del 2004, en Año Nuevo 2006, en Pascuas 2003 y en mi fiesta de cumple Nº 40.  Maldita hija de tu madre, me dejaste pintar todo el techo para volver a aflorar tres días después de guardar la brocha!.
Como si esto fuera poco, la bomba se fue rindiendo de a poco.  Le hablé, le recité poemas, le recé novenas y se la llevé a rebobinar al colorado Sanchez.  Hice todo lo que había que hacer para que me dejara lavarme los dientes a la mañana.  Estuve unos tres años cebándola, cargándole agua por un agujerito minúsculo, con el recipiente de la plancha previo remover una tuerca con una llave inserta en un ángulo incomodísimo (de noche, sin luz y con un frío de perros no es tarea fácil).
Hasta que la bomba me abandonó.  El mismo año que mi ex decidió dejar el Titanic matrimonial a medio naufragar.  No lo culpo, hubiera hecho lo mismo pero tenía un hijo del que ocuparme.  Eso fue lo que hice.  Cansada de salir a las siete de la mañana en pleno invierno a cagarla a patadas para que me permita bañarme para ir a trabajar, ella y yo nos dijimos “andate a la recontra mierrrda”. Empeñe mi aguinaldo de junio y gasté a cuenta del de diciembre.  Compré la Robocop de las bombas.  Silenciosa y cromada, una Ferrari en el mundo de las hidroneumáticas.  Joya.  Tuve agua y bailé en pelotas por el parque.  Fui felíz por un tiempo.  El tiempo que tardó en joderse el automático del tanque.  Recuerdo muy bien el día en el que le maldito cable se zafó mientras yo corría la pesada tapa para ver cuánto faltaba para llenar el tanque.  En camisón, noche cerrada de invierno, niebla hasta en las pestañas y la humedad ambiente de la ostia abriéndome los poros.  Era una nebulización en cinemascope.  Tiré de la tapa y el cable rozó los dedos de mi mano derecha.  La descarga me dejó las falanges inutilizadas por dos días.  Tuve que agarrar el volante del auto con los dientes para estacionar porque no podía cerrar los dedos ni para agarrar una lapicera. 

Demás está decir que durante todos esos preciosos momentos tuve que utilizar mi ingenio para bañarme en las zanjas, cepillarme los dientes con el agua del depósito de los baños, lavarme los sobacos con el agua de los fideos, cocinar con agua mineral y lavarme el culo con soda (toda una experiencia).

Hace unos días la Robocop Pump falló y tuve que empastillarme para superar la crisis de ansiedad.  Cuando salí del coma farmacológico autoinducido (léase siesta monumental post clonazepam), el señor que me acompaña le había practicado una cirugía a membrana abierta al corazón acuático de la casa.  El agua salía a chorros por todas las canillas de la casa.  Me dieron ganas de hacer sopa, de tomar té, de apretar el pomo, de hacer acqua dance en la pileta de lona, de jugar a los escupitajos y bañar al perro.

Algo cambió en mi vida, me parece que el agua y yo nos estamos llevando mejor…

Gracias Gerard!  ♥U